Cien años de decadencia

Muzio Attendolo nació en 1369. Su madre, Elisa dei Petraccini, no era precisamente un modelo de buen gobierno doméstico. Feroz, casi selvática, da de comer a sus veintiún hijos cuando no queda más remedio. Duermen en jergones, en el suelo, y son pendencieros y bebedores.

Uno de los hermanos, Bartolo, corteja a una joven. También la corteja Martino Pasolini y con éxito. Los Pasolini son como los Attendoli, y por eso esperan violencia. Extrañamente, los Attendoli no reaccionan. ¿Cómo es posible que no hagan nada, cuando uno de ellos es humillado? Los Pasolini sólo encuentran una explicación. Quizás la muchacha no sea lo suficientemente virtuosa como para merecer la venganza. Eso los enfurece; asesinan a dos Attendoli y hieren a Muzio. Esta vez, Giovanni Attendolo, padre de los diecinueve, reacciona. Matan y saquean. Los Pasolini son agricultores y tienen que realizar los trabajos del campo con sus armaduras, porque los ataques son constantes. Los Pasolini huyen.

Muzio, aunque joven, es un prodigio de fuerza física. Se contará más tarde que dobla las herraduras y es capaz de subir a su montura con la armadura puesta. Un día está cortando leña cuando pasan unos soldados. Reclutan gente para un conde local. Cuando ven al muchacho advierten en seguida en él las maneras del hombre de armas, pero observan sus dudas y se burlan. Muzio los reta: si lanza su hacha contra un árbol y se queda clavada lo enrolarán. Naturalmente, lo consigue, y sin despedirse se marcha a seguir la carrera del mercenario, robando un caballo al padre. Tarda dos años en regresar, cuando ya ha empezado a hacerse famoso porque es uno de los de la Compañía de San Giorgio de Alberico de Barbiano. Su padre lo recibe con un regalo: cuatro caballos. No sabe leer ni escribir, pero le encanta que le lean la Guerra de las Galias de Julio César.

Alberico lo aprecia. Un día lo ve discutir con dos hermanos, «Escorpión» y «Tarántula», por el reparto de un botín. Antes de que corra la sangre quiere mediar y el joven Muzio no baja la voz, ni siquiera en presencia de su jefe, el famoso capitán de mercenarios. Alberico se ríe y le espeta «así pues, también tú intentas forzar a tu general». Esa es una de las historias que intentan justificar su apodo, «sforza». Comenzaba la carrera del condotiero. Sus descendientes fueron duques en Milán.

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Galeazzo Maria Sforza —decían— había matado a su madre. No extraña: la costumbre favorita del duque de Milán era el secuestro y violación de las mujeres que se cruzaban en su camino. Eso sí, era generoso y una vez forzadas las compartía con sus cortesanos. Poco dado al humor, no tenía problema en castigar a un súbdito poco complaciente clavándolo vivo a un ataúd o en obligar a un cazador furtivo a tragarse una liebre entera, todavía sin despellejar.

Galeazzo hablaba latín y su educación era todo lo refinada que podía esperarse en un príncipe italiano de la Italia humanista.

Un hombre, Giovanni Andrea Lampugnani, de la alta nobleza, cojo y violento, vio cómo Galeazzo se inhibía en un pleito sobre tierras. Juró venganza. Carlo Visconti era alto funcionario y tenía una hermana. El duque la había mancillado y juró venganza. Gerolamo Olgiati era joven e idealista. Además, había caído en las redes de un humanista, Cola Montano, que le hablaba con pasión de Catilina y la conjura republicana. Para Gerolamo el tiranicidio se convirtió en una obsesión.

El día 26 de diciembre de 1476, el duque fue a la iglesia de Santo Stefano. Las crónicas cuentan que el día era frío y mencionan las dudas del duque antes de salir, aquejado por un extraño presentimiento. No sabemos si así ocurrió o si esos signos son signos añadidos por necesarios cuando caen los tiranos, de tanto que aparecen en relatos similares. Lo que sí sabemos es que lo esperaron en la iglesia, que Giovanni Andrea se arrodilló, aparentando pedir algo, para inmediatamente levantarse y clavar un cuchillo en la ingle y después en el pecho del Sforza. Luego Olgiati y Visconti y un criado, llamado Franzone, lo remataron. Todo el mundo huyó mientras el tirano expiraba.

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Hombre blanco busca causa negra

En esta entrada voy a hablar bien de un abogado comunista. Dirán que eso es imposible (cada cuál que escoja su razón, si por abogado o por comunista), pero cuando terminen de leer quizás pasen por alto esos dos pequeños defectillos.

Su nombre era Bram Fischer. Era afrikáner: ya saben, un descendiente de los colonos holandeses que llegaron al Cabo en el siglo XVII y que fueron extendiéndose hacia el interior por la presión de los amos británicos, su afición al paseo, y su extrema y dura concepción de su destino manifiesto. Su familia llevaba por África desde el siglo XVIII y había alcanzado alguna posición. Su abuelo fue secretario de Estado primero y luego primer ministro de la Colonia del Río Orange —el sucedáneo que sustituyó al Estado Libre de Orange después de la guerra de los bóer—, y su padre juez del mismo Estado. Además, estaba casado con una sobrina de Jan Smuts.

Estudiante de derecho, terminó su carrera en Oxford en los años 30 y se dio un viajecito por la Unión Soviética. Podría haber sido uno más de esos jóvenes pálidos de clase alta que, en la década de la ceguera, terminaron siendo comunistas de libro y traición, y que tanto juego han dado en las novelas de espías de la guerra fría.

Sin embargo, fue comunista declarado, miembro del SACP (el partido comunista de por allí) y activista y protagonista en esas dos décadas en las que el régimen sudafricano fue haciéndose cada vez más brutal.

Sharpeville: 69 muertos y 180 heridos, la mayoría por disparos hechos por la policía, por la espalda, contra la multitud que huía y que poco antes se había manifestado. Más tarde disturbios que duraron varios días con un saldo de casi 20.000 detenidos. Por esas fechas estaba terminando un juicio por traición contra prominentes miembros del ANC, entre ellos Mandela, que serían declarados inocentes. Uno de los abogados era nuestro protagonista.

El juicio y su sentencia dieron igual: poco después, tras un viaje a Londres, Mandela fue detenido y condenado a cinco años de prisión, y en 1963 la policía entró en una granja en Rivonia y detuvo a seis de los dirigentes del SACP. Para entonces se había promulgado la ley de sabotaje, una norma que creaba listas de proscritos, que tenían prohibido reunirse si eran más de dos y que permitió arrestos indefinidos sin asistencia letrada. Esa norma era una habilitación para la tortura y la desaparición. Steve Biko fue el ejemplo más famoso de esa infamia con forma de ley.

El abogado que defendió a los dirigentes del SACP fue Fischer, ya en el punto de mira del régimen. Lo hizo brillantemente, tanto que algunos le atribuyen el mérito de salvar a los condenados de la pena de muerte y de llevarlos a las canteras de cal de la isla de Robben. Más realista es pensar que fue el miedo del régimen a crear héroes lo que les libró de la horca.

Poco después de la sentencia murió la mujer del letrado, en un accidente de coche. Activista, como él, había enseñado durante años en una High School para hindúes en Johannesburgo, establecida precisamente como protesta contra el cierre de escuelas ordenado por el gobierno sudafricano.

Al final le llegó el turno. Detenido en 1964, pidió permiso para viajar a Londres, ya que llegaba a su punto final, en los tribunales británicos, un asunto sobre patentes en Rodhesia que llevaba desde 1955. Para conseguirlo depositó una fianza y prometió volver:

I am an Afrikaner. My home is in South Africa. I will not leave my country because my political beliefs conflict with those of the Government.

(Soy un afrikaner. Mi casa está en Sudáfrica. No partiré de mi país porque mis creencias políticas estén en conflicto con las del Gobierno).

Después de ganar el caso, pese a las presiones de todo el mundo para que se quedase en Inglaterra y pese al embrutecimiento del régimen tras el atentado en una estación de ferrocarril en Johannesburgo, regresó.

