Yo acuso

 

Hace un par de días estuve viendo El oficial y el espía (J’accuse en su idioma original), la película de Polanski que tanto revuelo causó en Francia como consecuencia de las propias declaraciones del director, que deslizó un paralelismo entre la persecución injusta a la que fue sometido Dreyfus y su propia situación, la del cineasta, como convicto por violación, acosado por el movimiento Me Too. 

Les recomiendo vivamente que vean la película, porque, con todas las dificultades para concentrar en un par de horas un asunto con tantas ramificaciones, el director francés ha logrado algo dificilísimo: exponer brillantemente y con claridad y suficiente precisión una parte esencial de uno de los asuntos públicos —mediáticos diríamos hoy— que más trascendencia tuvo en el período anterior a la Segunda Guerra Mundial. El affaire no solo alimentó las narrativas propagandísticas de algunos populismos, sobre todo la clerical y la judeófoba, sino que provocó, sobre un terreno previamente abonado, el crecimiento de la sensación de que el Estado estaba irremediablemente podrido. De que no podías confiar en su protección ni en la honorabilidad de los que habían jurado guardar los principios republicanos y democráticos.

La parte más curiosa del asunto, sin embargo, que trata con mucha extensión y melancolía Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, es la referida a la razón de la victoria pírrica del desgraciado Dreyfus. No fue la causa del hombre inocente la que movió a los que, tras más de una década, lograron imponerse en el descuento. Menos aún la del hombre inocente perteneciente a una minoría, asediado por la intolerancia y el sectarismo. De hecho, Dreyfus, un hombre rico, proveniente de una familia alsaciana —y, por tanto, criado en el ambiente de revancha generado por la pérdida de su región de origen tras la guerra francoprusiana— no interesaba a las «izquierdas», con algunas pocas excepciones. Su condena era vista como una rencilla entre los miembros de la élite; algo ajeno a los trabajadores. Algunos de sus defensores sobrevenidos habían pedido la muerte para el traidor, para el rico, para el militar. Y de su causa, torpedeada a veces por la estrategia de su propio hermano, se apropiaron inicialmente los que veían la pestilencia que empezaba a asomar como una manera más de defenderse frente al ruido de sables. Lo paradójico es que, frente a ese uso partidista —no soy equidistante: unos defendían a un hombre inocente, mientras que otros usaban el espantajo del judío reclamando el hombre fuerte que necesitaba Francia y la reinstauración de las leyes viejas— la victoria de Dreyfus se asentó en la conciencia del hombre común y no en el activismo de sus defensores de primera hora. Venció y hoy vemos una película sobre su victoria gracias a los cientos de miles de franceses, de derecha e izquierda, que lentamente se fueron dando cuenta de la montaña de mentiras, falsificaciones y encubrimientos paridos en las más altas instituciones, particularmente entre hombres que no hacían más que pregonar su honor y su palabra por encima de cualquier consideración, y percibieron el peligro de que hoy fuera el judío y mañana uno cualquiera de ellos.

Uno de los aciertos de la película es precisamente centrar la narración no en Dreyfus, sino en el teniente coronel Picquart, alsaciano también, al que se dibuja casi como antisemita y enemigo del acusado. El recurso dramático funciona porque nos muestra al «funcionario», al hombre del último minuto que, situado ante el dilema de tragar con una corrupción que le supera o tirar de la manta, no puede hacer otra cosa que seguir su instinto y pasar de perseguidor a perseguido. Los hechos narrados en la película son ciertos, pese a la inevitable selección de cerezas, pero eso no impide que el personaje actúe como un símbolo de esa masa gris de franceses que no tuvieron estómago suficiente como para tolerar la colección de patrañas fabricadas por sus dirigentes. Por eso es tan potente el cierre de la película, la escena antisentimental entre el ministro situado de nuevo en su zona de confort y el pétreo Dreyfus, víctima de unas creencias que lo llevan a ensalzar agriamente una nada —desde su sufrimiento— tan enorme. No explico más, que no quiero estropearles el momento.

La historia de Dreyfus y de su época sigue de actualidad, como cualquier otra que mezclase de manera tan perturbadora el bien y el mal, la traición, la mentira, el honor impostado, la soberbia, la dignidad, la propaganda maliciosa y el uso y abuso de la turba. Los franceses la cerraron en falso. La agenda mandaba. El judío nunca importó lo suficiente como para descabezar a un ejército —la casi totalidad de los máximos comandantes franceses en la Primera Guerra Mundial habían sido antidreyfusards— y la propaganda antijudía de los fascistas franceses siguió nutriéndose con la basura producido a carretadas durante los procesos. Luego llegaron Vichy y la rafle du Vél’d’Hiv. 

La enseñanza más obvia es que no hay victorias definitivas. El mundo progresa, pero entre avance y avance, cuánto dolor.

