Es muy difícil escoger un número favorito en la monumental Pasión según San Mateo de Bach. Es una obra tan repleta de jalones que el mejor consejo es siempre escucharla entera.
Sucede que a veces entro en bucle sin una razón definida y me paso días repitiendo un movimiento, un pedazo de música. Así ando con Können Tränen meiner Wangen, el número 52 de la Pasión. Es un aria para contralto. Pilatos se lava las manos, suelta a Barrabás y empiezan a azotar a Jesús; el alto, tras un recitativo que denuncia el atroz comportamiento, canta:
Können Tränen meiner Wangen
Nichts erlangen,
O, so nehmt mein Herz hinein!
Aber lasst es bei den Fluten,
Wenn die Wunden milde bluten,
Auch die Opferschale sein!
Si las lágrimas de mis mejillas
nada pueden obtener,
¡oh, tomad mi corazón!
Y que para los torrentes
que de sus heridas bondadosos brotan
sea él entonces el cáliz.
He escuchado muchas de las versiones disponibles, una y otra vez. Les traigo algunas. Empiezo con esta que incluye el recitativo previo.
Ya saben de la importancia que tienen, en esta obra, las parejas recitativo-aria como elementos de articulación e impulso de la narración. Este es un buen ejemplo. El recitativo (Erbarm es Gott!) es virulento. Afea a la humanidad, al contemplar al Cristo flagelado, su dureza de corazón, su impasibilidad, su ausencia de piedad. Lo hace a golpes de séptimas que se suceden en dirección dominante, sin establecer claramente ninguna tonalidad, incrementando la tensión hasta el entorno incluso de mi menor, y cuando parece que se avecina una cadencia en fa sostenido menor … … Bach modula enarmónicamente a tiempo para acabar en sol menor, deshaciendo la tensión bruscamente, sobre la súplica implorante «deteneos», requerimiento que parece provocar el cese del golpeteo de las cuerdas, esos latigazos obsesivos en forma de puntillo. Todo queda en suspenso, como exánime. El procedimiento final es tan rápido, tan inestable, que el oído y el corazón del oyente no saben bien donde se encuentran, y por eso funciona tan bien algo que puede sonar extraño, fuera de lugar, si no se escucha primero el recitativo. El aria —permítanme decirlo así— comienza al revés:
Los dos primeros compases son una típica conclusión cadencial. De hecho la conmovedora melodía que se inicia en los violines en el compás tercero finaliza precisamente con esos motivos descendentes, conclusivos:
Ese comienzo es una declaración, un programa. Tras la agonía de Cristo, azotado, y la súplica desatendida, las mismas cuerdas en las que los puntillos funcionaban como latigazos instalados sobre esas séptimas sucesivas, se convierten en un descenso, una interiorización y asunción del dolor, que mediante el procedimiento de fijar nítidamente la tonalidad en que terminaba el recitativo, sol menor, coadyuva al cambio psicológico. El oyente ya no pide que cese la tortura, sino que se ofrece, implorante, como receptáculo, como destinatario del sacrificio.
La eficacia de tan simple procedimiento es mágica. La melodía empieza a volar y asciende hasta ese «la» suplicante del cuarto compás (que funciona asombrosamente bien con un énfasis más o menos marcado; comparen la versión de Herreweghe con la de Richter) …
… que más tarde se invierte y se recoge en el do# grave, que actúa como sensible de la dominante (cumple esa función en la cadencia final en sol menor que reaparece con los motivos de los dos primeros compases).
El aria es maravillosa, repleta de exquisitez e intensidad contenidas. De momentos sublimes. Como el expresivo mordente con el que se inicia «O, so nehmt mein Herz hinein!» (oh, toma entonces mi corazón) o la reintroducción de la melodía en la segunda parte del aria en modo mayor cuando la voz pide transformarse en un cáliz que recoja la sangre de Cristo …
…, produciendo un momento de remanso que permite, al repetirse —y tras una inversión del motivo descendente de los violines, que pasa a ser ascendente—, que la misma figura melódica, de nuevo en modo menor (tras una modulación en la dirección subdominante y situada en una cuarta inferior), provoque una sensación simultánea de distensión y padecimiento que encamina el aria hacia su final:Un final en el que los violines, tras el calderón, por vez primera, doblan la voz, una tercera por debajo, y en el que la tonalidad inicial, sol menor, al ser recuperada, funciona como la dominante que prepara la cadencia en do menor que nos autoriza a descansar a la espera de nuevas pruebas.
He incluido ya dos versiones excelentes. Pero hay muchas más. Por ejemplo:
Sin embargo, mi alto favorita de la Pasión, Christa Ludwig, por decisión de Kemplerer canta esta pieza sublime de forma excesivamente premiosa, dejándola sin vida:
Lo que no modifica mi opinión, claro. Tanto sobre la belleza de este lamento, como sobre la inmarcesible calidad de Ludwig en esta obra, de una perfección y control absolutos, y de una profundidad emocional que creo no ha sido superada.
Lo demuestra aquí:
Pero este ya es otro cantar.