Se presentó ante el Tribunal y al día siguiente se ocultó. Lo hizo mandando una nota, a través de su abogado, que decía:

By the time this reaches you I shall be a long way from Johannesburg and shall absent myself from the remainder of the trial. But I shall still be in the country to which I said I would return when I was granted bail. I wish you to inform the Court that my absence, though deliberate, is not intended in any way to be disrespectful. Nor is it prompted by any fear of the punishment which might be inflicted on me. Indeed I realise fully that my eventual punishment may be increased by my present conduct…

(En el momento en que leas estaré lejos de Johannesburgo y me abstendré de presentarme al juicio. Pero todavía seguiré en el país al cual dije que volvería cuando presté fianza. Deseo informes al tribunal de que mi ausencia, aunque deliberada, no debe entenderse en ningún caso como una falta de respeto, ni está motivada por ningún miedo al castigo que se me pueda imponer. Y me doy perfecta cuenta de que la pena final podría ser mayor por causa de mi actual conducta …)

My decision was made only because I believe that it is the duty of every true opponent of this Government to remain in this country and to oppose its monstrous policy of apartheid with every means in his power. That is what I shall do for as long as I can…

(Mi decisión fue adoptada únicamente porque creo que ése es el deber de todo oponente verdadero a que este Gobierno continúe en este país y que se oponga a su monstruosa política de apartheid con los instrumento a su alcance. Esto es lo que haré mientras pueda …)

Fue detenido poco después. Condenado a cadena perpetua, el cáncer y una caída lo dejaron en silla de ruedas e incapaz de hablar. Murió en la casa de su hermano, en Bloemfontein, en 1975.

¡A mí la legión!

El 22 de junio 168 a. de J., en Pidna, Paulo Emilio al mando de cuatro legiones se enfrentó a la falange macedónica de Perseo.

La víspera se produjo un eclipse total de Luna. Empezó la batalla, como tantas otras veces, por un encuentro fortuito entre tracios y romanos que casi cogió por sorpresa a Emilio Paulo. Cuenta Plutarco que a la vista de «aquél brillante muro de amenazadoras lanzas», Emilio Paulo «se sintió dominado por el la sorpresa y el miedo». Suponemos que el avance de miles de falangistas con sus sarisas, esas lanzas de seis metros de largo, con una profundidad de veinte hombres, debía ser un espectáculo único, hasta el punto de sobrecoger a todo un cónsul de la república romana.

La única manera de detener una formación tan poderosa fue la utilización del terreno. Empujados por Salvio, comandante de los pelignos, hombres de origen sabino, que lanzó su estandarte en medio de las tropas enemigas, se produjo un contraataque romano que falló. La falange avanzó hasta las estribaciones del monte Olocrus.

Allí era imposible mantener el orden de batalla y Emilio ordenó a sus cohortes que se dividieran y se introdujeran entre los huecos con sus falcatas. La mortandad empezó a ser importante, hasta que el propio Emilio, al mando de una de sus legiones, se introdujo por el intersticio más importante rompiendo definitivamente la línea enemiga. Los combates aislados decidieron la batalla. Más de veinte mil muertos en el campo macedónico por pocos centenares en el romano.

Había triunfado el espíritu republicano. Disciplina y capacidad de adaptación. Individuos que piensan.

Cuando la frontera son las cuatro esquinas del mundo

Yesugei muere a manos de los tatar, envenenado en un convite, y se rompen las esperanzas de su viuda Oelon-Eke. El hijo, Temüdjin, es demasiado joven y los hombres no lo reconocen como bogatur de los kiutes de ojos grises. Es posible que, en ese momento, Temüdjin recuerde el viaje, con su padre, a las lejanas tierras de los chungiratos, casi donde empieza el Imperio del Medio. Allí se prometió a Burte, niña como él.

Es historia conocida la de las penalidades de Temüdjin, su madre, sus hermanos y medio hermanos.

Sois como lobos, como perros rabiosos que se muerden entre sí … Acaba de matar a Bektar, su medio hermano.

Sufre cautiverio y persecución.

La historia, real, se desenvuelve a través de la neblina de la leyenda. Le cuelgan el kang, el cepo, para dominarlo, y Temüdjin lo usa para abrir cabezas y huir. Cuatro años más tarde, cuando su nombre vuela entre las hogueras y las borracheras de kumys, reclama a su prometida. Así comienza la historia inmortal de Gengis Kan.

Hoy, sin embargo, quiero contar una anécdota que nos enseña algo sobre la mente del nómada.

Hombres del norte. Una expresión que han usado tantos pueblos. El miedo al bárbaro que viene del frío y de las selvas. De noche atacan el ordu, y los hombre huyen porque son sabios y saben que solo pueden vengarse si están vivos. Dos días después el ordu está en silencio. Los bandidos han robado el ganado y los carros, y se han llevado a las mujeres.

Temüdjin asciende a la sagrada cumbre del Burján-Jaldún, hace las genuflexiones rituales, vierte kumys y da las gracias al eterno cielo azul, porque tiene días por delante y flechas que gastar.

Pide ayuda al kan de los keraitos, el poderoso Toghrul, andah, hermano por adopciónde su padre. Se encamina al norte, a la tierra de los merkitas. Trescientos hombres son pasados a cuchillo.

Temüdjin busca a Burte y la encuentra en la tienda de uno de los raptores. Amamanta a un niño. Lo llamará Yochi.

El hijo mayor de Gengis Kan. Cuando Temüdjin se dirige a doblegar al indigno sah de Corasmia, atrincherado tras las murallas de su enorme ejército, manda a su hijo mayor a través del terrible Pamir, por pasos a más de cuatro mil metros de altura. Los hombres beben la sangre caliente de las venas de los caballos, que van muriendo lentamente, congelados pese a tener las patas cubiertas de pieles de yac; pero logran su objetivo. Miles de fantasmas aparecen en la retaguardia del sah, donde es imposible llegar. Bajan desde las montañas al feraz valle de la Fergana, el país de los viñedos y la seda, famoso por la destreza de herreros y fundidores.

El hijo mayor de Genghis Kan. Recibe de su padre las tierras de Kipchak, las ingentes estepas que darán a sus herederos el título de kanes de la Horda de Oro. Pero Yochi quería Corasmia y Corasmia no es para él. El Gran Kan está irritado porque su hijo no atiende a su llamada y sospecha por qué. Ha mandado caballos como homenaje; dice que está enfermo, pero no le cree. La infición la inoculan las palabras de los envidiosos. Dicen que lo han visto de caza … Decide mandar a su ejército. Entonces llega la noticia. Yochi ha muerto. Dos días, solo, en su tienda; Temüdjin habla con su hijo y le pide perdón.

Temüdjin entra en la tienda y ve a Burte amamantando a un recién nacido. Burte le dará tres hijos más, Chagatai, Ogodei y Tului. Pero antes le ha dado a Yochi, «el huesped»; al fin y al cabo, no sabe si su hijo mayor es hijo suyo.

La dirección de la historia

Desde las brumosas tierras que les cedió un rey (o que tomaron), los descendientes de los hombres del Norte se esparcieron por el mundo. Dos hermanos, Rogelio y Ricardo, empujados por su ambición de segundones, con algunas decenas de hombres, decidieron conquistar el sur de Italia y lo consiguieron. Rápidamente fueron absorbidos por una tierra que había visto pasar a griegos, fenicios, romanos, germanos, bizantinos y árabes. Y una de ellos, Constanza, fue casada con el heredero del Barbarroja, ese coloso que, pese a haber muerto ahogado en un río en la lejana Anatolia, pervivió en la imaginación del pueblo alemán, esperando en lo alto de la montaña, hasta que fuera preciso su regreso.

Constanza, secuestrada por el usurpador (es usurpador porque perdió), casi no sobrevivió a su marido, el emperador Enrique VI, rey de Sicilia, pero dejó un hijo, al que se terminará llamando Stupor Mundi y que fue bautizado con el nombre su abuelo. Se trata, claro está, de Federico II Hohenstaufen.

Recuerda a otro Federico. Por lo curioso, por lo cruel, por lo infeliz. Crecido bajo la tutela de un Papa, siempre prometiendo limitar su poder. Rodeado de sabios, aprendió ocho o nueve idiomas, mientras descuartizaba cadáveres, a oscuras, en los sótanos de palacio, como un moderno Prometeo.