 

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El hombre que nos mira

 

No sé muy bien cómo escribir esta entrada. Cuando era niño, una de mis películas favoritas (y quizás, si lo pienso, debiera quitar el plural) era Caballero sin espada y, sin embargo, Stewart no me gustaba. No me gustaba del todo. Sí, era totalmente convincente, pero eso sucedía al final, cuando iba olvidando los momentos extraños en los que tartamudea y mira entontecido, como si viese a la Virgen María; esos momentos empalagosos que, algo después, atribuí al doblaje, ignorando que hablaba igual en inglés. Porque al final se le rompe la voz y se rompen los corazones, y eso era lo importante. Escuchaba que su apariencia de fragilidad —ese mandil del Hombre que mató a Liberty Valance— explicaba el efecto posterior. La idea del ciudadano que no sabe usar sus puños, al que se le atasca la pistola en la cartuchera cuando intenta desenfundar, pero no sé si llegué a creerlo, porque luego lo veías en Winchester 73, o en Dos cabalgan juntos. Puede que no me explique: ¿es la misma persona la que quiere, con un jersey espantoso, atrapar la luna con un lazo, y el hombre que abraza a su hijo, desesperadamente, en Qué bello es vivir?

Así que tuve que pensar que algo raro pasaba. Algo poco natural. Hitchkock lo debió ver también cuando le convierte en mirón y necrófilo. Quizás fuese ése el auténtico Stewart, el enajenado que mira así (1’25»):

Pero al final he decidido que no. Que, pese a todas sus dotes, sin la música wagneriana, con el acorde cuando reaparece la muerta, sin la puesta en escena, sin la iluminación y el decorado, sin el contrato y la profesión, Stewart no besaría a un cadáver.

Se cuenta que en el Palace de Madrid no se admitía a actores y a otros sujetos de vida inmoral. James Stewart vino a España, allá por los años cincuenta, y quiso alojarse en el hotel. Al parecer lo rechazaron. Indignado, se marchó, se puso su uniforme de general del ejército estadounidense y volvió. No sé si la anécdota es cierta. Pero me sirve, porque la novia lo coge del brazo y le obliga, nerviosa y afectuosamente, a levantarse. James Stewart mira alrededor, nos mira a todos con reproche y luego se mira a sí mismo, avergonzado, y baja la cabeza, allá a la izquierda, mientras la inefable cámara de Borzage se desliza.

Y el que mira sí es James Stewart.

¡No ha llegado la hora de morir, sino la de matar!

 

Vi Blade Runner de estreno. Era un viernes, por la tarde. Mi hermano pequeño me había pedido que le acompañara al cine. La decisión de ir vino primero. Qué película era lo de menos. A él le gustaban (y le gustan), las películas de ciencia ficción, y además actuaba Harrison Ford, el tipo de La Guerra de las Galaxias, así que insistió en verla. Y le dije que sí. Yo tenía diecisiete o dieciocho años, y él cuatro menos.

Recuerdo muy bien el día. Fuimos a un cine que estaba en la calle de la Princesa, cerca de la plaza de España. Un cine algo cutre. Se estrenaba ese día, pero no había cola. No había sonado mucho, la verdad, y el cine estaba medio vacío.

Fue extraño. Una de esos días afortunados, en los que buscas todo lo más divertirte y se te presenta una oportunidad inesperada. Salí del cine, ya de noche, preguntándome cómo era posible que hubiese generado tan poco ruido. Me pareció extraordinaria, profunda, llena de belleza y patetismo. Mi hermano, viendo mi expresión, me repetía algo como «a que he acertado eligiendo esta película». Hoy sigue venerando Blade Runner. Fue él quien, años más tarde, me regaló la novela de Philip K. Dick en la que se inspira y que en la edición se titulaba como la película (con un fotograma en la portada) y no ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que es su título original.

Pocos días después se lo conté a mi mejor amigo. Le hablé de mi hallazgo. Ya entonces era un apasionado de todo lo relacionado con el cine. Hoy sus conocimientos en la materia son enciclopédicos y tiene una colección de versiones de Blade Runner que incluyen la original, la del director, la extendida, la que tiene las escenas suprimidas, la especial para coleccionistas … Fue uno de los que encargaron no sé qué versión de lujo que se agotó por internet y no llegó a las tiendas.

En fin, reconozco que me molestó descubrir que (no sé si lenta o rápidamente) «mi hallazgo» se convertía en película de culto y todo el mundo hablaba y «reflexionaba» sobre ella, ¡como si la hubiesen visto de estreno en un cine semivacío!

Aunque, la verdad es que, cada vez que la veía de nuevo (incluso con los retoques, la desaparición de la horripilante escena final, de la voz en off, el sueño del unicornio) me parecía menos extraordinaria, más tramposilla. Quizás por eso hacía mucho tiempo que no la frecuentaba. Pero hace poco decidí volver a verla, con mis hijas.

