Dice El País:
«El hombre que dio significado a nuestros sueños». Es extraordinario cómo, cuando lo pop se adueña de cualquier cosa, permanece ahí imperturbable, desgastándose al ritmo del Cañón del Colorado.
Freud es un charlatán afortunado. Escogió un tema fantástico para su obra literaria. Un tema al que le había llegado su momento. Su época es la época en la que se pone todo en cuestión (el orden establecido, la naturaleza animal del hombre, la evolución de las especies, la estructura de la materia). También era el momento de cuestionar el alma, y nada mejor que hacerlo con una palabrería pseudocientífica. Su ventaja fue que, a diferencia de otras ramas de la ciencia, el problema del cerebro, de la mente, del yo, de la conciencia, es un problema para el que se carecía hasta hace muy poco de la base teórica y de la capacidad práctica para hacer ciencia. Tan es así, que los propios neurocientíficos admiten que la suya es una disciplina que está en mantillas y que los resultados que ha producido no pasan de una aproximación grosera (a pesar de tanto entusiasta que asume acríticamente titulares de prensa sobre avances espectaculares que no pasan de enfocar lo que antes era muy borroso para que ahora lo veamos simplemente borroso —algo que puede ser un avance espectacular, pero que nos sigue dejando muy lejos de las auténticas explicaciones—).
Por eso Freud y esos conceptos aparentemente complejos y profundos inventados por él (en la mayoría de los casos borborigmos, en los mejores, simples teorías «filosóficas») han podido triunfar durante un siglo entre la mayoría y predominar incluso (hasta no hace tanto) entre los propios profesionales de la psiquiatría. Es el terror al vacío, el miedo a la falta de respuestas derivado del gigantesco reto de empezar a comprender la mente humana y sus fallas. Además, ese aparato fabulador producía dos consecuencias beneficiosas: consuelo en los que no comprendían por qué no eran como los demás y una forma de ganarse la vida. Es decir, lo mismo que le sucede a los nigromantes y sanadores, pero con la diferencia de que estos sí compiten con la auténtica ciencia y dañan a las personas al apartarlas de caminos que sí suelen curar. He dicho producía, porque desde el momento en que la química ha entrado en la casa y la pastilla ha empezado a curar lo que no curaban sesiones eternas de psicoanálisis, lo mejor que le puede suceder a Freud y a su obra es que se convierta exclusivamente en un meme del pasado, como los cuatro elementos.
Una buena manera de conseguir eso es recordar a Freud como lo que fue: no un visionario, ni la persona que sienta las bases de una disciplina, sino un cuentacuentos afortunado, un inventor de historias (incluidas historias clínicas), un «lamarck» con jeta de hormigón, un «mesmer» del siglo XX.
Recordarlo es imprescindible, porque influyó enormemente en la cultura y la sociedad del siglo pasado, pero ya es hora de quitarle ese aura de sabio. No sea que dentro de doscientos años aún haya freudianos como hoy siguen existiendo estafadores que se dedican a la homeopatía, ese invento del Freud del XVIII, Samuel Hahnemann.