Salimbene de Parma nos ofrece un retrato brutal del emperador …

fu uomo pestifero e maledetto, scismatico, eretico ed epicureo, corruttore di tutta la terra, giacché seminò il seme della divisione e della discordia nelle città d’Italia, tanto che dura fino ad oggi. Federico quasi sempre amò aver discordia con la Chiesa, e la contrastò in molti modi. Proprio la Chiesa, che lo aveva nutrito e difeso ed elevato. Della fede in Dio non ne aveva neanche un po’. Era un uomo astuto, sagace, avido, lussurioso, malizioso, iracondo. E fu uomo valente qualche volta, quando volle dimostrare le sue buone qualità e cortesie: sollazzevole, allegro, delizioso, industre. Sapeva leggere, scrivere e cantare; e sapeva comporre cantilene e canzoni. Fu bell’uomo e ben formato, ma era di statura media

… y nos cuenta una anécdota terrible, la de los niños secuestrados al nacer y criados en su propio palacio, bajo la prohibición de dirigirles la palabra. Quería Federico, con ello, averiguar, cuál lengua era la lengua adánica, presumiendo que podría probarlo cuando los niños arrancasen a hablar, quizás hebreo. Los niños murieron.

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Al Kamil Muhammad al-Malik era sobrino del gran Salah ad-Din Yusuf ibn Ayyub, al que en Occidente llamamos Saladino y que Dante, en el Canto IV, sitúa en el infierno, pero entre los justos no cristianos.

Su dinastía carecía de raigambre y además era kurda. Descienden de Ayyub, el que les dio nombre, un simple hombre de armas del señor de Mosul, un turco selyúcida.

Cuando murió su padre, Al Kamil tuvo que repartir el poder con sus hermanos y, además, resistir a los cruzados que, en su quinto impulso, llegaron a conquistar Damietta.

Les ofreció Jerusalén y la Santa Cruz, pero el legado papal, un cardenal español llamado Pelayo, se negó. Solo admitía la derrota y la derrota se produjo, pero la de los cruzados, sorprendidos por la crecida del Nilo, en un anticipo de la estúpida «gesta» de San Luis de Francia, treinta y cinco años después.

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Cuando a Al Kamil le hablan los cruzados de «al enboror», el poderoso rey de los francos, no le da importancia. Muchas veces se ha hablado de la llegada de reyes que vienen de Occidente y la mayoría ha terminado sus días bajo el polvo del desierto. Sin embargo, la insistencia durante años, esos años en los que Federico II resulta excomulgado por su tardanza en acudir a la cruzada, termina excitando su curiosidad. Más aún cuando le cuentan que, por matrimonio, Federico es rey de Jerusalén.

Decide entablar negociaciones y envía a Fajr al Din ibn ash Sheij, uno de sus emires. A través de su mediación, en cartas que se demoran en los barcos que recorren el Mediterráneo, los dos gobernantes hablan, en árabe, de Aristóteles, de Averroes, de la creación del mundo. Al Kamil regala a Federico animales para su zoo particular, ese que le acompaña a todas partes. Incluso un elefante llega a Palermo. Y finalmente, le promete Jerusalén. Al fin y al cabo, ahora es de su hermano .

Sin embargo, cuando Federico llega por fin a Acre, Al-Mu’azzam, el dueño de Jerusalén, ha muerto y Al Kamil, sultán de Egipto, puede ocupar las tierras de Palestina. Duda en cumplir con su palabra. Federico, confiado, ha llegado casi sin tropas. Nuevas cartas se cruzan entre ambos y el honor prevalece. Se acuerda una pantomima de invasión que permita a Al Kamil jugar con la amenaza de la guerra.

En el año de 1229, Federico recupera Jerusalén para la cristiandad, aunque se acuerda que no podrá amurallarla.

Cuando visita Jerusalén, alaba Al Aqsa, a la vez que cierra el paso a un sacerdote furibundo que quiere profanar la mezquita. Sus interlocutores árabes transmitirán los comentarios del pálido emperador miope y los cronistas árabes de la época afirmarán de él que es ateo o quizás criptomusulmán.

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En 1229, el sultán de Damasco, An Nasser, hizo la guerra a su tío, Al Kamil. La causa fue la entrega de Jerusalén, la santa, a los infieles. Perdió, pero no descansó en su empeño; diez años más tarde la reconquistó definitivamente para el islam y el adhan volvió a resonar cinco veces al día.

En 1229, Federico recibió noticias de su imperio. Una revuelta, instigada por el papa Gregorio había estallado en Italia. Jerusalén no bastaba si no venía acompañada de sangre de infieles derramada y más si la conquista venía del excomulgado. Federico tuvo que regresar rápidamente y aunque ofreció la paz, la paz le fue rechazada. El Papa perdió la guerra y las ciudades del Patrimonium Petri fueron arrasadas. Perdió, pero Gregorio no descansó: incluso excomulgó, diez años más tarde, de nuevo, a Federico.

En 1250, nos dicen las crónicas, Berardo, arzobispo de Palermo, confesó a Federico en su lecho de muerte. El emperador viste el hábito del Císter, antes de expirar.

El círculo se ha cerrado de nuevo.

La búsqueda de la felicidad

La historia de las naciones, a menudo, es cruelmente paradójica. No sé cuál era el número de españoles analfabetos a mediados del siglo XIX. Supongo que la cifra sería muy elevada. Sin embargo, los liberales que gobiernan en España, para demostrar su buen hacer en las colonias, aprobaron en 1863 una ley que hacía obligatoria y gratuita la educación primaria en Filipinas. Para llevar a la práctica esa ley, se crean escuelas de magisterio y, con ello, en un plazo relativamente breve, se consiguió que el pueblo con más altos niveles de educación de todo el sudeste asiático fuese el filipino.

A esa circunstancia se unieron los ecos de la revolución de 1868. La educación y la emulación serán la fuente de tres años de sueños de libertad que finalizan en 1871, con el nuevo gobernador general, ese que llega a prohibir a los sacerdotes filipinos desafectos decir misa y que reprime el motín de Cavite, de 1872, con dureza. Se ejecuta a liberales y sacerdotes y se inicia el exilio.

De los sueños se derivan las andanzas de Rizal (ejecutado por los españoles), Bonifacio (ejecutado por los filipinos) y Aguinaldo.

Sin embargo, más que hablar de la resistencia filipina o de la guerra hispano-norteamericana, me gustaría recordar un episodio olvidado, el de la conquista norteamericana.

Cuando los norteamericanos declararon la guerra a España por el asunto del Maine (hay que ver lo que acabo de decir), no tardaron en llamar a Emilio Aguinaldo (presidente a la sazón según los republicanos filipinos), para que desde su residencia en Hong Kong marchase a Filipinas, a fin de abrir un segundo frente.

Sólo un mes después la guerra de Cuba había terminado. En París, Estados Unidos y España firmaron un tratado por el que se cedían las Filipinas a los norteamericanos, a cambio de veinte millones de dólares.

Claro, cuando Filipinas era española los norteamericanos prometía la libertad. Cuando pasó a ser suya, se olvidaron de todas las promesas. Aguinaldo, al comprender la traición, convocó en Malolos un congreso que declaró la independencia. Poco después se aprobó una constitución republicana. Pero McKinley no había hecho la guerra contra España para regalar las Filipinas.

Aguinaldo y algunos delegados
enero de 1899, congreso constituyente

De nuevo se buscó una causa para la guerra, forzando las tensiones entre las tropas norteamericanas establecidas en Filipinas y las fuerzas de los independentistas. Se dice que las primeras balas silbaron al intentar cruzar un soldado filipino uno de los puentes, en San Juan del Monte (hoy forma parte de la metrópolis de Manila), uno de los accesos a Manila (la única zona de Filipinas controlada por los norteamericanos). En la wiki se dice que estudios actuales sostienen que el incidente se produjo en Manila propiamente dicha, a la altura de la calle Sorrego. Se cuenta que fueron unos soldados borrachos los que dispararon y mataron al soldado filipino. Es igual, lo que es evidente es que la noche del 4 al 5 de febrero de 1899 se produjeron enfrentamientos que se recogen en la declaración que efectuó Aguinaldo:

«SUPLEMENTO
AL
HERALDO FILIPINO
=======
Domingo, 5 de Febrero de 1899
ORDEN GENERAL

AL EJERCITO FILIPINO

A las nueve de la noche de este día, he recibido de la Estación de Caloocan un parte comunicándome que las fuerzas americanas atacaron sin previo aviso ni motivo justificado nuestro campamento en San Juan del Monte y nuestras fuerzas que guarecen los blockhouses de los alrededores de Manila, causando bajas entre nuestros soldados, los cuales en vista de tan inesperada agresión y del decidido empeño de los agresores, hubieron de defenderse hasta que se generalizó el fuego por toda la línea.

