No puedo decir que sea aficionado al deporte del fútbol. Fíjense en que no he ido nunca a un estadio importante. Sin embargo, nacido en el país en qué nací, difícil es que no me siente delante de un televisor para ver algún partido y que no pasé un pensamiento fugaz de alegría cuando marca un gol el Real Madrid o la selección española. Tampoco soy muy aficionado a creer en serio en la épica deportiva. No porque no sean ciertos los ideales u objetivos de superación y esfuerzo, sino porque, en general, creo que el deporte profesional es un ejemplo más de especialización para conseguir vencer cuando compites y eso, a veces, se consigue mejor sacrificando tu salud, tus reglas de comportamiento, y, en un ejemplo de degradación moral absoluto, tus buenos modales. Además, la parte buena de la competición deportiva es, precisamente, la más risible. Si el deporte es un ritual de pelea, algo así como una danza a la neoguineana, en la que le enseñas la lengua, o las pelotas, al tío de enfrente, y luego le regalas una vaca para evitar unos cuantos muertos, ese contenido ritual (vamos lo de veintidós tíos en calzoncillos persiguiendo una esfera de cuero llena de aire), la farsa regulada, es lo que convierte al sucedáneo en algo perfectamente susceptible de choteo.
Digo todo esto porque he leído la entrevista de Salvador Sostres a Joan Laporta. Uno no sabe si es una entrevista estupenda, porque no puede ver la sonrisa del entrevistador y el entrevistado, ni escuchar el tono con el que se hacen o se responden ciertas preguntas. Vean que Sostres comienza heroico hablando de Laporta como de alguien que se juega el «tipo» y de su periódico como de un diario clandestino en plena dictadura nortecoreana. Al leerlo, he mirado alrededor, a ver si algún Stasi le estaba dando a la grabadora.
Decía que decía, precisamente, porque lo más divertido de la entrevista no es que Laporta se quiera presentar a «Presidente», ni que pretenda obtener (o encabezar) la independencia de su patria. Tampoco lo es que lo haga sólo o en compañía de otros. No, lo gracioso es la épica futbolera.
Laporta está literalmente sublime. Hace poco, un amigo me comentó unas declaraciones de Florentino Pérez: al parecer había afirmado que para muchas personas el Real Madrid era lo más importante de sus vidas, y que era una responsabilidad ganar partidos, precisamente por esa razón. Lo acojonante de una declaración así no es que sea cierto o falso lo que se afirma, sino que se haga: que alguien (que se supone de los «tuyos») te llame pobre hombre de una manera tan cruda. Pues bien, Laporta ha triunfado sobre Florentino. Dice lo mismo, pero lo hace a escala galáctica. Uno casi ve las declaraciones en 3D, dentro de esa Pandora que es la Cataluña «laportiana», el lugar en el que todo son efluvios de barcelonismo.
Laporta, en realidad, no habla de hechos. No cuenta goles. Habla del espíritu, de los ideales, de una manera de hacer las cosas, de «ideales futbolísticos y nacionales». Es maravilloso como se desliza, sin solución de continuidad, entre los ideales nacionales, el catalanismo, y una idea de fútbol, «que se enseña» desde la Masía. Como si existiese una manera catalana de jugar al fútbol, que se expresa en «una forma de pensar y de vivir». Uno se queda sin palabras ante algo así: «Va más allá del fútbol. Somos portadores de la épica más emocionante de la historia: la que guía a los pueblos sometidos hacia la libertad». El Barca es la manera de hacer «un mundo mejor». Y es maravilloso como también, sin solución de continuidad, al responder cuando se le pregunta si los españoles están contra Laporta, va del «No pueden soportar que hable claro. Somos muchos catalanes los que pensamos que nuestra nación necesita un Estado propio para administrar nuestros recursos» al «Y no pueden sufrirlo. Como el 2 a 6 del Bernabeu, que tampoco pueden sufrirlo».
Y la prueba más acojonante de la existencia de un mundo Laporta, en el que hasta el desayuno debe ser como el partido final de Evasión o Victoria, es que sea capaz de decir «Evidentemente que el Barca también es fútbol …» ¡También!
La épica de Laporta se llega a transformar en alquimia cuando afirma que hay españoles buenos, y que los que lo son, lo son precisamente gracias al Barca. Sí, como si se tratase de una especie de piedra filosofal, hay españoles que «a través de su amor por el Barca, han aprendido a entender y a respetar a los catalanes y a Cataluña», porque «durante los años de mi presidencia muchas veces he tenido la sensación que sólo estábamos nosotros, que sólo el Barca luchaba por Cataluña. El antídoto es la libertad».
No les aburriré más. La retórica de los sueños, de la libertad, del romanticismo, es un tanto coñazo cuando le falta el toque kitsch de la épica deportiva. Y se convierte en francamente grotesca cuando se habla de la «libertad» de los pueblos que se están «muriendo» en el mismo lugar en el que se habla de los proyectos personales del iluminado de turno que quiere despertar a la pobre y narcotizada gente. No crean que lo de iluminado lo digo por culpa del 6 a 2. Ya me dirán cómo calificar a alguien que afirma «Sí que puedo ser un líder y me parece muy bella la aspiración nacional de conseguir la libertad para mi país. Es lo que quiero para mi país». La mezcla del adjetivo «nacional» con la aspiración de conseguir (¡¡él!!) y con el posesivo «mi», sólo puede ser calificada como propia de un tarado (en la mejor de las explicaciones -la otra habla de golfo populista- y pretendo ser positivo).
¿Siguen sin creerme? Pues lean: «Bien, quiero saber si este millón de personas quiere seguirme».
Como ya no es tiempo de que los socios del Barcelona llenen de pez al señor Laporta y lo emplumen, o en una versión algo más civilizada, le den la patada y un papelito con la dirección de un terapeuta, espero que no llegue a presentarse a las elecciones.
Que uno ya está mayor para seguir oyendo obscenidades así.