No es no, aunque más tarde digas sí

 

Me pregunta Yaiza Santos por esto:

Prosecutors chose as main accusers two women, both of whom continued to have close – and at times sexual – contact with Weinstein after they were attacked. In the past, prosecutors have almost always balked at such cases where coerced and consensual sex exists side-by-side, considering them too messy to secure guilty verdicts.

The fact that the tactic succeeded with the jury is a sign of the shifting sands of #MeToo. It suggests that prosecutors might have far more leeway in future to take on cases where victims continue to be in the thrall of their attackers after sexual assaults – a scenario which sex crimes experts say is all too common and yet up til now has been almost entirely neglected by the criminal courts.

Como es evidente, cabe la agresión sexual (u otro delito contra la libertad sexual) aunque se produzcan más tarde relaciones consentidas. Ninguna relación consentida ulterior valida una que tenga lugar sin consentimiento. La cuestión se reduce a un problema de prueba, algo que solo importa si el delito se basa esencialmente en la declaración de la víctima. Si hay una prueba objetiva e irrefutable, lo demás sobra.

Es decir, importa sobre todo cuando se considera en qué medida esas relaciones ulteriores consentidas afectan a la credibilidad del testimonio de quien denuncia. Algo sujeto a un casuismo enorme con múltiples componentes: por ejemplo, la cercanía o no de esas relaciones posteriores, el contexto en que se producen, las relaciones jerárquicas entre agresor y víctima, su madurez, razones de índole psicológica, etc.

De hecho, ese párrafo simplemente muestra alguno de los problemas de la institución del jurado. Si los fiscales no acusaban en casos que consideraban dudosos por ese razonamiento, simplemente estaban aplicando su experiencia sobre la respuesta de los jurados norteamericanos. Hay que recordar que en los juicios con jurado en determinados sistemas lo que importa es el veredicto, no la motivación, y por eso los fiscales solo acusan cuando, tras hacer un juicio de oportunidad, creen que pueden ganar. Y para esto el factor decisivo es la sensibilidad de lo que podríamos llamar el hombre medio.

Estos cálculos no funcionan igual con un juez profesional.

Para que se vea de manera más clara, podemos analizar la violación dentro del matrimonio. Es este un buen ejemplo de situación en el que es posible que tras producirse una agresión sexual se mantenga sexo consentido con el agresor. Un anticipatorio voto particular en 1995 se convirtió pronto en una jurisprudencia hoy consolidada. Veamos lo que dice el Tribunal Supremo español desde hace más de veinte años:

«Y con respecto a la admisión del delito de violación en el seno de la pareja debe admitirse, ya que (…) negar la posibilidad conceptual de una violación en el seno de la institución matrimonial supone tanto como afirmar que el matrimonio es la tumba de la libertad sexual de los contrayentes. Y no es así en modo alguno, pese a pretéritas construcciones doctrinales desfasadas y ahora rechazadas categóricamente que negaban esta opción de admitir la violación por entender que en el matrimonio no existían actos deshonestos, ni ataques a la libertad sexual. Nada más lejos de la realidad, por cuanto la libertad sexual de la mujer casada, o en pareja, emerge con la misma libertad que cualquier otra mujer, (…)

(…) Y la doctrina jurisprudencial señala cómo en los delitos contra la libertad sexual es frecuente que no se cuente con otro medio de prueba que la declaración de la supuesta víctima, y que esa declaración es hábil para desvirtuar la presunción de inocencia (…)

Como recordó en su día la STS de 9 de Abril del 1997, núm. 584/97 , el tema del tratamiento penal de la violación entre cónyuges dio lugar inicialmente a una intensa polémica.