Yo deploro como el que más esta ruptura de hostilidades: tengo la conciencia tranquila de haberla querido evitar a todo trance, procurando conservar con todas mis fuerzas la amistad del Ejército de ocupación aún a costa de no pocas humillaciones y mucho derechos sacrificados.

Pero tengo el deber ineludible de mantener íntegro el honor nacional y el del ejército tan injustamente atacado por los que, preciándose de amigos y libertadores, pretenden dominarnos en sustitución de los españoles, como lo demuestran los agravios enumerados en mi manifiesto del 8 de Enero ultimo; los continuos atropellos y violentas exacciones cometidos contra el vecindario de Manila; las conferencias inútiles y todos mis esfuerzos frustrados en pro de la paz y la concordia.

Ante esta provocación que no esperaba, solicitado por los deberes que me imponen el honor y el patriotismo y la defensa de la nación a mí encomendada, invocando a Dios por testigo de mi buena fe y de la rectitud de mis intenciones;

Ordeno y mando:

1º Quedan rotas la paz y las relaciones de amistad entre las fuerzas filipinas y las americanas de ocupación, las cuales serán tratadas como enemigos dentro de los límites prescritos por las leyes de la guerra.

2º Serán tratados como prisioneros de guerra los soldados americanos que fueren cogidos por las fuerzas filipinas.

3º Este Bando será notificado a los Sres. Cónsules acreditados en Manila y al Congreso, para que acuerde la suspensión de las garantías constitucionales y la consiguiente declaración en estado de guerra.

Dado en Malolos a 4 de Febrero de 1899

Emilio Aguinaldo,
General en Jefe»

 

Los historiadores discuten si la guerra (nunca declarada, ya que los americanos dieron por sentado que era una insurrección en territorio que les pertenecía) dura hasta 1901 o hasta 1906. Poco tenían que hacer los filipinos contra el moderno ejército norteamericano y los 70.000 soldados que se trasladan a las islas. Murieron cinco mil norteamericanos y de diez a veinte mil «insurgentes».

Pero lo verdaderamente grave de esta guerra y la razón fundamental por la que la recuerdo es que, durante la misma, se produjeron una serie de crímenes de guerra de los que fueron responsables los norteamericanos y que suele olvidarse cuando se habla de grandes matanzas y genocidios.

El escenario de la guerra era muy difícil. Cientos de islas y un terreno poco propicio. Recuerda a una guerra que tendrá lugar casi cien años después. Para facilitar las operaciones militares la armada y el ejército norteamericanos no dudaron en concentrar en campos de concentración —como los que hicieron famoso al general Weyler, luego al ejército inglés en la guerra de los bóer y, más tarde, a tantos y tantos hijoputas— a los habitantes de las zonas en las que es mayoritaria la presencia de los rebeldes. Qué gran sarcasmo que Hearst y Pullitzer denuncien los campos de Cuba para dar gasolina a los tambores de guerra. Usaron también los estadounidenses los cañones de sus barcos para bombardear indiscriminadamente las zonas de la costa. No se cortaron, vamos. No se conoce el número de muertos. Las estimaciones más bajas hablan de doscientos mil muertos. Las más altas de un millón. Las más creíbles, se sitúan en el medio millón. En toda Filipinas vivían nueve millones de personas.

No está mal. Como para tener una entrada apreciable en una Enciclopedia Universal de la Infamia.

Vida y hazañas del ilustre guipuzcoano Andrés de Urdaneta y Cerain

I. Primeras andanzas

 

Andrés es un zagal avispado y revoltoso. No es de extrañar que su padre, Juan Ochoa, alcalde de Villafranca de Oria, lo encamine a la carrera de las armas. Es joven cuando anda por las Italias y por las tierras del César Carlos. Solo diecisiete años cuando, de vuelta a su tierra, se enrola en la armada de Don García Jofré de Loayza, compuesta de siete naos que quieren dar la vuelta al mundo y repetir la hazaña de la flota de Magallanes. Poco puede verlo su madre, Doña Gutierra, que meditará quizás que esta segunda aventura no puede ser peor que la primera, la que le ha hecho un hombre por los campos de Europa.

Andrés es paje de Don Juan Sebastián Elcano, segundo capitán general de la expedición y piloto mayor. No en vano van a surcar mares que solo conocen diecisiete hombres. El más distinguido de entre ellos es Elcano, vasco como Andrés.

El 24 de Agosto de 1525 zarpa la armada de la Coruña. Comienza la aventura del hombre que descubrirá el tornaviaje.

 

II. El baile del patagón

 

Andrés, aunque joven y memorión, tiene costumbres de hombre avezado en viajes y letras, pues anota en un diario el devenir de las singladuras. Cuatro meses han consumido hasta alcanzar la desembocadura del río de la Santa Cruz, ya tan al sur. La Sancti Spiritus, nao de Elcano, navega la primera, cuando el piloto mayor observa que la capitana y la San Gabriel faltan. Él quiere esperar, pero le convencen; es enero y hay que abreviar, no sea que los coja el invierno, pero se confunde al entrar al estrecho y, para más desgracia, una tormenta terrible desbarata la Sancti Spiritus. Se impone orillarse. Entre las brumas, algún marinero divisa figuras vestidas de rojo. Rápidamente un esquife transporta a los hombres necesarios para, al menos, prender a un patagón, según el nombre impuesto por Magallanes, lector de novelas de caballería.

Han de subirlo con un aparejo al buque, tal es el miedo del indígena. Allí, sobre la cubierta le dan de comer, y vino, y después un espejo, “con el cual hizo tantas cosas de ver su figura dentro del espejo, que no haría más un mono”. El patagón intenta asir a su congénere y, al no conseguirlo, lanza grandes risotadas y baila, hasta que ya no puede más, con gran regocijo de la tripulación. Se le deja en tierra y se le despide.

 

III. De salvamento entre penalidades

 

Andrés forma parte de la cuadrilla de siete que va a tierra a buscar náufragos. Pronto, mientras vagan por la orilla, se ven rodeados de patagones. Habían trascendido los dones recibidos por el patagón bailarín, y los siete no saben —o temen— negarse a compartir con ellos las provisiones. De repente, sin víveres ni agua, sin saber bien donde están los navíos, Andrés descubre lo que es pasar penalidades. Algunos llegarán a beberse su propia orina. La providencia está, sin embargo, con nuestro protagonista, cuando descubiertos algunos náufragos, divisa la nave capitana y dos naos más.

Parece que ha pasado lo peor, pero estamos a finales de febrero. Una nueva tormenta, peor que la anterior, se abalanza sobre la flota. Llueve sobre mojado. Entre la confusión, una nao, la Anunciada, deserta, y de ella no se tendrán más noticias. Hará lo mismo poco después la San Gabriel.

No queda más remedio que poner en seco las embarcaciones. Las reparaciones durarán un mes. Cazan focas y juegan con los pingüinos, y se aprovisionan; anticipan lo que les espera en ese océano inmenso, casi sin tierras emergidas.

 

IV. La orfandad de Andrés

 

El 24 de marzo de 1525 parte la flota hacia el estrecho y el 8 de abril, entre presagios, lo empiezan a navegar. ¿Exagera cuando narra los padecimientos por el frío y las noches infestadas de piojos? “No hay quien pudiese ver”, cuenta Andrés y es verosímil, porque serán muchas sus hazañas, como para atribuirlas a varios hombres, y no precisa de artificios o fanfarronerías.

Cuarenta y ocho días de frío y cuarenta y ocho noches de plaga tardan en cruzar el estrecho. El sábado 26 de mayo singlan en el Pacífico, que los recibe con una nueva tempestad que dispersa la flota para siempre.

