Yo acuso

 

Hace un par de días estuve viendo El oficial y el espía (J’accuse en su idioma original), la película de Polanski que tanto revuelo causó en Francia como consecuencia de las propias declaraciones del director, que deslizó un paralelismo entre la persecución injusta a la que fue sometido Dreyfus y su propia situación, la del cineasta, como convicto por violación, acosado por el movimiento Me Too. 

Les recomiendo vivamente que vean la película, porque, con todas las dificultades para concentrar en un par de horas un asunto con tantas ramificaciones, el director francés ha logrado algo dificilísimo: exponer brillantemente y con claridad y suficiente precisión una parte esencial de uno de los asuntos públicos —mediáticos diríamos hoy— que más trascendencia tuvo en el período anterior a la Segunda Guerra Mundial. El affaire no solo alimentó las narrativas propagandísticas de algunos populismos, sobre todo la clerical y la judeófoba, sino que provocó, sobre un terreno previamente abonado, el crecimiento de la sensación de que el Estado estaba irremediablemente podrido. De que no podías confiar en su protección ni en la honorabilidad de los que habían jurado guardar los principios republicanos y democráticos.

La parte más curiosa del asunto, sin embargo, que trata con mucha extensión y melancolía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, es la referida a la razón de la victoria pírrica del desgraciado Dreyfus. No fue la causa del hombre inocente la que movió a los que, tras más de una década, lograron imponerse en el descuento. Menos aún la del hombre inocente perteneciente a una minoría, asediado por la intolerancia y el sectarismo. De hecho, Dreyfus, un hombre rico, proveniente de una familia alsaciana —y, por tanto, criado en el ambiente de revancha generado por la pérdida de su región de origen tras la guerra francoprusiana— no interesaba a las «izquierdas», con algunas pocas excepciones. Su condena era vista como una rencilla entre los miembros de la élite; algo ajeno a los trabajadores. Algunos de sus defensores sobrevenidos habían pedido la muerte para el traidor, para el rico, para el militar. Y de su causa, torpedeada a veces por la estrategia de su propio hermano, se apropiaron inicialmente los que veían la pestilencia que empezaba a asomar como una manera más de defenderse frente al ruido de sables. Lo paradójico es que, frente a ese uso partidista —no soy equidistante: unos defendían a un hombre inocente, mientras que otros usaban el espantajo del judío reclamando el hombre fuerte que necesitaba Francia y la reinstauración de las leyes viejas— la victoria de Dreyfus se asentó en la conciencia del hombre común y no en el activismo de sus defensores de primera hora. Venció y hoy vemos una película sobre su victoria gracias a los cientos de miles de franceses, de derecha e izquierda, que lentamente se fueron dando cuenta de la montaña de mentiras, falsificaciones y encubrimientos paridos en las más altas instituciones, particularmente entre hombres que no hacían más que pregonar su honor y su palabra por encima de cualquier consideración, y percibieron el peligro de que hoy fuera el judío y mañana uno cualquiera de ellos.

Uno de los aciertos de la película es precisamente centrar la narración no en Dreyfus, sino en el teniente coronel Picquart, alsaciano también, al que se dibuja casi como antisemita y enemigo del acusado. El recurso dramático funciona porque nos muestra al «funcionario», al hombre del último minuto que, situado ante el dilema de tragar con una corrupción que le supera o tirar de la manta, no puede hacer otra cosa que seguir su instinto y pasar de perseguidor a perseguido. Los hechos narrados en la película son ciertos, pese a la inevitable selección de cerezas, pero eso no impide que el personaje actúe como un símbolo de esa masa gris de franceses que no tuvieron estómago suficiente como para tolerar la colección de patrañas fabricadas por sus dirigentes. Por eso es tan potente el cierre de la película, la escena antisentimental entre el ministro situado de nuevo en su zona de confort y el pétreo Dreyfus, víctima de unas creencias que lo llevan a ensalzar agriamente una nada —desde su sufrimiento— tan enorme. No explico más, que no quiero estropearles el momento.

La historia de Dreyfus y de su época sigue de actualidad, como cualquier otra que mezclase de manera tan perturbadora el bien y el mal, la traición, la mentira, el honor impostado, la soberbia, la dignidad, la propaganda maliciosa y el uso y abuso de la turba. Los franceses la cerraron en falso. La agenda mandaba. El judío nunca importó lo suficiente como para descabezar a un ejército —la casi totalidad de los máximos comandantes franceses en la Primera Guerra Mundial habían sido antidreyfusards— y la propaganda antijudía de los fascistas franceses siguió nutriéndose con la basura producido a carretadas durante los procesos. Luego llegaron Vichy y la rafle du Vél’d’Hiv. 

La enseñanza más obvia es que no hay victorias definitivas. El mundo progresa, pero entre avance y avance, cuánto dolor.

 

Anuncio publicitario