En la doctrina se mantenían básicamente tres tesis:

1º) Quienes estimaban que la violación entre cónyuges no integraba el tipo de violación, afirmando que el hecho se debería sancionar como amenazas o coacciones, tesis inspirada por lo establecido en algunos Código extranjeros, que excluían al propio cónyuge como sujeto pasivo en el delito de violación;

2º) Quienes estimaban que aun siendo el hecho típico no sería -por lo general- antijurídico por la concurrencia de la eximente de ejercicio legítimo de un derecho ( art. 20 7º C. P ); y

3º) La doctrina mayoritaria y moderna, que consideraba que el acceso carnal forzado o mediante intimidación entre cónyuges integra el tipo de violación y es antijurídico, por lo que debe ser sancionado como delito de violación, o agresión sexual del art. 178 cuando no existe acceso carnal.

En nuestro Ordenamiento Jurídico las dos primeras tesis antes expuestas, carecen de fundamento. Ni la norma legal excluye al cónyuge como sujeto pasivo al tipificar el delito de violación o agresión sexual, ni existen supuestos «derechos» a la prestación sexual, debiendo primar, ante todo, el respeto a la dignidad y a la libertad de la persona. (…)

Naturalmente, un juez profesional está también menos sujeto a las veleidades de la opinión pública. O debería estarlo. Y aunque la presión en España sobre los jueces está empezando a resultar inadmisible, espero que aún sea soportable.

Por cierto, hace muchos años tuve por cliente a uno de estos violadores, ya octogenario. Violó a su mujer durante décadas y tuvo con ella casi una decena de hijos. Hasta su separación. Lo que más me descolocó de él no fue que a su manera cerril me reconociese que había forzado a su mujer casi desde el día en que se casó con ella, sino que me plantease si veía alguna posibilidad de reconciliación. Había pensado en un plan perfecto: acudir a un programa de televisión que se emitía por aquel entonces, en el que una persona que quería reconstruir una relación rota pedía la ayuda de un presentador muy conocido, y que siempre comenzaba con una llamada a una puerta y un ramo de flores.

Le contesté, intentando que no se notase mucho el asco, que me parecía una estrategia con pocas probabilidades de éxito.

Lo tenía olvidado. Era un tipo obtuso y repugnante.

 

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Coacciones selectivas

 

Me asquean la coacción y la violencia como vehículos para la imposición de las propias ideas. Solo acepto la violencia privada como legítima defensa en términos estrictos (es decir, con la exigencia de ataque inminente a los propios bienes y respuesta proporcional) y cuando se ejerce por el Estado legítimamente para aplicar las leyes democráticas —solo lo son las que se aprueban por asambleas democráticas y sin invadir los derechos y libertades esenciales de los individuos—. Por eso me asquea el escrache; también la protesta que pretende evitar que otros ejerzan sus derechos y libertades: el que revienta una conferencia, impide que alguien vaya a trabajar si quiere o persigue al minoritario, al diferente, al que piensa distinto. Más aún, las campañas de acoso suelen, incluso en el mejor de los casos y cuando se dirigen contra el tipo más execrable, heder a masa, a turba, a consigna, a argumento sin elaborar y a renuncia a la discusión civilizada. A peña con antorchas. Me asquean incluso cuando se dirigen contra los poderosos, imaginen cuando el afectado es cualquiera, ese ciudadano desconocido hasta que le toca convertirse en objeto de alguna campaña de rehabilitación.

Lo patético, sin embargo, es que esto, que debería resultar tan evidente, no se defienda realmente por casi nadie. En cuanto se trata de una causa que gusta mucho, el fan se apunta a las adversativas y a las «contradicciones». Y en esto, que es universal, mucha gente de izquierdas se sale de las tablas, como dicen los padres orgullosos. Están tan convencidos de que lo que proponen siempre es benéfico y de que los reaccionarios (ergo, los que no están a su izquierda) solo buscan el regreso a la caverna, que siempre justificarán los excesos de los suyos. Hay, además, algo idiosincrático en su comportamiento. Los que consideramos que la sociedad, la política y las instituciones deben estar al servicio de los individuos concretos —con miles de peros y matices—, somos menos proclives al uso coactivo de la acción colectiva, salvo en casos reglados. Los que creen que los individuos concretos deben estar al servicio de un individuo ideal que solo puede ir desarrollándose, con mayor o menor violencia, desde la acción de la sociedad, la política y las instituciones, son menos remilgados a la hora de aceptar la coacción colectiva organizada. De hecho, muchos creen que la auténtica libertad se alcanza así, a hostia limpia. Un nazi no cree en la autocrítica; un comunista la encuentra maravillosa. El primero te odia y quiere aniquilarte; el segundo también, pero solo quiere aniquilar tu yo. De hecho, deja de odiarte si te liberas convirtiéndote en una carcasa, un exoesqueleto que repite sus ideas. Esta es, para ellos, la prueba sublime de su razón.