Andrés esta en la capitana, la Santa María de Victoria, junto con Elcano y Loayza, cuando les alcanza la mala suerte. El 30 de julio muere Loayza y el 6 de agosto Elcano.

 

V. Un gallego en las Islas de los Ladrones

 

Don Toribio Alonso de Salazar se hace con el mando de la nave y, tras consultas, decide poner rumbo a las Islas de los Ladrones. Tres meses más tarde, los hombres parecen ánimas y la propia nao se lamenta, pero se asombran cuando se topan con una isla tropical, con una laguna interior de aguas cristalinas. Deben pensar que es un espejismo, porque son incapaces de acercarse y se ven forzados a seguir rumbo. El 4 de septiembre llegan por fin a su destino.

Pronto se ven rodeados por decenas de canoas, repletas de indígenas desnudos.

No saben qué hacer, cuando uno de los salvajes, se levanta y los saluda en castellano. Es Gonzalo de Vigo, marinero de la nave Trinidad, de la flota magallánica, y su único superviviente. Lleva tres años allí y ya habla la lengua de los naturales de la isla. Se aprovisionan gracias a su inesperado intérprete, pero pronto piensan en partir, porque los indígenas se comportan haciendo honor al nombre que les dio Magallanes.

 

VI. Democracia a la española

 

La mala racha no cede, va a lomos del escorbuto. Al poco de partir de las Islas de los Ladrones, muere Don Toribio y se apodera de los hombres la cizaña. Dos se disputan el mando. Ambos son supervivientes de la primera vuelta al mundo. A votar. Parece que Fernando Bustamante va ganando cuando su opositor, Martín Íñiguez de Carquizano, arrebata los votos de las manos del escribano y los arroja por la borda. A punto está de producirse, en plena alta mar, rodeados por la nada, una batalla entre los partidarios de uno y otro. Al final retrasan la cuestión al momento de llegar al Moluco, su próximo destino.

Sin embargo, antes lo harán a Mindanao. Íñiguez, de mayores virtudes militares, ve su oportunidad. Reúne en cubierta a los hombres y les advierte del riesgo de entrar en terreno desconocido sin capitán, a la vez que explica sus méritos, mayores que los de Bustamante. Los hombres aceptan; todos menos Bustamante, al que engrillan hasta que jura obediencia.

 

VII. Entre bellacos

 

No le gustan estos indios a Urdaneta, que los trata de corrompidos y traicioneros. Aunque se le nota cierta desazón en el elogio comedido, cuando dice que dan culto a ídolos de madera “pintados con alguna delicadeza”.

Algo de rencor debe de haber en el hecho de que les resulte difícil hacer bastimento con indios tan guerreros, que aceptan las cuentas de vidrio una vez, pero se niegan displicentes a la segunda. Andrés les dice “bellacos”, pero sería curiosa de ver la reacción del vascongado de ser a la inversa el trueque.

Tras pasar por Cebú, donde se avituallan y dan una bandera con las armas del emperador al cacique, arriban a Gilolo. Han llegado al Moluco.

 

VIII. El mundo dividido

 

Ajeno al viaje de los españoles, Almanzor, rey de Tidore, muere envenenado. No han podido las armas de sus rivales de Ternate doblegarlo. Ha hecho falta el apoyo de los arcabuces portugueses.

En esas llegan los españoles y el nuevo rey les manda un mensajero. Son nuevos tiempos y hay que pactar con esos hombres poderosos que vienen de tan lejos. Íñiguez acepta y embarca rumbo a Tidore. Don García Henríquez, gobernador portugués del Moluco, es informado y manda raudo una embarcación con una requisitoria. Íñiguez se limita a exhibir la provisión del emperador ordenando construir una fortaleza en las tierras que le corresponden. Recuerda al portugués que su mitad del mundo no incluye el Moluco y cuestión tan científica va a ser resuelta a cañonazos.

Dos navíos y doce galeras tienen los portugueses. Los españoles son apenas ciento cincuenta.

 

IX. Si vis pacem

 

No todos están conformes con las locuras de su capitán. Soto, contador de la nave, ha conspirado para deponerlo y pactar con los portugueses. Íñiguez se adelanta. Son menos cada vez.

Íñiguez escoge a Urdaneta, de diecinueve años, para sustituir a Soto. Son otros tiempos, pero llama la atención que un hombre tan joven sea el elegido. Ha debido hacerlo bien nuestro Andrés. Mandará uno de tres pelotones.

Íñiguez le hace decir al capellán misa seca, para lo que saltan a tierra. Después, a todos se pide opinión, y todos a una, ciento y cinco, se conjuran.

El uno de enero de 1527 llegan a Tidore y el mismo día, con el año nuevo, comienzan a construir un fortín. Diecisiete días más tarde atacan los portugueses. Los rechazan. Luego intentan desembarcar y los españoles les obligan a retornar a las naves.

Ha empezado la guerra.

 

X. En guerra

 

La furia portuguesa se manifiesta en forma de navío con una bandera roja y una divisa: “A sangre y fuego”.

Y cumplen. Empiezan por la Santa María de la Victoria. No queda más remedio que quemarla. Los españoles se encuentran, de repente, sin medio de partir de las islas. Los paraos indígenas no sirven de mucho y no hay forma de construir un navío, pese a contar con hombres capaces, porque la madera del lugar es muy “bellaca”.

No se arrugan. Abordan una galera portuguesa y asaltan la isla de Motiel, pero va pasando el tiempo y van pasando los rumores de auxilio desde el este. Urdaneta los busca durante más de un mes y aprende a conocer esas aguas. En uno de esos viajes, topa con un barco portugués y, en la refriega, explota un barril de pólvora que lo desfigura.

Tanta es la resistencia española que se acuerda un armisticio, roto por las ínfulas del nuevo gobernador portugués, Don Jorge de Meneses. Nuevo ultimátum y nuevo rechazo, y a los portugueses les pareció “mal tener nosotros tanto ánimo”, dirá Urdaneta.

Entre tanto, Urdaneta ya lidia en la política local y contra las órdenes de Íñiguez ataca a un convoy del enemigo. A punto está de costarle la destitución, si no fuera por su valía y por el rápido perdón solicitado del capitán. No podrá este retener a nuestro protagonista por más tiempo, ya que muere, dicen algunos que víctima del veneno portugués.

 

XI. Esperanza y fracaso

 

Hernando de la Torre es el quinto jefe que conoce Urdaneta. Es tanto o más osado que el anterior. Quizás su osadía es fruto de la desesperación. Sin embargo, el día menos pensado, un navío, la Florida, aparece. Viene desde México; lo envía Cortés y, con él, hombres, pólvora, balas y pócimas.

Acuerdan Hernando de la Torre y el capitán de la Florida, Álvaro de Saavedra, que la nao vuelva a México en demanda de más ayuda. Hay que aprovisionar la nao y, para ello, planean un golpe audaz contra los portugueses, asaltando alguno de sus principales almacenes con la ayuda de los recién llegados.

Dos veces intentará volver la Florida. Dos fracasos. Los vientos no son propicios. Será Urdaneta quien resuelva el misterio del tornaviaje.

 

XII. Decisión

 

Meneses está furioso por la pertinacia de los españoles. Prepara un fuerte ataque y es rechazado. Los españoles, sin embargo, están agotando su fortuna. El número de portugueses no cesa de aumentar; su fuente es Malaca y controlan las rutas africanas. Los reyezuelos que han apoyado a los españoles los van abandonando.

El golpe de gracia lo da una incursión temeraria que dirige Urdaneta. Los portugueses se enteran. Quedan pocos hombres en la base española y Bustamante, aquel que quiso mandar, ha soliviantado a algunos contra La Torre.

Al final La Torre capitula y promete abandonar el Moluco.

¿Y Urdaneta? No está en Tidore y no se siente obligado por las promesas de su capitán, que ha jurado sobre una hostia consagrada.

A sus veintidós años, al mando de veintisiete hombres, decide hacerse pirata.

 

XIII. Urdaneta pirata

 

Los españoles y los indios de Gilolo hacen “saltos por todas las islas”. Urdaneta los manda. Sólo se detienen para alguna correría de caza.

