Que nos traigan las sales

 

He leído la resolución dictada en el asunto de las esteladas. Es razonable.

También he leído que hay quien pide la dimisión de la delegada del Gobierno e incluso quien se chotea de que Rajoy haya dicho que este asunto gubernativo no es materia de su competencia.

Ay, qué intensos somos. A todas horas las autoridades gubernativas adoptan decisiones administrativas que se revocan en los tribunales. Por cierto, esta no se ha revocado. Solo se ha concedido una medida cautelar que implica la suspensión de su ejecutividad. La decisión de la delegada del Gobierno, ya lo he dicho, me parece arbitraria. Pero como tantas otras. Uno va a los tribunales, las discute y, a veces, te dan la razón. Si tuviera que dimitir cada funcionario o autoridad que dicta una resolución luego revocada, nos íbamos a quedar sin funcionarios en seis meses. Por cierto, nos quedaríamos también sin jueces: porque los jueces también son funcionarios que dictan resoluciones que en ocasiones se ven corregidas por tribunales superiores.

¿Por qué cojones va a tener que dimitir Dancausa? ¿Porque haga su trabajo y tome decisiones?

El otro asunto es el de las declaraciones de Rajoy. Naturalmente que este tema no compete a Rajoy. ¿A alguien le parece razonable que Rajoy se ponga a decidir lo que se puede introducir en un campo de fútbol? ¿No, verdad? La existencia de jerarquías y de responsabilidad política no debe extenderse, salvo que nos volvamos locos, a todas las decisiones que se adopten desde el Presidente hacia abajo y, en particular, a la fundamentación jurídica de esas decisiones. Salvo que tengamos pruebas de que la delegada (y los que participaron en la decisión) recibía órdenes de alguien en este asunto y no se limitaban a interpretar, mejor o peor, la ley vigente. No hay nada que aborrezca más, por otra parte, que la figura del mandatario populista que sabe de todo y que sin necesidad de estudiar nada corrige las decisiones de los que sí tienen competencia, a golpe de cámara y micrófono, al estilo del Chávez, que iba por una plaza de Caracas diciendo «exprópiese».

Este asunto es un asunto nimio, engordado por los que necesitan agravios para justificar sus planes masivos de insumisión jurídica. En España, la libertad de expresión está garantizada y se ejerce con gran soltura. También la libertad de expresión de los que se la quieren cargar y, en sus áreas de poder, imponen sus propios silencios de radio y consignas masivas. Esta decisión, adoptada por un juzgado de Madrid, demuestra de nuevo lo estupendo que es dejar que la ley y las instituciones funcionen.

Ya saben, la ley y los tribunales. La democracia formalizada. Eso que tanto odian los secesionistas.

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«Ciencia»

LDC

 

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O basta là

 

Cada día me cansa más una cierta manera de discutir los asuntos. Una manera que consiste en añadir argumentos en tropel, según van recibiendo respuesta, aunque entre sí sean incompatibles y aunque no se encuentren en el mismo nivel argumentativo, sumado al doble procedimiento de constreñir la discusión, incluso de forma ridícula, cuando crees haber encontrado un agarradero, para salirte del vaso, cuando ya no te valen los propios límites que has querido imponer previamente.

En esa forma de discutir lo importante no es tener razón, sino poder defender tu postura a costa de cualquier lealtad intelectual. Es un puro juego de poder.

Hay un paralelismo entre esto y ese tema que tanto me ocupa, el de la ley. En la discusión racional, las reglas de conversación son esenciales, como en la adopción de acuerdos la ley es esencial. Las reglas de conversación van más allá de los simples modales. Tienen que ver con el respeto a la lógica, con la simetría, con el respeto a las definiciones y al campo de juego. Un simple ejemplo quizás explique mejor a qué me refiero: si defiendes un discurso no puedes renunciar a su coherencia interna. Sin embargo, es habitual que alguien sostenga una opinión, basada en un discurso determinado, y que, pese a que se le demuestre alguna falla capital en ese discurso, siga manteniendo esa opinión, expurgando del discurso lo que se ha demostrado falso, aunque el elemento que lo sustituya sea incompatible con lo que defendía previamente.

No se trata de que crea que es mala la lucha intelectual. Al contrario, me parece una actividad excelente. Lo malo es saltarse sus reglas. Este tipo de artificios, muchas veces burdos, son el equivalente a darle un puñetazo a tu oponente cuando sus argumentos son mejores. Es el equivalente, porque los argumentos que se saltan las reglas de conversación son siempre un puñetazo en el ojo, aunque le parezcan estupendos al que los usa. Un puñetazo en el ojo, sin embargo, es perfectamente leal en un combate de boxeo, porque las reglas lo permiten. Habrá quien diga: ¿quién eres tú para fijar las reglas? Efectivamente, nadie, pero si quieres discutir conmigo por qué las reglas han de ser unas y no otras, ya estás asumiendo reglas de conversación, y te las saltas si en un momento dado me dices que me huele el aliento. Hay algo irrevocable ahí. Y si piensa que no, discútamelo.

Por otra parte, cumplir esas normas es un ejercicio magnífico. A veces incluso sirve para acercarse a atisbar algo que se parece a la verdad.

Por desgracia, es demasiado habitual ver a la gente enfangada, dispuesta a dar mordiscos en la oreja y cabezazos cuando el árbitro no mira.

Dicho esto, a veces he descubierto que aquel al que había catalogado como truhán, realmente creía en cómo planteaba lo que planteaba, no como subterfugio, sino sinceramente. Hay, en consecuencia, un prejuicio detrás de esta reverencia a la lógica. Los demás no saben razonar. Los demás son plebeyos. Los demás están equivocados. Mea culpa.

Así nado, intentando evitar que mi soberbia arruine una buena charla, a la vez que me arrepiento tantas veces de tanto tiempo gastado en estúpidas discusiones con gente que nunca está dispuesta a dejarse convencer.

El último inciso de esta última frase está completo. Me anticipo a los que, después de haber leído toda la entrada, se centrarán en él, como si demostrase algo, olvidándose del resto, empezando a incumplir las reglas de una buena conversación.