Al final, el diálogo es prácticamente imposible. Mucha gente, la mayoría de hecho, considerará odioso el comportamiento de esos activistas antiaborto. Porque están fuera de las lindes del pensamiento mayoritario. Y esa mayoría aceptaría que el Estado pusiera freno a un abuso así. Sin embargo, esa mayoría desaparecerá en cuanto la causa sea otra y el objeto de la coacción sea un facha.

Por eso solo hay que admitir las formulaciones generales y huir de la tentación de legislar para casos concretos (eso de que lo ilegal sea acosar a mujeres que van a abortar y no acosar a cualquiera). Para evitar este ventajismo constante de los que solo creen en la libertad de manera instrumental, siempre que promueva sus propias causas.

Un ejemplo más de esa doblez:

El PSOE pacta con partidos tan nacionalistas como Bildu o ERC (uno hace homenajes a asesinos que mataron para acelerar la venida de la patria vasca; los otros se saltan la Constitución, organizan un referéndum ilegal, dan un golpe de Estado y se mean en más de la mitad de los ciudadanos de su protorrepública). Pero como es el PSOE el que pacta no hay problema de que con ello se esté rearmando ese nacionalismo virulento y se esté excluyendo a los que se supone que lo combaten (como Cs, el PP y el PSOE de antes de 2020). Eso sí, si se denuncia esa coalición, esa denuncia equivale a rearmar el nacionalismo español (véase que solo el nacionalismo español es malo para el señor Sevilla), realizar una política sectaria y de confrontación y expulsar al PSOE del constitucionalismo.

No digo nada nuevo. Por supuesto, mucha gente con sensibilidad progresista (sí, estoy siendo irónico) encontrará rápidamente unos argumentos finísimos para justificar estas disonancias. De gente que compara el tacticismo de Pedro Sánchez para agarrarse al poder como una lapa con las trolas que contó Lincoln para lograr la abolición de la esclavitud se puede esperar siempre lo mejor.

 

Yo sí te creo, Irene

 

La ministra Irene Montero ha anunciado que, gracias a su iniciativa política, en breve los policías dejarán de preguntar a las mujeres que denuncien una violación, si llevaban o no minifalda o si bailaban de manera provocativa.

Los aguafiestas de costumbre han irrumpido en tropel, afirmando que esto no sucede en España desde hace décadas. Vamos, la crítica de siempre. Se agarran a la literalidad de la frase para afirmar que la ministra miente, como si la realidad histórica no fuese inestable, interpretable, llena de vaivenes y sujeta a retrocesos. De hecho, ahí están los avances de la ultraderecha, que querría retornar a escenarios periclitados para desmentir a los desmentidores. Por eso es urgente amarrar las conquistas, aunque sea a base de repetir lo repetido y de legislar lo legislado. Es imprescindible que los y las policías destierren de sus mentes incluso el más minúsculo impulso de poner en cuestión que una mujer que denuncia esté mintiendo.