Nadie hay sobre él. Actúa a su antojo, pero sigue las órdenes del emperador. Llega incluso a abortar una conjura indígena contra españoles y portugueses. Lo cortés no quita lo valiente.

Estamos en noviembre de 1530 cuando aparece el tercer gobernador portugués que ha conocido Urdaneta. Se trata de Gonzalo de Pereira, que trae noticias importantes. El emperador Carlos, a cambio de una gran suma, renuncia a reclamar el Moluco.

Se lo comunican a Urdaneta, que desconfía. Quiere ver los despachos del emperador, pero no los tiene Pereira, los tiene el Gobernador General de las Indias portuguesas. El tiempo transcurre y la desconfianza aumenta y, en el ínterin, Pereira es muerto por los indígenas. Los españoles comandados por La Torre ayudan a los portugueses y, gracias a eso, lograrán salvoconducto para marchar a la patria. Ya es el año de Nuestro Señor de 1534.

Urdaneta no parte con los demás. Tiene vales por especias que cobrar de los indígenas. Hasta noviembre de 1535 se retrasa en salir hacia Ceilán y hasta enero de 1536, en un navío portugués, en emprender camino a Lisboa.

 

XIV. ¿En casa?

 

En junio de 1536, Urdaneta llega a Lisboa. Nada más desembarcar se le despoja de todo cuanto posee, incluyendo planos y escritos. Protesta, llega a pedir audiencia al rey de Portugal. El embajador español teme por él y le da un caballo para que huya.

Atrás deja lo único que conserva de sus años en las Indias, una hija. Sí, el joven, el paje, el marino, el militar, el pirata, la ha traído con él. No sabemos más de su hija mestiza, ni de la amante que deja atrás.

Tiene veintiocho años nada más, pero lleva diez fuera; diez años que parecen diez vidas. ¿Cómo verán los cortesanos al hombre desfigurado, marcado con los surcos y el color del trópico?

Los miembros del Consejo Real y Supremo de Indias le quieren oír y Andrés de Urdaneta y Cerain lo cuenta todo, con tal detalle y orden que asombra a los que lo escuchan. Es un sabio este guipuzcoano, dirá de él Fernández de Oviedo.

Marcha de palacio y pasea por Valladolid. ¿Por dónde pasean sus pensamientos?

 

XV. Lo que sale en los libros.

 

Urdaneta marcha a Nueva España. En 1552 se hace fraile agustino.

Mientras tanto sigue ocurriendo que los barcos saben ir hacia el oeste, pero no saben volver. Cinco veces se ha intentado en treinta años y cinco se ha fracasado.

Un nuevo intento va a ser capitaneado por Legazpi. Urdaneta tiene 56 años y ha sido fraile los doce últimos. Sin embargo, se le encarga pilotar la armada.

Su hazaña y la de Legazpi están contadas. Llegan a las Filipinas y las toman. En ese momento, Urdaneta ha de demostrar sus conocimientos de navegación y cartografía. Desde la isla de Cebú sale la nao San Pedro, con doscientos hombres, el uno de junio de 1565. El 18 de septiembre ven la primera tierra de la costa de Nueva España.

Casi cuatro meses han usado, primero para subir y subir, dejando los trópicos y encontrar vientos favorables, a la altura del paralelo 42º, y después para viajar hacia el este. Urdaneta ha encontrado el tornaviaje, el que usará por siglos el galeón de Manila.

El tributo es terrible. Solo dieciocho hombres han soportado el viaje y es tal su debilidad que, al hacer la maniobra de fondeo en el puerto de Acapulco, optan por cortar la amarra, pues no tienen fuerza para izar el ancla.

Uno de los dieciocho es Urdaneta, que aún conserva ánimos para viajar a España e informar a Felipe II.

De vuelta en Nueva España muere. Tiene sesenta años.

 

03

Patente de corso

Una de las preguntas tontas que aparecen en juegos estilo trivial es ¿cuánto duró al Guerra de los Cien Años? La verdad es que la mejor respuesta es ¿cuál?, porque los contemporáneos las vieron como una sucesión de peleas por feudos y territorios (cosas de familia, vamos), más que como la secular lucha entre dos naciones, la francesa y la inglesa.

El caso es que hay algo a lo que no solemos (los españoles) prestar atención. Me refiero a nuestra intervención (básicamente castellana), seguramente decisiva.

El asunto tiene su origen en una decisión inteligente de Carlos V de Francia. Como este es un blog de nivel, vamos a tirar de datos y fuentes fidedignos: si recuerdan Braveheart, William Wallace se cepilló a La Loba (la fgancesa que está como un queso, casada con Eduagdo II el sodomita) y engendró a Eduardo III de Inglaterra, que suponemos había leído el guión de Mel Gibson y por eso estuvo de acuerdo con que «abdicasen» a su padre (que la había estado cagando en sus «encuentros» con Robert el Bruce, el hijo del leproso maligno), lo encerraran en un castillo y le dieran matarile. Como ven, el rigor blogal no está peleado con la amenidad.

El caso es que Eduardo III —olviden todo lo que han leído hasta ahora— le dio para el pelo a los franceses en la batalla naval de la Esclusa, y esto le permitió mandar a la feraz Galia a sus arqueros con bigote a lo Errol y regar la tierra francesa con la sangre de miles de caballeros.

Así que Carlos V pensó que tenía que resolver el problema de la flota y se fijó en España y en las peleas de dos hermanos.

Pedro I era conocido por su crueldad, a diferencia de su hermano bastardo, el Trastamara, luego Enrique II, conocido por «el de las Mercedes» —aunque la verdad es que el «de las Mercedes» se cargó personalmente al «Cruel»—. Pedro I se llevaba bien con Eduardo III, el rey inglés. Los hermanos, sin embargo, se llevaban tirando a mal, por el simple hecho de que la madre del primero fuese reina y despechada mientras la madre del otro, tatatataranieta de reyes, calentaba el lecho del rey y producía bastardos a veces en camada. Dicho esto, Pedro, ya rey, pese a sus levantiscos medio hermanos, perdonó más de lo que se deduce del apodo. Quizás demasiado, porque Enrique terminó pagando la laxitud del rey con una invasión, apoyada por franceses y aragoneses.

Ahí entra Carlos V. Pensaba en los barcos del rey castellano, desperdigados por los puertos del Atlántico y la apuesta le salió bien. Es verdad que en Nájera, el pérfido Príncipe Negro triunfó sobre Du Guesclin. Sin embargo, al final, el apoyo del rey francés le permitió a Enrique vencer en Montiel y cargarse al hermano.

¡Y los castellanos nos hicimos aliados de los franceses!

Fue mano de santo. Para empezar un tipo llamado Ambrosio Bocanegra, en 1372, al mando de un par de decenas de galeras y naos castellanas le dio una mano (léase mano de hostias) a los ingleses en La Rochela. Aprovechando la marea y los problemas de los barcos ingleses (de más calado) se dedicó a bombardar (no es errata) a los miles de ingleses que cayeron como moscas. Y la Guyena, que llevaba muchos años en poder de los ingleses, fue reconquistada.

Carlos V aprovechó para construir una escuadra en condiciones y le dio el mando a uno que sabía distinguir babor de estribor, un almirante llamado Juan de Viena.

En ese acto del drama se amplió el dramatis personae con un personaje muy curioso: Fernando Sánchez de Tovar, hombre de cualquier tiempo. Se nota en que, después de recibir honores de Pedro el Cruel, terminó de almirante del fratricida. En fin, pelillos a la mar. El tipo, con veinte galeras (y algún barco francés), se dedicó a saquear la costa inglesa. Lo recuerdan con especial cariño en la isla de Wight. Tras una tregua, en compañía de Juan de Viena, volvió a asolar los puertos ingleses y, en una de esas, se introdujo —en 1380— en el Artemisa (¡sí, es el Támesis!), llegando hasta Gravesend —a las puertas de Londres— que incendió junto con los almacenes situados a la orilla del río. Luego se dedicó a portugueses y holandeses, pero esa es otra historia. Murió en su barco, como procede.

