Parece que nuestros amigos chinos, desde finales del siglo XVI, empezaron a utilizar ampliamente un procedimiento del que se pueden encontrar trazas siglos atrás: inocular la viruela humana de enfermos a sanos para defenderse de la enfermedad. Esta práctica se extendió a la India y el imperio otomano, y en este último fue dónde lady Mary Wortley Montagu, la autora de libros de viajes, lo presenció y lo introdujo en Inglaterra, desde donde se extendió a Francia y Alemania. La práctica era, sin embargo, peligrosa, fundamentalmente porque no se aislaba a los infecciosos y terminó provocando más de una epidemia.
Esto cambió cuando el médico Edward Jenner popularizó el uso de la viruela vacuna, menos agresiva, que podía producir el mismo efecto de inmunización. La publicación de sus trabajos, en 1796, es un hito de la quizás primera empresa auténticamente mundial.
Como se comprobó rápidamente que solo con una inmunización obligatoria se acabaría con la enfermedad, la acción del Estado se convirtió en esencial, lo que explica que los primeros esfuerzos masivos tuvieran lugar en países con gobiernos más autoritarios o en territorios coloniales. Solo dos años más tarde, Napoleón ordenó la primera campaña masiva y en 1811 casi dos millones de franceses ya habían sido vacunados. Algo parecido sucedió en el Egipto de Mehmet Alí, en el que médicos franceses enseñaron a los barberos locales la técnica de vacunación. De hecho, la vacunación obligatoria se instauró en Egipto antes que en Reino Unido y aquí fue suprimida en 1909, aunque en la práctica ya no se venía cumpliendo. No es extraño que fuesen Reino Unido y Estados Unidos las patrias de los movimientos antivacunas ya en el propio siglo XIX, a menudo con argumentos de corte libertario (esta «pandemia» de estulticia —en particular en pleno siglo XXI— se mantiene por desgracia).
En esta empresa mundial contra la viruela, por cierto, fue esencial la actuación de España. En 1803, desde La Coruña, zarpó la luego conocida como expedición Balmis, en homenaje al médico personal del rey Carlos IV, que convenció al monarca —que había perdido una hija por culpa de la enfermedad— para enviar un barco con niños huérfanos y sanos, que actuaban como repositorio del «fluido vacuno». Les recomiendo que lean sobre la expedición porque se trata de una historia extraordinaria. De hecho, se cree que fue la expedición española la que introdujo la vacunación en el sur de China (procedente de Filipinas), aunque he leído que también es posible que las primeras vacunas llegasen desde Bombay. Fue Cantón el primer lugar de China en el que médicos de la Compañía de las Indias Orientales comenzaron campañas de vacunación, ya en 1805. Las primeras vagas noticias del procedimiento de Jenner se recibieron en Japón en el temprano 1803, aunque tuvieron que esperar a 1812 para, a través de un manual ruso requisado a un prisionero de guerra, empezar a comprenderlo en profundidad. El aislamiento, sin embargo, retrasó hasta 1849 la llegada de las vacunas, desde Batavia. Los japoneses, sin embargo, pronto se convirtieron en un vector más de esa campaña mundial.
Lo curioso es precisamente la constatación de que el avance dependía de factores muy concretos no siempre relacionados con la calidad de vida o la capacidad económica. Es lo que explica que Jamaica y las otras islas del Caribe que pertenecían a la corona inglesa quedasen libres de la viruela antes que Francia. O que una gran campaña en 1821 acabase con la viruela en Ceilán. Sin embargo, en la India, con su enorme población, por las dificultades de control en el tránsito de personas y por la negligencia de las autoridades coloniales, la viruela continuó siendo una plaga hasta bien avanzado el siglo XX. Y lo mismo sucedió en Indochina. O en Corea y Taiwán, en las que hubo que esperar a principios del siglo XX y a las intensas campañas de vacunación de los invasores japoneses.
En gran medida, las dificultades y asimetrías eran resultado de cierta negligencia, sobre todo en lo relativo a la necesidad de renovar la vacunación y efectuarla masivamente. Un ejemplo muy gráfico se produjo durante la guerra francoprusiana: los soldados alemanes habían recibido una doble vacunación, a diferencia de los franceses. Una epidemia de viruela especialmente grave en Francia, entre 1869 y 1871, afectó especialmente al ejército del país invadido (casi ocho veces más enfermos franceses que alemanes) y esto, junto con factores puramente militares, se convirtió en uno de los elementos que explica la derrota de Napoleón III. Eso sí, el karma se cebó con la población civil alemana, menos protegida: los soldados que regresaron llevaron consigo la viruela y una epidemia que duró tres años mató a casi doscientos mil alemanes.
La lucha contra la viruela se suele vender como un éxito del siglo XX (la OMS no la declaró erradicada hasta 1980); sin embargo, el impulso inicial es decimonónico. La última epidemia en occidente tuvo lugar en Estados Unidos, entre 1901 y 1903. En cuanto al resto del mundo, antes de la Segunda Guerra Mundial la enfermedad ya había declinado en comparación con las enormes cifras del pasado, pero aún morían por su causa dos millones de personas al año cuando la OMS, a propuesta del virólogo y viceministro de salud soviético Viktor Zhdanov, aprobó la resolución WHA11.54, uno de esos momentos estelares de la Humanidad.
El virus fue sitiado y dos décadas más tarde se rindió. Los dos últimos casos de transmisión natural tuvieron lugar en Somalia y Bangladesh, en 1977 y 1975. En su momento era la primera causa de muerte en el mundo. De hecho, mataba a uno de cada siete niños.
Los nacidos en España en la década de los sesenta estamos separados de la mayoría de la población actual por la marca de la vacuna. Yo llevo la mía en la parte superior del brazo izquierdo. Nací en un mundo peor.