No había prestado mucha atención al asunto del uso del término «gallego» por Rosa Díez. Lo vi por encima y pensé que la Sra. Díez había metido la pata, demostrando, nuevamente, una pobreza notable de recursos. Para lo que, al parecer, quería decir, hay muchos adjetivos en español. Se puede incluso combinar varios de ellos. También pensé en la persistente persistencia del uso de los gentilicios como insulto. A veces escucho, incluso, usarlos como referencia a uno mismo. Algo así como hacer patria identificándose con las supuestas cualidades negativas de ser catalán o madrileño o lo que sea. Siempre me ha parecido un uso torpe, que ni siquiera goza del beneficio de la estadística. Hay estereotipos que, al menos, pueden tener una base real. Uno puede imaginar que las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, por ejemplo, puedan explicar el porqué de ciertas cosas que se oyen, pero no encuentra demasiada lógica en la existencia de un genoma gallego lo suficientemente diferenciado del genoma castellano, por ejemplo. Precisamente por esa persistencia generalizada, pensé en que se le estaba dando demasiada importancia a la torpeza de la candidata a «mujer que hace falta».
Luego he leído a Arcadi, que se descojona de la defensora del lector de El País. Y el caso es que no sé por qué se descojona. Una cosa es que el tema tenga más o menos importancia, y otra es que uno termine convertido en aquél del cuento de Gila, ya saben. Ése que tenía que irse del pueblo.
En fin, hay insultos que resultan inofensivos simplemente porque nos empeñamos en que no nos ofendan. Sin embargo hay gentes que no aguantan algunas «bromas»; que sí se ofenden. Y, pese a ello, resulta que la culpa es suya, porque no tienen sentido del humor. Yo creo que hay cierta chulería en esa actitud que termina convirtiendo en paletos a aquéllos que se cabrean porque les metan en categorías «peyorativas». Sí, es cierto que no demuestra mucho saber eso de pensar que los gallegos son «queridos» en todas partes porque son muy «trabajadores», por ejemplo. Tampoco creo que existan más copias de lo habitual del gen del trabajo en el genoma gallego. Sin embargo, una cosa es que alguien actúe como un paleto defendiéndose así, y otra cosa es que la culpa sea suya, por no aguantar estoicamente la risa del populacho.
Estoy viendo, poco a poco, Shoa, la película de Lanzmann. Cuando termine, quizás escriba algo sobre ella. Una de las últimas «escenas» que he visto es acojonante. Lanzmann lleva a un judío superviviente, Simon Srebnik, que tenía apenas trece o catorce años en la época del exterminio, de nuevo a Chelmno, el lugar en el que es recordado todavía por la gente mayor, porque cantaba canciones alemanas para diversión de sus guardianes SS. Sobrevivió, pese a que un SS le disparó en la cabeza, dos días antes de que Chelmno fuera liberado por las tropas soviéticas. Pues bien, en esa «escena» se ve a Srebnik, a la puerta de la iglesia, rodeado de feligreses, la mayoría de ellos gente mayor. Y todos están bulliciosos y contentos. El propio Srebnik, al que se ve algo incómodo, parece estarlo también. Sin embargo, lentamente, los comentarios (como ocurre en otro muchos casos) nos van mostrando, delante de Srebnik, la persistencia de estereotipos antijudíos, ese mal sordo, de baja intensidad, que tanto daño hace.
Aquí se acaba esta entrada. Ya he cumplido con la profecía.