Quizás no debía haberlo hecho. Sí, todavía están ahí algunos momentos brillantes (Nothing the god of biomechanics wouldn’t let you in heaven for), pero se perderán como lágrimas en la lluvia.

Recargada y falsamente profunda, llena de trucos para guiar al espectador, por momentos resulta incluso risible. Especialmente en la escena final, en la que Roy pretende rememorar a un lobo persiguiendo a su presa. Harrison Ford demuestra su capacidad para poner cara de imbécil permanentemente y solo está brillante en la famosa escena de la muerte del replicante. La obsesión del director por crear personajes únicos termina convirtiendo la película en una galería de monstruos que, además, reflejan los clichés del cine de detectives, pero sin profundidad. El jefe torpe y racista, el compañero lacónico y cínico, el millonario interesante y decadente, el científico infantil, la chica fría por fuera y ardiente por dentro, y el antihéroe, romántico y atormentado. Y los replicantes resultarían planos, si no fuera por algún detalle desperdigado (la gran interpretación de Brion James, por ejemplo) y, sobre todo, por la escena de Roy con su creador, la escena capital de toda la película.

Incluso el alabadísimo «ambiente» de la película rezuma polvo. Es patente el esfuerzo del director por mojar todo y llenarlo todo de humo, tanto que esperas que de repente aparezca Michael Jackson tocándose el paquete.

En fin, quizás me hago viejo.

 

El puente de los espías

 

El puente de los espías nos demuestra, como ya hizo Lincoln de forma aún más brillante, que Spielberg está alcanzando el mejor momento de su carrera profesional. Sus temas y sus obsesiones siguen ahí, pero ha ido puliendo los defectos de su cine, en particular una cierta afición por el énfasis, de forma que cada vez es más sutil y más auténtico. El héroe de Spielberg es, a menudo, un hombre aparentemente común, con una cara común. Alguien con la cara de Tom Hanks, el maestro que desembarca en Normandía, o con la cara de Tom Hanks, el hombre al que golpean y se levanta una y otra vez, hasta ser el único que queda en pie en un puente nevado en Berlín, cuando las luces se apagan.

Antes, Spielberg remarcaba en exceso. Su dramatismo caía en la retórica. Ya casi no queda nada de ese defecto juvenil, trasunto del veloz falso montaje de la falsa historia que tanta fama le dio cuando casi era un estudiante. Un director peor (por ejemplo el mismo Spielberg de hace un par de décadas) habría sacado un jugo innecesario al conflicto familiar, a la sorna con la que todos contestan al letrado que va objetando cosas, a la violencia en el robo del abrigo. Un gran director, como el Spielberg actual, nos introduce al personaje con una conversación banal y nada brillante sobre seguros; nos enseña al tozudo que insiste en sus argumentos, pero sin alharacas; nos muestra, de soslayo, a la esposa, que no grita mientras abraza a sus hijos amenazados y que mira con una contención extraordinaria el cuerpo tumbado sobre la cama; y perpetra una elegancia inusitada en la indicación al extranjero. Aún pueden quedar algunos detalles extraños o retóricos, como el cuchitril en el que se aloja al negociante, ciertos aspectos difíciles de creer en las negociaciones, el exceso de miradas desaprobadoras en el metro neoyorquino, o la repetición del hallazgo («No le veo preocupado», «¿serviría de algo?»), pero son escasos y poco relevantes. O quizás pasó así, y es mérito el que nos hagamos esta pregunta.

Hay más. El guion —de los Coen— es de gran nivel y magnífico en algunos momentos. Por ejemplo, en cómo se introduce al joven estudiante capturado en Berlín oriental, del que se dan apenas tres o cuatro detalles, pero que lo dibujan de forma extremadamente veraz: esa tesis que tanto trabajo ha costado y que lleva encima y, sobre todo, ella, la hermosa hija del profesor, que aparece y desparece del film. Es ella un personaje potente al que el destino cinematográfico parece augurar un papel mayor, pero que se esfuma tras mostrar una fotografía a una espalda sin nombre. Curiosamente, esto se convierte en un gran acierto. Ella no está más. No es una película. Es la vida real, fotografiada como si fuera la vida real que vivimos cuando vivimos una de esas improbables historias de cine negro o de espías. La improbable vida real de las naranjas que ruedan mientras el padrino es balaceado en un callejón.

La interpretación de Hanks es magnífica, como en tantas ocasiones, pero mejora mucho en la segunda parte de la película. Hay una explicación: es la parte en la que menos vemos a Mark Rylance, el actor que da vida al espía soviético Rudolf Abel. Brilla tanto este secundario en su magistral interpretación, que apaga a todos los que le rodean.