Ahí no terminó la intervención castellana. Eso sí, cambiamos de round. En el rincón inglés mandaba el hijo de un usurpador, de nombre Enrique V (el de las dos partes de Shakespeare, el que se prueba la corona mientras el padre vive y abandona la compañía de borrachos y puteros estilo Juan Falstaff). En el francés, los guantes los calzaba Carlos VI, un tipo bastante tocado del ala (su biografía es acojonante). El árbitro era español, de nombre Enrique III el doliente, nieto del fratricida y algo pachucho.

A los ingleses no les fue mal en tierra, ahí están Agincourt y el … that fought with us upon Saint Crispin’s day, pero en el mar la cosa estuvo más reñida (al menos hasta que el pirado vendió su flota).

En esas lides destacó otro castellano, llamado Pero Niño. Las hazañas del pollo destacan incluso en tan ilustre compañía. Fue un auténtico pirata y lo sabemos porque tenemos la fortuna de que Gutierre Díez de Games, un subordinado, nos contó su vida en un libro llamado El Victorial o Crónica de don Pero Niño: sus correrías como corsario, su ataque a Southampton creyendo que era Londres (ya entonces andábamos poco viajados), el asalto a Jersey.

Era gente sin ínfulas imperiales. El último que las había tenido era el único leído: Alfonso X el Sabio. Estos eran mercenarios. Quién sabe si no nos habría ido mejor de haber seguido así, mercantilizando la mala hostia.

Leopoldo II

En el mes de Agosto de 1885, los que sabían algo acerca de África en el Foreign Office estaban de vacaciones. Alguien, sin embargo, remitió una comunicación, un «nos damos por enterados», algo intrascendente. Y al hacerlo, le dio al tramposo un póquer de ases. Me explicaré.

Los americanos no se interesan demasiado por los negros. Esto lo dijo, en 1884, uno de los tipos más extraordinarios de todos lo tiempos, y no entiendan lo de extraordinario como un elogio, sino en sentido literal. Un tipo que necesitaría varias entradas para empezar a hablar de él y de su asquerosa obra. Un timador, un trilero, un sujeto amoral, el rey de un país demasiado pequeño y ordenado, capaz de soportar su afición por las niñas, pero incapaz de darle su sueño hecho de mapas, barcos y mercaderías.

Lo curioso es que el mismo hombre que preguntaba si estaban en venta las Filipinas, que pensaba en conquistar algún pedazo de China o que ponía por escrito que el tesoro del emperador del Japón estaba «mal custodiado», terminó haciéndose con un territorio tan grande como media Europa. Lo consiguió engañando a todo el mundo, jugando con cartas marcadas, y aprovechándose de la apatía y la ignorancia de unos, y de la negligencia de otros.

Primero encabezó un movimiento (la AIA) casi filantrópico destinado a crear bases en África Central e introducir allí la «civilización»; luego compró a Stanley y creó una compañía mercantil, la CEHC, en la que participaban, además del tahúr, otras personas que pronto desaparecieron de la empresa, de dudosa reputación (ellos) y prácticamente en quiebra, especialmente interesadas en la explotación la navegación del río Congo y la construcción de un vía férrea que salvase los últimos kilómetros del río, imposibles de navegar. Finalmente convirtió el comité en la Association Internationale du Congo, la AIC. Sir Travers Twiss, el experto oxoniense, contestó, cuando se le consultó formalmente acerca de la posibilidad de depositar en algo tan extraño la soberanía de una nación, que por qué no, que ahí estaban la Orden de Malta o los Caballeros Teutónicos.

Pero me he adelantado. La cosa africana lo era de costas y casi todas estaban ocupadas. Portugueses, ingleses y franceses discutían sobre la desembocadura del Congo y nuestro trilero fue prometiendo a todos lo que negaba a todos, sin más fuerza que las proclamas y una buena fortuna. Cuando el inmigrante despreciado, el extraordinario Brazza, firmó con el reyezuelo Makoko un tratado de amistad, un diputado de la Asamblea dijo con sorna: «Por fin tenemos un aliado». Lo cierto es que la presencia, no buscada, de Francia, al norte del río Congo, llevó a los políticos ingleses a aceptar a los negreros portugueses. No parecía haber otra solución. Sin embargo, el timador, alto y barbudo y amante de la filantropía, proclamó: ¡libre comercio! Nada hay que guste más a un inglés que eso. Tan filantrópico era nuestro protagonista que anunció que asumiría todos los gastos de la empresa. Los ingleses gritaron ¡hurra! y los franceses, que creían que el tipo era un excéntrico, se encontraron con garantías de que Francia tenía «preferencia» para ocupar el territorio si no era capaz de sacarlo adelante. Y no crean que se olvidaron; pregúntenle a De Gaulle.

Tan absurdo era todo que, cuando Bismarck organizó la Conferencia de Berlín (esa en la que según los libros que habrán leído supuestamente se repartió África), nadie invitó al tahúr. No importó; se coló en la fiesta usando a la delegación americana y al viejo Stanley; y fue prudente: solo pidió, a través de su marioneta, que el territorio incluyeses lo que llamó la «cuenca geográfica y comercial del Congo», o lo que es lo mismo África central de costa a costa. No se le hizo caso, claro, pero las actas de la conferencia se llenaron de mapas y más mapas, repletos de errores, de cordilleras y lagos inexistentes, y el trilero los fue convenciendo, de uno en uno. Los americanos fueron fáciles: no se interesaban por los negros y «su» hombre era «su» hombre. Bismarck era más difícil. No se tragó las proclamas de buenas intenciones, pero calculó sobre contrapesos: así, cuando el timador se presentó sin fronteras le mandó a paseo, pero luego aceptó un Congo sin Katanga. Los franceses le darían el resto: el timador les dijo que renunciaba a los territorios al norte del río, que no controlaba, pero que, a cambio, reclamaba los que había excluido de los mapas presentados al «canciller de hierro». Y los franceses, por segunda vez, se asombraron por tanta generosidad. Así que el mapa que firmaron los franceses era diferente: incluía Katanga, la zona más rica del Congo.

El hueso más duro era el inglés. Y entonces se produjo la farsa. El 1 de agosto de 1885, el timador se proclamó rey soberano del Congo, incluyendo la neutralidad y el libre comercio como elementos fundadores. Y se lo comunicó a los firmantes del acta de Berlín.

El acta no contenía ningún acuerdo sobre fronteras, pero todos los documentos que se habían discutido, junto con sus mapas, estaban en un solo dossier. Alguien comprobó que el mapa que aparecía en el dossier coincidía con el que enviaba el rey trilero, y pensó que los ingleses habían aceptado la creación del nuevo Estado. Salió del Foreign Office una comunicación dando al Gobierno inglés por enterado, lo que equivalía a dar por buena la creación del nuevo Estado con las fronteras admitidas por Francia. A la vuelta de vacaciones, los expertos se encontraron con el error ya cometido, e Inglaterra no quiso desdecirse. Cuando años más tarde Rhodes intente hacerse con Katanga (ese oscuro episodio en el que el rey timador termina enviando sicarios), el gobierno inglés se atendrá a su palabra.

El golpe se había consumado. Había nacido un aborto, el horroroso negativo del siglo XX.

Trenos por sesenta millones de muertos

Uno de abril de 1945. Más de cien mil soldados japoneses, muchos llegados de China y Manchuria, defienden Okinawa, una de las islas Ryukyu, que no forman parte de Japón sino desde finales del siglo XIX. En Okinawa, vive casi medio millón de personas. Los estadounidenses acaban de tomar Iwo Jima y, en la invasión, habían muerto más soldados atacantes que defensores. Estratégicamente fue un éxito: la marina y la aviación ganaban un puesto avanzado. Sin embargo, el número de bajas comenzó a influir de manera evidente en la mente de los militares que estaban ya diseñando el ataque definitivo al Japón.

Okinawa confirmó esos temores. Los norteamericanos tardaron casi tres meses en tomar la isla. En la campaña, la marina norteamericana sufrió tantas bajas como en los dos años anteriores de guerra. En cuanto al ejército y la infantería de marina, las bajas igualaron a las de los defensores: 80.000 muertos en combate, 30.000 heridos, y 25.000 más que murieron por accidente o enfermedad. Y ello pese a tratarse de los veteranos de la guerra en el Pacífico.

