Se suele utilizar la expresión «no cabe un tonto más» para desahogar esa desazón que nos invade (a veces justificada, a veces injustificadamente) ante la estulticia que nos agota. Es una expresión de ida y vuelta, porque, en ocasiones, al aplicarla por ignorancia o prejuicio, solo demostramos que caben más tontos. No cabe un tonto más de los que dicen no cabe un tonto más, podríamos concluir, iniciando una rueda eterna y quizás una secta de anulares que encienda una pira que termine convertida en un incendio.
La sensatez, individuo a individuo, me parece más extendida de lo que creemos. La estupidez suele ser algo grupal, tribal. Mejor: la estupidez suele producirse como reacción tribal frente a los comportamientos tribales de los demás. Seamos optimistas: la Humanidad avanza, y los tropiezos y retrocesos puntuales son momentos en los que se produce alguna epidemia colectiva de imbecilidad. Para evitar esas epidemias, hemos ido ensayando y errando, y se han ido destilando una serie de productos —el más importante es la ley— que intentan minimizar esas fiestas de tontos asomados a un abismo.
Como no existe ni puede existir un legislador fuera del mundo, todopoderoso y omnisciente (y ya vamos superando la fase en la que los hombres se convencieron de que sí existía, para facilitar el trabajo de dominar a los rebeldes), no queda otro remedio que simplificar. No todos somos iguales, no todos tenemos el mismo instinto, la misma inteligencia, los mismos conocimientos, la misma biografía, la misma compasión. Ni siquiera nosotros mismos somos iguales a los que fuimos o a los que seremos. No hay una forma practicable de crear una democracia diferente de la democracia basada en el principio «un hombre, un voto». Cada vez que veo a alguien que exige algo más que una nacionalidad y una edad mínima para votar pienso «he aquí un imbécil». La nacionalidad (o cualquier otro vínculo administrativo) es un simple separador formal, ya que el mundo está dividido en Estados. La edad mínima —con independencia de cuándo la fijemos, y que ese límite tendrá un componente de arbitrariedad— es simple consecuencia de que existe la infancia y la madurez. Otras posibles excepciones (el castigo penal, la incapacidad por padecer algún trastorno mental, etc) son simples matices en un sistema general de contornos prístinos.
A menudo, además, esas exigencias no solo desvelan al imbécil que no comprende la impracticabilidad y la imposibilidad de definir objetiva y éticamente quién debe elegir o cuál debe ser su «cuota» en el caso de que se defendiera algún sistema extravagante. Esas exigencias, precisamente por ignorar que solo hay una alternativa que, por su sencillez y su base ética, mantendrá la paz social y el compromiso colectivo, demuestran en el que las defiende su intolerancia frente a los intereses y deseos de los demás. El odio al pobre, al rico, a la mujer, al inmigrante, al negro, al inculto, al joven, al viejo o al que «se» deja manipular. Esa gente tiene una respuesta, la suya, y la democracia es la forma en la que esa respuesta se debe imponer. Cuando se adoptan políticas que le parecen erróneas, es la democracia la que falla, olvidando que la democracia es un instrumento para la decisión. El imbécil que piensa así es, además, un imbécil pedante que se cree original al vomitar una idea que ya se le ha ocurrido antes a muchos imbéciles.
Por suerte, caben muchos tontos más.