Todo es excelente en esta película: su ritmo, sus diálogos, sus interpretaciones, la recreación de un Berlín terriblemente verosímil, en los días en los que el muro se estaba construyendo. Spielberg consigue algo muy difícil: mantener durante toda la película un cierto tono, un ambiente concreto, brillante, pero a la vez grisáceo. En este sentido, resulta especialmente acertado el tratamiento que se da a la obsesión por representar frente al mundo un falso despliegue de un sistema judicial justo que nadie quiere realmente aplicar al enemigo, pese a que este se comporte como un «hombre de honor». Esta es la convincente base de la exposición ante el Tribunal Supremo, tan comedida y fordiana.

No sigo más. La recomiendo efusivamente. Solo, antes de terminar, quiero destacar dos soluciones que me parecen sencillamente magistrales.

La primera tiene que ver con uno de los momentos culminantes y, por eso, previsiblemente más peligroso para un director como Spielberg: el del intercambio. Hay una cierta intriga, ya que se tienen que producir una entrega en dos lugares diferentes y una de ellas se retrasa, y la que se retrasa solo le interesa al protagonista, no al gobierno estadounidense. Spielberg logra que esa situación, tan dramáticamente apetecible, transcurra con naturalidad, y que el pago que el espía le hace su abogado, retrasar su vuelta a casa, se convierta en algo casi íntimo. La culminación de esa secuencia es maravillosa. El guion permite que Hanks se quede solo en el puente, dando una excusa veraz: Abel le predice las alternativas tras su entrega y el letrado, con una curiosidad que solo tiene él —y todos los que vemos la película—, quiere comprobar cual de ellas tiene lugar. Gracias a esta «excusa» podemos ver al protagonista solo, en medio del puente, con las luces apagadas. De pie.

La segunda pasará a la historia del cine. Hanks regresa a casa y el director repite una escena. El abogado viaja en el metro elevado. En los periódicos, los viajeros veían, en la primera escena, la fotografía del defensor del traidor, y le miran con odio; ahora ven la fotografía del hombre que ha facilitado la vuelta a casa del piloto derribado. Una mujer dirige su mirada a Hanks con aprobación, y este se hincha, orgulloso. Gira la cabeza y en la ventana, ve como unos jóvenes pandilleros saltan una valla metálica. Entonces tuerce el gesto, como si hubiese recibido un puñetazo.

 

The West Wing

 

Este verano-otoño he vuelto a ver completa The West Wing (El ala oeste de la Casa Blanca). Les propuse a mis hijas ver juntos la serie y aceptaron.

Toda serie, al principio, exige un cierto compromiso. Los autores tienen que mostrar personajes, empezar a urdir tramas y conseguir que el espectador alcance ese momento en el que cree que puede adivinar reacciones. En The West Wing, a esto se añadía la dificultad intrínseca del hilo central de la serie: el proceso político estadounidense. Ese reto se resuelve sobresalientemente, pese a la simplificación inevitable. Los guionistas y directores de los capítulos casi siempre consiguen introducir los diferentes temas y posiciones sobre temas de forma natural y, en sus siete temporadas y más de ciento cincuenta capítulos, termina apareciendo casi todo. Al menos, casi todo lo más importante.

La serie es, por esta razón, tremendamente educativa. Los primeros capítulos se hicieron eternos. Constantemente parábamos porque las dudas eran continuas. Sin embargo, según iba transcurriendo, cada vez eran más capaces de verlos casi de tirón, sin necesitar información o explicaciones añadidas. Y ya no preguntaban tanto por la organización del gobierno norteamericano o de su parlamento o de su proceso electoral. Ahora las preguntas se referían a las propias discusiones políticas.

Ha merecido la pena verla de nuevo. Sigue con sus carencias: sus personajes son demasiado inteligentes, demasiado capaces, demasiado chisporroteantes, siempre con la respuesta perfecta en la punta de la lengua; es partidista en el peor sentido de la palabra (esto es una broma), al huir (más según más avanza la serie) del estereotipo más tonto del republicano introduciendo otro estereotipo más sutil, uno que permite más estruendosos éxitos a los concernidos demócratas; es, quizás (y pese a los límites intrínsecos de ser una serie de televisión), excesivamente positiva: hasta el mal es producto de las buenas intenciones. Estas carencias siempre me han impedido considerarla —como hacen muchos— la mejor serie de televisión de la historia.

Sin embargo, sigue siendo fastuosa, con interpretaciones extraordinarias, muy bien escrita y con un pulso y una identidad indiscutibles. Y además mejora. Sus últimas temporadas, las que se rodaron cuando Sorkin dejó la serie son, en mi opinión, las mejores, las menos hipócritas, las más completas, las más interesantes. Quizás las menos televisivas.

