Que no, que no es porque seamos más fuertes

He leído varios artículos en los que, para justificar el tratamiento penal desigual entre hombres y mujeres en materia de violencia doméstica, se alude a la diferencia entre el físico de hombres y mujeres. Por ejemplo, lo dice ayer mi querido Jorge Bustos:

«Lo adulto sería reconocer, con el derecho clásico y el TC, que tratar como iguales a los que son diferentes comporta una injusticia. Que la desigualdad física entre varones y hembras aconseja un reequilibrio legal tan antiguo como la civilización. »

Es un error.

En primer lugar, porque la desigualdad física, si desemboca en consecuencias diferentes, será penada de forma diferente, ya que la pena depende de su gravedad. Es decir, si los hombres agreden «más fuerte» y hacen más daño, serán castigados con más dureza, pero por ese dato objetivo, no porque sean hombres. Para que se entienda bien: el artículo 147.1 del Código Penal, por ejemplo, castiga ciertas lesiones (las que requieren para su curación más de una asistencia facultativa). La ley, para castigar, concede al juez bastante margen discrecional (la pena de prisión prevista va de tres meses a tres años), para lo que el juez ha de considerar las circunstancias concretas del caso. El propio Código contiene una serie de circunstancias que permiten que la pena sea aún más grave (de dos años a cinco años de prisión). Por ejemplo, el tipo de objetos utilizados (que sean especialmente peligrosos, como un cuchillo), el ensañamiento, la alevosía, que la víctima sea menor de doce años o con discapacidad, o que sea especialmente vulnerable y conviva con el autor. Todas ellas (que han de atender al resultado producido o al riesgo concurrente) son muy lógicas, ya que el desvalor de la conducta aumenta y supongo que no es preciso explicar por qué en cada caso. Pero es que hay una más: que la víctima sea la esposa o la pareja del autor. Si la víctima es el marido o pareja de la autora, no concurre ese posible agravamiento. Como pueden observar, el agravamiento no es consecuencia de que el hecho sea más grave, de que haya existido más violencia, de que la víctima sea más vulnerable (¡ya existía ese supuesto!), de que concurra alevosía o ensañamiento, o de que se utilizase un medio más peligroso, con el riesgo que esto supone para la salud y la vida. No, la conducta se considera más grave porque el autor es el marido o la pareja de la víctima aunque sea idéntica a otra en la que es la mujer la agresora. Y esta agravación no se produce si la víctima no es mujer o pareja del autor hombre, por lo que es obvio que no depende de la desigualdad física.

Pero tampoco hay que elucubrar. Veamos que dijo el Tribunal Constitucional en una de las sentencias que dictó sobre este tema:

«(…) no resulta reprochable el entendimiento legislativo referente a que una agresión supone un daño mayor en la víctima cuando el agresor actúa conforme a una pauta cultural —la desigualdad en el ámbito de la pareja— generadora de gravísimos daños a sus víctimas y dota así consciente y objetivamente a su comportamiento de un efecto añadido a los propios del uso de la violencia en otro contexto. Por ello, cabe considerar que esta inserción supone una mayor lesividad para la víctima: de un lado, para su seguridad, con la disminución de las expectativas futuras de indemnidad, con el temor a ser de nuevo agredida; de otro, para su libertad, para la libre conformación de su voluntad, porque la consolidación de la discriminación agresiva del varón hacia la mujer en el ámbito de la pareja añade un efecto intimidatorio a la conducta, que restringe las posibilidades de actuación libre de la víctima; y además para su dignidad, en cuanto negadora de su igual condición de persona y en tanto que hace más perceptible ante la sociedad un menosprecio que la identifica con un grupo menospreciado. No resulta irrazonable entender, en suma, que en la agresión del varón hacia la mujer que es o fue su pareja se ve peculiarmente dañada la libertad de ésta; se ve intensificado su sometimiento a la voluntad del agresor y se ve peculiarmente dañada su dignidad, en cuanto persona agredida al amparo de una arraigada estructura desigualitaria que la considera como inferior, como ser con menores competencias, capacidades y derechos a los que cualquier persona merece (…)»

¿Ven ustedes en lo anterior alguna referencia a la desigualdad física? No, no hay ninguna referencia.

En realidad, la cuestión es más simple. El legislador (con el aval del Tribunal Constitucional) dice que cualquier agresión de un hombre a su pareja (o expareja) femenina es peor porque todas las agresiones de hombres a mujeres en tal circunstancia son resultado de una pauta cultural universal. Si esto se hubiera incluido como agravante (es decir, que hubiera de ser alegado y probado) podría admitirse. Y podría considerarse que una agresión de este tipo fuese castigada más gravemente, en la medida en que incluye una mayor lesividad, un mayor efecto intimidatorio y un atentado superior a la dignidad de la víctima. Pero no se incluyó como agravante: se presumió en todo caso. Tan aberrante es esto, que el propio tribunal tuvo que admitir que ese desvalor no existiría si se probase que la agresión no se inserta en esa pauta cultural.

Es decir, el autor ha de probar que no concurre algo que agrava su conducta.

Justo lo contrario de lo que habíamos dicho siempre que era civilizado: que el Estado probase que concurría algo que agravaba la pena para poder castigar más duramente.

Claro está: esa prueba es más fácil si él es magistrado y ella notario.

 

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