La perspectiva de género cumple una función profiláctica. Todo agente institucional que intervenga en cualquier procedimiento reglado ocasionado por una denuncia efectuado por una mujer, ha de creer a la mujer. Ya no basta con actuar como si la creyera. No basta con presumirla víctima; es preciso que sepa que lo es. De hecho, en el extraño supuesto, estadísticamente despreciable, de que la denuncia sea falsa en algún extremo relevante, seguiría siéndolo —víctima— y deberíamos buscar la causa profunda de ese comportamiento, sin excluir alguna forma de violencia sorda, sistémica, o alguna patología mental o de la conducta, frecuentemente asociadas a esas persecuciones supuestamente de baja intensidad, que, tras años de acumulación, se manifiestan en episodios autodestructivos. Porque —esto se olvida— es autodestructiva la denuncia en falso para la mujer que denuncia en falso. Sobre todo para la imagen de su reputación y la del resto de las mujeres. Por ser más preciso, para la imagen creada por la utilización desviada —otra forma de revictimización— de quien, por razones, siempre complejas, da el paso de contar algo en una comisaría que no se ajusta del todo a la verdad. Siempre, además, con el burdo argumento del mal que se causa a los hombres denunciados, como si los hombres no llevasen siglos beneficiándose de su situación de privilegio dentro del sistema; es decir, como si no fuese ese argumento un ejemplo más de privilegio. Los hombres, ya ven, no solo se imponen por la violencia a las mujeres, sino que pretenden que el sistema, ese sistema que se intenta cambiar, añada el privilegio de reclamar empatía y compensación cuando son denunciados en falso. Reclamar empatía y comprensión, como si fuesen mujeres. Se empieza por ahí y cualquier día alguien propondrá el disparate de que se crea a los hombres que denuncian un delito: por ejemplo, una supuesta denuncia falsa.

Como ven, hay que tener las ideas claras. Esa decimonónica y formal idea, tan «liberal», de que los agentes del orden y la justicia actúen como máquinas lógicas, sin alma, considerando que el crimen puede existir, pero atentos a la posibilidad de que todo sea un montaje, para supuestamente desde una posición casi científica proteger los derechos de los ciudadanos, ha de superarse. Y no basta con incluir protocolos y personal profesionalmente adiestrado para facilitar el tránsito a quien denuncia. Los paladines de la democracia formal reclamaban prudencia incluso en esto. En el peligro de convertir a las fuerzas del orden en agentes parciales, sentimentalmente comprometidos y por ello contaminados, al modo del viejo sistema inquisitorial en el que el policía, el fiscal y el juez se debían más al interés del Estado —la persecución del delito vista como instrumento de dominación— que a la protección del ciudadano. Su mojigatería, lo sabemos, pretendía y pretende ocultar el mantenimiento del statu quo; pero, roza lo grotesco, aplicada al genocidio y a la esclavización de las mujeres. Es preciso un giro copernicano. Que el espontáneo sí te creo, pase de máxima de experiencia a regla procedimental obligatoria y se enseñe y aplique sistemáticamente, con toda la fuerza y legitimidad del Estado.

Una apuesta valiente y decidida por un escenario de masiva afirmación de la verdad de las mujeres no supondrá un ápice de deterioro de los derechos de los hombres, aunque no deja de resultar paradójica tanta enervación en quienes llevan milenios beneficiándose de la sistemática denegación de la mitad de la población. No existe ese deterioro porque la sociedad resultante será mucho más justa y más benéfica en conjunto; y porque, con los pequeños desajustes que se ocasionan en todo proceso histórico revolucionario, la pandemia remitirá, amanecerá y veremos que era posible un mundo en el que no solo las mujeres, sino también los hombres crean siempre a las mujeres.

En resumen, me alegra ver a la señora Montero tan dinámica y audaz, con un derroche personal de afecto que, permítanme la hipérbole, casi resulta patológico, pese a lo atareadísima que se la ve. Lo auténticamente raro es que el homenaje espontáneo de sus colaboradores, que la agasajaron por sorpresa con una tarta, no se repita a diario.

Espero que no ceje y que, no solo siga utilizando las redes sociales, sino que intensifique su presencia —casi como en una versión de uno de esos realities en los que podemos contemplar las 24 horas del día a nuestros personajes favoritos—. Esta cruzada contra la opresión nos reclama a todos, pero qué mejor que identificarla en esa miríada de gestos de nuestra ministra que, pese a su cotidianeidad, funcionan como cargas de profundidad contra el heteropatriarcado, hoy sumergido, pero siempre preparado para lanzar sus torpedos contra el futuro que viene. Contra ese lugar perfecto que nos merecemos.