Estos últimos años se han puesto de moda series más «oscuras». Se supone que son adultas, complejas, inteligentes. Esto es bullshit. Mucha gente es adicta a un cierto malditismo, a una idea del mundo tan naíf como la que aparece en los dibujos de Heidi. El mundo, en realidad, suele ser bastante prosaico, las conspiraciones no abundan tanto como se cree, porque hay que ser listo para diseñar una y la vida suele ser gris, con algún chispazo de vez en cuando. El bien y el mal, lo moral y lo inmoral, son envoltorios para productos y, por tanto, pueden ser interesantes o planos, inteligentes o estúpidos, complejos o más simples que un cubo, según sea la capacidad de quien lo fabrica. Por eso Qué bello es vivir es una maravilla y Seven es un truño. O Air Force One es un truño mientras Infiltrados es un prodigio.

Y por eso The West Wing sigue siendo excelente.

Un potlatch de premios

He escuchado que ha habido protestas porque prácticamente todos los actores nominados en los Óscar de este año son blancos. Aunque supongo que podríamos investigar acerca de otro tipo de discriminaciones (por ejemplo, la de edad: seguro que hay muy pocos actores y actrices con óscar que sean mayores de 85 años), lo primero que he pensado es que esto se resuelve creando un óscar para actores y otro para actrices de minorías raciales, en los que esté prohibido que se dé premio a blancos caucásicos. Naturalmente, esto alargaría más la ceremonia, pero todo el mundo estaría feliz: ¡habría más premios para repartir!

Y si se me reprocha que esto es casi racista, respondo que hace casi cien años que se dan premios diferentes para hombres y mujeres y no parece que haya un movimiento para que exista una única categoría de actor, por un lado, y de actor de reparto, por otro, en el que ellos y ellas compitan en buena lid. Como es evidente, si lo que yo propongo es racista, lo es en la misma medida en que esa división entre hombres y mujeres es, no sé, machista, o hembrista, o algo así.

Aunque, por otro lado, sería divertido ver como Meryl Streep le levanta el premio a Daniel Day-Lewis gracias a que el acento moldavo de aquella está más conseguido que la torturada mirada del inuit en coma de este.

Deserve’s got nothin’ to do with it

UF

Cuando cerré Rumbo a los mares del sur lo hice con una entrada perpetua, encabezada con una imagen. Esa imagen es el fotograma final de la extraordinaria película de Clint Eastwood, Unforgiven. La grandeza de esa película es resultado de una acumulación de continuos aciertos —un guión perfecto, la ausencia casi total de énfasis, actuaciones magníficas, una fotografía fabulosa—. No entraré en comparaciones, porque no quiero hablar mal —ni siquiera un poco— de esta gran película, aunque ya es mérito que me haya pasado por la cabeza decir qué le falta para ser The Searchers, e incluso plantearme si algo así era simplemente posible, considerando que a William Munny no se le ve contra un fondo luminoso, sin querer entrar en la casa, sino encorvado en su caballo, bajo una tormenta, después de avisar a ese montón de hijos de perra que nunca más se les ocurra maltratar a una puta. Es igual. Lo que quería es decirles que en esa obra maestra, repleta de aciertos —Innocent? Innocent of what?—, se masculla una frase que inmortaliza a su guionista, David Webb, y al hombre que la filmó como lo hizo. Dice William Munny:

It’s a hell of a thing, killin’ a man. Take away all he’s got, and all he’s ever gonna have.

 

Inadaptados (de Fernando Couto)


(Esta extraordinaria sátira la realiza mi amigo Fernando en su página sobre cine dentro del Diario de Alcalá. La copio porque, por alguna ignota razón, el link a la página concreta no funciona)


Gracias especiales y un abrazo para «El tipo de la barra»

[El texto de hoy fue escrito en junio de este año a raíz de la sugerencia de un amigo para un ezine que por circunstancias malhadadas no parece que se vaya a publicar. No encaja en el marco, apropiado para un medio de información, de los episodios de esta página porque habla de películas que no existen. Pero sirve para hacer una despedida del año un poco diferente (peligro: es de tamaño XXL). Hasta el 13 de enero, probablemente. Disfruten de unas felices vacaciones, Navidad, Janucá, Yule, inicio de año bisiesto, gordo de lotería divisado, verano austral, colas en un centro comercial o lo que sea que celebren.]

Diez grandes películas de ayer, hoy y mañana, que nunca existieron, basadas en obras literarias. No las busquen en IMDb.

1 Hadji Murat de Leo Tolstoi.
Ficha: Año: 1929. Director: Sergei M. Einsenstein. Guion: Nunnally Johnson. Protagonistas: Douglas Fairbanks (Hadji Murat), Donald Crisp (Shamil), Lionel Barrymore (Vorontsov). Duración: 71 minutos.
Sinopsis: Chechenia, 1850. Para vengarse de Shamil, líder de los separatistas, el guerrillero musulmán Hadji Murat se une a los invasores rusos.
Crítica: «Producida por la UA durante el largo viaje de Einsenstein a Estados Unidos y México, no llegó a estrenarse por divergencias entre Fairbanks, que quería un final feliz, y Einsenstein, que al regresar a la URSS se llevó la única copia completa existente. Stalin, gran aficionado al cine, la prohibió por considerarla contrarrevolucionaria, pero la guardó en su poder. Esta joya muda se creía perdida, pero apareció en un sótano de la infame Lubyanka en 1992 y ahora se pone a la venta en DVD y Blu-ray completamente restaurada.» (La gaceta del cinéfilo moscovita)

