De parte de los profesores, los arqueólogos, los cicerones y los anticuarios

 

Cada día que pasa tengo más claro que los secesionistas catalanes (no me refiero a los que mandan) no tienen ni idea de por qué quieren la secesión. Lo digo porque veo cómo cambian constantemente de argumento y pasan de lo social a lo económico, de lo político a lo jurídico, de lo sentimental a lo literario, de lo racial a lo teológico, casi sin solución de continuidad. Y lo hacen en cuanto les muestras los inconvenientes y los obstáculos, en cuanto preguntas qué interés concreto les mueve, qué conseguirán ellos, como individuos, que ya no tengan.

Yo creo que la idea les gusta. Es una idea, claro. No es una realidad. Nadie sabe cómo resultará si es que finalmente se produce. Cuánto costará a los que nos veamos afectados por ella, en su caso. Los más razonables admiten que, al menos transitoriamente, todos perderemos, pero aún así insisten en que es una gran idea. Un idea hermosa, de esas que te ilusionan, te hacen sonreír y abrazar al prójimo. No saben por qué (o, al menos, no he visto o leído ninguna explicación coherente), pero saben que es una idea excelente.

Tanto es así, que mucha gente contraria a la idea se ha puesto tierna. Creen que hay que recuperar a los que quieren marcharse, que hay que mostrarles cariño. Que hay que recordarles lo que nos une e incluso concederles cosas, ya que son especiales y hay que demostrárselo para que no se quieran ir. Más aún, incluso parece que, con baja intensidad, hay quien espera que les ofrezcamos «otra» idea ilusionante, basada en una especie de patriotismo español de nuevo cuño. Por lo que parece, el plan de estas personas para evitar esta catástrofe sin causa es que saquemos las banderas, nos pongamos a cantar a las mareas multicolores y polifónicas, nos manifestemos, nos demos la paz y nos hagamos regalos.

Qué infantil, aunque funcionase.

Tantas personas inteligentes renunciando a la razón.

Me van a perdonar. No me atraen las fanfarrias y los himnos, las manifestaciones geométricas, los símbolos colectivos. No me atraen las llamadas a la acción por la acción. A cambiar cosas sin saber para qué, solo porque muchos tienen urgencias vitales que no son capaces de explicar suficientemente.

Creo en algunas ideas porque me parecen buenas: en un sistema que sirva para que los hombres puedan ser libres, en el acceso universal a la cultura, en la igualdad de derechos, en un Estado que proteja a los débiles, en un Estado siempre bajo sospecha. Creo en la mediación de la ley, porque es el freno a las pasiones y a la tiranía de la masa. Creo que las naciones deberían desaparecer, pero que, mientras tanto, nuestra nación es occidente, y esa sí que es una buena idea, parida en el barro y alimentada con la sangre de millones de personas.

Todo lo que está sucediendo, esta histeria colectiva, me resulta ajena. Me asquea este plan que se basa en tratar a los individuos como a borregos. «Los hombres llorarán cuando no sean al menos un centenar» predijo Burckhardt y acertó. Y además, me repugna que debamos someternos a la mendacidad y al capricho por una cuestión de número.

Yo no creo que se deba hacer nada. Nada salvo aplicar la ley. Una y otra vez. Sin cansarnos. Puede que no sirva para nada. Que la marea infantil nos aplaste. Qué se le va a hacer.

Al menos, esa sí es una buena idea. Y yo sí puedo explicar por qué. Tengo cientos de años de explicaciones.