Hace unos días apareció un artículo que afirmaba que unas terceras elecciones suponían un fraude constitucional. Al parecer, la Constitución debe ser interpretada en el sentido de que el voto de los ciudadanos es un fraude porque hay que formar un gobierno y, si no se forma, el Rey tiene prácticamente que imponer un candidato. El autor, en la práctica, se empeñaba en convertir un razonable uso político en una obligación. Digo razonable porque todo el mundo hace protestas al respecto. No encontrará usted un político en España que diga que unas terceras elecciones son algo estupendo. Lo que sucede es que el uso político no puede sustituir a la fuente de la legitimidad: el pueblo soberano. La Constitución regula el procedimiento para que el pueblo español decida. El procedimiento. Lo que no parece sensato (ni democrático) es afirmar que la Constitución establece un procedimiento para obligar a los diputados a hacer lo que no quieren hacer.
La consecuencia es sencilla: acudir a elecciones nunca puede ser un fraude constitucional. Puede que unas elecciones sean inconvenientes, pero nunca serán un fraude. Para empezar, porque las elecciones no son un simple acto de aplicación de una ley. Son bastante más: la justificación política y legal de todo el sistema constitucional. Yo no diré nunca que la democracia sustituye o está por encima de la ley, porque no hay democracia sino una formalización legal, pero me parece disparatado asumir que puede haber fraude de ley porque se consulte a los ciudadanos por los medios legalmente previstos. El fraude implica una utilización torticera de la ley para fines distintos a los previstos en la norma. ¿Cómo se puede defender un uso torticero de la norma cuando se está dejando que decidan los titulares del poder soberano a falta de acuerdo de sus mandatarios?
Más aún, visto lo visto, creo que empiezan a ser imprescindibles esas terceras elecciones. Ya sé que muchas personas (utilizando encuestas básicamente) afirman que no cambiaría nada. Es posible, claro. También sé que muchas personas dicen que esta incapacidad para el acuerdo supone un descrédito y nos instala en una situación de inestabilidad terriblemente dañina. No lo niego. Sin embargo, todos estos argumentos están sobre la mesa desde diciembre de 2015. Y se vieron reforzados tras las elecciones de junio. Sin embargo, el rechazo de una parte muy importante del PSOE a algo tan tibio como una abstención es tan fuerte que los ha colocado al borde del suicidio político, con una crisis que es imposible que favorezca a ninguna de las facciones. Es indudable que los que se están pegando navajazos en la plaza pública saben perfectamente que van a pagar un precio, aunque ganen la pelea. Si, pese a ello, han llegado a este punto, no pretendamos que ninguna razón externa, tan inferior como el interés de los españoles, les haga cambiar el rumbo. Entiéndanme, tampoco esperaría nada mejor de otros partidos, de encontrarse en una situación parecida a la del PSOE. En un sentido menor, esto ya se produce: los demás podrían evitar las terceras elecciones (y haber evitado las segundas) también y no lo van a hacer. Al final, todo nos remite a un juicio subjetivo sobre el mayor o menor grado de locura de los sacrificios que tendrían que hacer para que un gobierno fuera posible. Todo nos remite a la mentira y al relato que cada cual quiere imponer.
Así todo, visto el punto de enajenación alcanzado, solo hay una solución: que los españoles vuelvan a decidir teniendo en cuenta todos estos datos persistentes. Ellos juzgarán (con acierto o error) quién es culpable (más culpable) de la situación de bloqueo y si ese culpable debe pagar por ello o debe ser aclamado. El injusto voto ciudadano repartirá nuevas cartas, y quizás personas decentes, bienintencionadas y razonables se vayan a su casa, mientras ven a indecentes, marrulleros y obtusos premiados.
Y si el resultado produce una nueva situación de bloqueo y los votados siguen sin ponerse de acuerdo, solo habrá una solución disponible de nuevo.
Es lamentable. Pero peor es negar la realidad u optar por que decida un señor que es jefe del Estado por nacimiento y porque se supone que se limita a firmar las leyes, a hablar un inglés fluido, a repetir anualmente un discurso casi protocolario y a ser alto.
Solo faltaba esto.