2 Narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe.
Ficha: Año: 1949. Director: John Huston. Guion: John Huston. Protagonistas: Montgomery Clift (Pym), John Wayne (Dirk Peters), Tim Holt (Augustus Barnard). Duración: 102 minutos.
Sinopsis: El joven Pym embarca como polizón en el ballenero Grampus, gracias a su amistad con Augustus, hijo del capitán. La simpatía del marinero Peters les salvará la vida tras un sangriento motín.
Crítica: «Clift y Wayne, unidos de nuevo tras su éxito el año anterior en Río Rojo, emprenden otro viaje inolvidable dirigidos por el mejor adaptador de literatura de la historia del cine (Dublineses, El hombre que pudo reinar, El halcón maltés, Fat City). Una de las mejores interpretaciones de Wayne: un marino ambivalente, como en Piratas del mar Caribe/El desafío del mar de Cecil B. de Mille.» (Nantucket Review of Films).

3 Que se mueran los feos de Boris Vian.
Ficha: Año: 1962. Director: Jean-Luc Godard. Guion: Boris Vian y Preston Sturges. Protagonistas: Alain Delon (Rock Bailey), Anton Walbrook (el doctor Schutz). Duración: 90 minutos.
Sinopsis: Rock Bailey quiere mantener su castidad a pesar de ser acosado por todas las mujeres que conoce. Una noche en Los Angeles es drogado y secuestrado por un científico loco que pretende utilizarle en una serie de experimentos genéticos.
Crítica: «La semilla de esta película nació en 1955 de un encuentro nocturno en París de Preston Sturges y Boris Vian, que trabajaron juntos de forma discontinua en un posible guion. La muerte de ambos en el verano de 1959 pareció poner un trágico fin a esta aventura, que se convierte en una leyenda maldita, pero tras estrenar Al final de la escapada Godard se hace con los derechos de producción y, gracias a financiación conseguida por Serge Silberman, rueda en apenas tres semanas, en un L. A. de retroproyección, una versión tan enloquecida como inolvidable.» (30.000 maniáticos)

4 Gran sertón: veredas de Joao Guimãraes Rosa
Ficha: Año: 1968. Director: David Lean. Guion: Dalton Trumbo y Michael Wilson. Protagonistas: Albert Finney (Riobaldo), Jean Seberg (Diadorín), Terence Stamp (Hermógenes), Alec Guiness (Ze Bebelo). Duración: 145 minutos.
Sinopsis: Al final de su vida, el hacendado Riobaldo cuenta sus correrías juveniles como jagunzo (entre mercenario y bandolero) en Mina Gerais hasta que, convertido en el líder de una partida, se enfrenta a vida o muerte a Hermógenes, su demoniaco rival.
Crítica: «El tema, de ecos melvillianos, las carismáticas interpretaciones y la espectacularidad de paisaje y combates compensan la pérdida de la inolvidable voz del narrador y de la fuerza del lenguaje, de resonancias faulknerianas. Es deseable que gracias a la adaptación del maestro Lean algunos espectadores se acerquen a esta obra maestra publicada en 1956″ (Oxbridge Mail)

5 Neuromante de William Gibson
Ficha: Año: 1988. Directora: Kathryn Bigelow. Guion: Kathryn Bigelow y William Gibson. Protagonistas: Emilio Estevez (Case), Rae Dawn Chong (Molly), Lance Henrikksen (Armitage), J. T. Walsh (El finlandés). Duración: 117 minutos.
Sinopsis: Cuando está en lo más bajo de su descenso a los infiernos, el pirata informático Case es contratado para asaltar varios sistemas de datos.
Crítica: «Al no concretarse el proyecto de John Carpenter y Kurt Russell, Bigelow se hizo cargo de la realización y ayudó a reescribir el guion. Entretenida y contada con brío, capta muy bien la atmósfera que Gibson establece a la perfección en la primera frase del libro: ‘El cielo sobre el puerto tenía el color de una pantalla de televisión sintonizada en un canal muerto.‘ Como hace ya un cuarto de siglo de su estreno, hay gran expectación hacia el remake previsto para el año que viene, dirigido por Juan Carlos Fresnadillo y protagonizado por Sam Riley.» (Science Fiction-Double Feature)

