«Chuchurridas». No falla. Te envuelves en tácticas de atrición, flagelantes, Medioevo, esencias turbulentas y hotentotes, y terminas escribiendo «Bilbado». Y además sin el consuelo de saber dónde está el restaurante.
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Recomiendo este riguroso artículo. En particular, por la ingente cantidad de datos que utiliza su autor. Solo echo en falta alguna referencia a Shambala y el Rey del Mundo.
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Lo de Donald Trump es tan increíble que sigo esperando que, en cualquier momento, se arranque la máscara de silicona que lleva sobre la cara, resulte que es hispano, y diga: ¡es broma, cuates!
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Dice Rajoy sobre los debates:
No hemos tomado ninguna decisión sobre ese asunto. Siempre estoy a las órdenes del equipo de campaña. Ahora no tengo ningún criterio tomado. A nadie le apetecen debates. Hay que prepararlos muy bien y requieren un gran esfuerzo, no es algo cómodo aunque en una democracia ya sé que es necesario. No se trata de que me apetezca sino de que cumplamos unos estándares democráticos razonables.
Imagino que ya se le habrá criticado agriamente. Sin embargo, de lo que dice Rajoy se deriva una cuestión que me parece muy interesante, pero que no suele discutirse. Sí creo que hay políticos a los que les apetecen los debates: aquellos que tienen algo que ganar con ellos. Tan importantes son que resulta difícil hacer carrera política sin alcanzar unos mínimos. ¿Ven a un tartamudo ganando elecciones? Piensen en cualquier tartamudo. Piensen en un Pericles tartamudo. Lo curioso es que los debates se ganan con independencia de los argumentos. Más aún, los mejores argumentos —desde un punto de vista racional— suelen ser perjudiciales en los debates, ya que exigen conocimientos, comprensión, atención y, a menudo, son contraintuitivos. Tan obvio es esto, que la gente se cabrea cuando el formato de un debate es demasiado «rígido». Las frases cortas, sonoras, huecas, triunfan, y es rentable interrumpir chistosamente al rival, subrayando incoherencias construidas sobre hombres de paja.
La consecuencia es que exigimos al gobernante talento para improvisar gracietas, capacidad para impostar banalidades, facilidad para mentir solemnemente y tragaderas para disimular indignación cuando sea preciso. Esas «cualidades» son más importantes en un debate que la inteligencia, el dominio de los asuntos y la bondad del proyecto.
Es la tiranía del «zasca». Además, de paso es posible que alguien poderoso haga el ridículo. El debate, como el reality, permite a los pobres comprobar que los ricos también lloran.
Es este además un problema insoluble. Los únicos debates rentables son aquellos entre expertos que comparten unas bases, que suelen centrarse en detalles y que se realizan para llegar a algún acuerdo. Los debates electorales, sin embargo, no están pensados para que los políticos lleguen a acuerdos o se convenzan. Son exhibiciones de plumas. Como pavos reales nos enseñan a los ciudadanos esas inversiones estúpidas y nos dicen: «si te apareas conmigo, nuestra descendencia será hermosa y saludable». Por eso es insoluble, porque no siendo debates, sino mercadotecnia, no podemos trasladar a otros la responsabilidad.
Lo gracioso es que, mientras escuchamos a los políticos debatir, nos creemos expertos. Es la consecuencia de que nos acaricien el ego, de que decidamos.
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