6 Las puertas de Anubis de Tim Powers.
Ficha: Año: 1996. Director: Terry Gilliam. Guion: Terry Gilliam y Tom Stoppard. Protagonistas: Johnny Depp (Brendan Doyle/William Ashbless), Charles Dance (J. Cochran Darrow), Ben Kingsley (Doctor Romany), Rachel Griffiths (Jacky), Alfred Molina (Horrabin). Duración: 136 minutos.
Sinopsis: Un millonario descubre un medio para el viaje temporal y organiza la visita de un grupo al Londres de 1810. Contrata al profesor Doyle, especialista en literatura de la época, para que ilustre a los viajeros sobre Coleridge. Pero una vez allí (¿o una vez entonces?) algo sale mal.
Crítica: «El estilo visual minucioso, sobrecargado y surrealista de Gilliam convierte su Las puertas de Anubis en una pesadilla colorida y deslumbrante. Imaginen que Dickens hubiese sido adicto a los psicotrópicos y su camello fuera el mago Merlín. La dirección artística de Dante Ferreti (Y la nave va, Las aventuras del barón Munchausen, Casino) luce en todo su esplendor .» (The Old Curiosity Digital Shopper)

7 Tala de Thomas Bernhard.
Ficha: Año: 2000. Director: Roman Polanski. Guion: Roman Polanski y Gérard Brach. Protagonistas: Daniel Auteuil (T.), Emmanuelle Seigner (Joana), Bruno Ganz (el actor del Burgtheater). Duración: 101 minutos.
Sinopsis: T. se ve obligado a asistir a la cena de homenaje a un actor en casa de unos conocidos a los que llevaba veinte años sin ver. Incómodo, repasa sus relaciones con presentes y ausentes.
Crítica: «Es de agradecer el inmenso atrevimiento de Polanski y Brach para adaptar a Bernhard, en la que es una de sus obras más abordables, a pesar de las apariencias. Insuperable como crítica divertida y mordaz de la hipocresía y la pretenciosidad como motores de las relaciones sociales. La banda sonora compuesta por Carter Burwell logra transmigrar el ritmo y la musicalidad de la prosa de Bernhard.» (Pixel und Dixie)

8 El caballero y la muerte de Leonardo Sciascia
Ficha: Año: 2009. Director: Martin Scorsese. Guion: Roberto Saviano y Dennis Lehane. Protagonistas: Gabriel Byrne (el Vicecomisario), Delroy Lindo (el Comisario), Aurispa (David Strathairn), Greta Sccachi (la señora De Matis). Duración: 113 minutos.
Sinopsis: El Vicecomisario de policía, aquejado de un cáncer terminal, investiga el asesinato del abogado Sandoz, en lo que parece el ataque de un nuevo y extraño grupo terrorista.
Crítica: «La lucidez de Sciascia cada día se demuestra más premonitoria. Scorsese hace la película más despojada y dolorosa de su carrera sobre el poder y la corrupción, valga la redundancia. El controvertido traslado de la acción de la novela a Nueva Orleans funciona y prueba lo universal de la escritura de Sciascia.» (The New Knickerbocker)

9 Ancho Mar de los Sargazos de Jean Rhys.
Ficha: Año: 2012. Director: Abbas Kiarostami. Guion: Abbas Kiarostami y Frank Cottrell Boyce. Protagonistas: Audrey Tatou (Antoinette Cosway), Jude Law (Edward Rochester). Duración: 88 minutos.
Sinopsis: A mediados del siglo XIX una joven criolla de una familia arruinada de Jamaica se casa con un aristócrata inglés. Su estabilidad mental y su relación matrimonial se irán deteriorando en paralelo.
Crítica: «El galardonado director iraní da a la biografía de la juventud de la señora Rochester, personaje de Jane Eyre de Charlotte Brontë, el tono exacto, entre onírico y decadente, que define los sentimientos de distanciamiento y de enajenación. (…) Como el camino más seguro para que un actor o actriz gane el Oscar ® es alterar su peso (en este caso por adelgazamiento) y enloquecer en pantalla, Tatou tiene verdaderas posibilidades de alcanzarlo.» (Le poulet enchanté)

10 Esperando a Godot de S. Beckett.
Ficha: Año: 2015. Director: Quentin Tarantino. Guion: Quentin Tarantino. Protagonistas: Cheech Marin (Vladimir), Tommy Chong (Estragón), Uma Thurman (Lucky), Jeremy Irons (Pozzo), Takeshi Kitano (Godot-san). Duración: 170 minutos.
Sinopsis: Un día lluvioso dos vagabundos, Vladimir y Estragón, charlan sin fin mientras esperan junto al torii de un templo demolido la improbable llegada de Godot. Pero los que aparecen son el cruel Pozzo y su criado Lucky. Cuando aquél empieza a humillar a éste, desciende del cielo el todopoderoso Godot-san ataviado con refulgente armadura samurái autopropulsada y con su electrokatana de monofilamento corta la cabeza a Pozzo. Al lanzarla al aire la escena se convierte en una animación en la que dos equipos de niños japoneses con cabezas y ojos enormes juegan al fútbol con ella durante 90 minutos sin que la cabeza toque el suelo en ningún momento. Entonces Godot-san da fin al partido con un soliloquio sobre los valores nutritivos de la soja y después todos vuelven a escena y cantan y bailan una versión de 12 minutos de Always Look at the Bright Side of Life.
Críticas: «Tarantino rescata otra vez a estrellas entrañables y olvidadas de los años setenta (Cheech & Chong) y demuestra su inconmensurable talento para homenajear películas antiguas (Rashomon) y para los diálogos intrascendentes y absurdos.» (Hurly-burly Post). «La obra de un genio.» (Topical Twitters)

Valor de ley




Esta entrada es una ocasión estupenda para enlazar expresamente una entrada del blog de Fernando Couto, Desenfocado.

He tardado en hacerlo, porque quería hacerlo el día en que pudiera discrepar de una de sus críticas. Yo no haré, como él, ningún recorrido por la historia del western. Ni siquiera para discutir sobre la supuesta maestría de Raíces Profundas. Antes, sin embargo, es importante dejar constancia de lo siguiente: la banda sonora es excelente …



… y Jeff Bridges hace una interpretación magnífica. Tampoco es una novedad. ¿Alguna vez está mal Jeff Bridges? Les pondré un ejemplo. Vean a Jeff Bridges en la lamentable Starman de Carpenter.



Ahora imaginen en el mismo papel a, no sé, Dustin Hoffman, y entenderán lo que digo.

También es cierto que Hailee Steinfeld mejora a la actriz de la peli de Hathaway, pero joder, ¡eso era inevitable!

Hablemos de la película. Los hermanos Coen son, en mi animalario particular, el negativo de Tim Burton. Cuando Burton estrena una película siempre pienso: «no, otro bodrio de Tim Burton». Luego veo, por casualidad, la formidable Ed Wood, la estupenda Sleepy Hollow, o la maravillosa Big Fish, y termino imaginándome que existe un Hugo del «Bart» Burton, que hace sus películas buenas.

Con los Coen es al revés. Voy al cine esperando ver una gran película, no sé, como Barton Fink, O Brother, o Fargo, y te encuentras con sus últimas películas.

Vamos, te encuentras con esta Valor de ley. Los Coen tienen tres maneras de rodar: la dura, que cuando sale bien nos regala Fargo, y cuando mal, nos azota con No es país para viejos. La infantil y cachonda, capaz de producir la escena de la sirenas de O Brother, …



… o hacernos bostezar con Tim Robbins haciendo el majadero en El Gran Salto. Y la enfática. La enfática está siempre en el filo. Cuando vimos (vean el uso del plural mayestático) Muerte entre las flores, hace veinte años, pensamos que estaba bien, pero es que éramos jóvenes y el producto nos pareció nuevo. Y, joder, molaba lo de la canción irlandesa mientras suenan las ametralladoras (además siempre es mejor eso -suena la música porque hay un gramófono- que la patética escena supuestamente similar de la sobrevalorada Camino a Perdición). Ahora, veintiún años después, ver la nieve caer sobre el cadáver del padre, tal y como el viento movía las ramas que mira Tom Reagan, resulta enfático, enfático, enfático.

El problema del western crepuscular es que los que lo practican llevan cuarenta años empeñados en que nunca anochezca. Para conseguirlo, los planos generales se mueven lentamente, los tipos siempre miran como si conocieran un salmo apropiado para cada momento, y los villanos nos muestran su lado filosófico. Y esta terrible noche de los tiempos es la que explica que la flojísima Million dolar baby sea considerada una obra maestra, o que esta película de los Coen, que padece de un guión lamentable (diosss, toda la parte de negociación con el tratante de caballos) esté nominada por ese apartado en los Óscar. Aunque quizás se explique esto considerando la lista de películas nominadas.

En fin, una película menor, con una estupenda fotografía, bien interpretada y que cuenta una historia que hemos visto, igual, mil veces. Digo igual, porque lo que filman los buenos no se repite, ni siquiera cuando se filma otra escena igual.



Y no crean que digo lo de la historia vista mil veces por la escena más famosa de la película de Hathaway, que como menciona Fernando Couto, es muy parecida en la versión de los Coen. Lo digo por cualquier western de Mann, por ejemplo.



Eso sí, y para terminar, repitamos el primer mandamiento: Centauros es insuperable.


John Barry ha muerto

Hace unos años hice un experimento en Rumbo a los Mares del Sur con dos bandas sonoras de John Barry. La última vez que vi la entrada los vídeos ya no se cargaban.

Hoy es un buen día para repetir la broma acerca del hombre que ganó dos óscares con la misma música.

Pongan los vídeos al mismo tiempo:





ACTUALIZACIÓN: ¡¡He puesto una banda más: pónganlas las tres a la vez!! ¡¡Usen tres ratones!!

(O háganlo en combinaciones varias)