Ahora pasemos a Harry S. Truman. El 12 de abril de 1945 se convirtió en presidente de los Estados Unidos por la muerte de Roosevelt. Ese mismo día se entera de que existe la bomba atómica. Todavía es un proyecto de resultado incierto. Aunque hace casi un año que existe una unidad especial de aviación designada para su lanzamiento, hasta mayo y junio de 1945 no fue destinada a las Marianas, el lugar desde el que partiría la misión de bombardeo.

Ahora volvemos atrás. Esto era Japón. Aplicar nuestra idea de una sociedad autoritaria y jerarquizada, en la que se cumple la cadena de mando, a los disciplinados japoneses, es un error. Su disciplina era básicamente ideológica y religiosa. La rebeldía por razones morales se generaba de forma natural en esa ideología, y crecía y se ampliaba según se subía en la escala social. Sobre todo porque era auténtica, sincera, ya que llevaba aparejada el autosacrificio. Japón era entonces un lugar complicado si pretendías imponer algo contrario a esa visión del mundo. Incluso aunque el que pretendiera imponerlo fuese el propio emperador.

En enero de 1945 (antes de Iwo Jima y Okinawa), los norteamericanos y los ingleses habían calculado que iban a necesitar un millón y medio de hombres, toda la flota del Pacífico y parte de la Royal Navy, y cinco mil aviones para invadir Japón. Ya entonces se calculaba (tomando como base para el cálculo las operaciones de los años precedentes) más de medio millón de bajas. Y si se consideraba la pérdida de vidas entre los japoneses, bien por un bloqueo que ya era total, bien por las previsibles acciones bélicas de bombardeo incendiario, bien por la propia invasión, no era descabellado pensar en millones de muertos. Es cierto que militares norteamericanos tan famosos como McArthur (que no fue consultado), Leahy, Eisenhower o Spaatz afirmaron tener dudas sobre la capacidad de resistencia del Japón, pero fue tras la guerra y tras haberse lanzado las bombas, como crítica a su lanzamiento y cuando ya se había tomado conciencia de que no se trataba de un arma más, puesto que cualquier estrategia general futura entre las superpotencias debía considerar la autodestrucción. Los hechos objetivos, sin embargo, antes del lanzamiento, no avalaban esas tesis, en absoluto. En los relatos críticos sobre el lanzamiento de las bombas atómicas planea, a menudo, un sesgo retrospectivo de libro.

El coste previsto de la invasión era, en ese momento, de tal calibre, que algunos estrategas y analistas llegaron incluso a plantear un bloqueo como forma menos costosa de rendir al Japón. Sin embargo, esa opción chocaba con factores económicos, políticos y emocionales. En Estados Unidos seguía existiendo libertad de información y la población no dudaba —alimentada además por la propia propaganda de guerra— en calificar a Hitler y a Hirohito como bestias salvajes. Esa calificación no era, además, ya lo sabemos, arbitraria: las noticias de los campos de exterminio de Alemania y de las Filipinas han llegado a la opinión pública. Esto, a menudo, se olvida: seis años de guerra y sesenta millones de muertos exigían un precio, la rendición incondicional.

Veamos ahora el factor ruso. Roosevelt obtuvo de Stalin una promesa de colaboración en la derrota del Japón. Un ataque en Manchuria dificultaría la defensa de las islas y del propio Japón. Sin embargo, en Yalta, en febrero de 1945, la bomba, aunque avanzada, no era un factor decisivo. Luego las cosas empezaron a cambiar. Los rusos, que habían estado nadando y guardando la ropa, vieron una oportunidad excelente en el este de Asia. No sólo para pagar la humillación de la guerra ruso-japonesa, sino para su propia expansión territorial e ideológica. Así que, cuando en abril, los soviéticos anunciaron que no renovarían la neutralidad con el Japón, los japoneses intentaron el camino diplomático con Stalin para llegar a una rendición con condiciones, ignorando que el propio Stalin era el más interesado en una guerra larga y hasta el fin. Quienes sí lo sabían eran los norteamericanos, al igual que sabían que los soviéticos habían decidido que Europa del este iba a ser suya, a pesar de las conversaciones sobre el papel de una nueva «Sociedad de Naciones». Que la rapidez del desenlace y el uso de la bomba pudieran atemorizar a los rusos estuvo con seguridad en la mente de Truman y de los dirigentes norteamericanos. Que fuese la razón principal para el lanzamiento es contrario a la evidencia. Por cierto, Stalin ni siquiera se inmutó cuando, en Potsdam, Truman le comunicó la existencia de una «superbomba». No se inmutó porque conocía los detalles perfectamente, a través de sus espías en el Proyecto Manhattan. Además, siempre que se habla de la bomba y la URSS, se olvida que, hasta mediados de julio de 1945, no existió certeza (al menos entre los pocos militares y políticos que conocían su existencia) de que la bomba funcionaría y de cuál era su poder destructor. Considerar que la política norteamericana iba destinada a alargar la guerra para demostrar algo a los rusos y que, por eso, se hizo caso omiso a supuestos signos que venían del Japón desde varios meses antes, es absurdo.

Efectivamente, uno de los errores sobre las posibilidades para la paz en abril de 1945, que lleva a muchos autores a juzgar severamente las declaraciones de Potsdam, de las que luego hablaré, es la de ignorar hasta qué punto eran aquellas serias o no. Es cierto que Kantaro Suzuki, un almirante retirado, y presunta «paloma», fue designado jefe de gobierno en abril de 1945. También lo es que, después de la guerra, el mismo Stimson, Secretario de Estado, manifestó que tenían conocimiento de que una gran parte del gabinete japonés era partidario de la paz. También leerán en algún lugar sobre la existencia de comunicaciones del propio Hirohito, en julio de 1945, con manifestaciones en ese mismo sentido. Lo malo de estos relatos es que chocan con los hechos, total y absolutamente, porque no puede ser cierto que los japoneses solo quisieran que se mantuviese formalmente al emperador en su trono. No puede serlo por una sencilla razón: incluso después de la primera bomba las exigencias fueron muy superiores.

Para dejarlo claro hay que hablar de Potsdam, la conferencia celebrada del 17 de julio al 2 de agosto de 1945, por los vencedores. Allí se discutió, entre otras cosas, sobre la rendición del Japón. Era evidente que Japón había perdido la guerra y también lo era que los japoneses querían una rendición «honrosa». Stalin se lo comunicó a Truman, y a Truman se lo confirmaron también sus propios servicios de inteligencia. Lo que no estaba tan claro era qué significa rendición honrosa. Por eso Truman, el 26 de julio, hizo una declaración: los japoneses sólo podrían evitar la catástrofe rindiéndose en el acto y eliminando los obstáculos para el desarrollo de las «tendencias democráticas entre el pueblo japonés». Se estaba dando al gobierno japonés la oportunidad de sondear el mantenimiento formal de la figura del emperador. Sin embargo, Kantaro Suzuki —se dice que por un error de traducción—, decidió ignorar esa declaración, sin intentar siquiera obtener algún tipo de especificación. Mientras tanto, Hirohito se preocupaba, sobre todo, del tesoro imperial del Japón, demostrando lo difícil que es afirmar sensatamente que existía una voluntad más o menos uniforme de obtener una paz con mínimas concesiones.

Bien, ya estamos en agosto de 1945. Los japoneses, pese a ser evidente que su fin era inevitable, seguían sin dar signos de querer capitular. Al contrario, estaban implantando planes de resistencia alegremente denominados La Gloriosa Muerte de Cien Millones, y en junio de 1945 habían llamado a filas a toda la población, según cálculos de la época, dos millones de soldados y veintiocho millones de miembros de la milicia local. Sus alocados planes incluían el llamado Cerezos en flor por la noche, ataques kamikaze sobre California para esparcir el ántrax sobre el que viene trabajando el ominoso y repugnante Escuadrón 731.

Por otro lado, Iwo Jima y Okinawa les han demostrado a los norteamericanos lo que les podía costar una invasión. La guerra estaba ganada, pero las pérdidas eran superiores a etapas anteriores de la guerra. Entre abril y junio de 1945, mil quinientos kamikazes habían ocasionado pérdidas terribles a la 5ª Flota. Cientro treinta buques resultaron perdidos o muy dañados, entre ellos cinco portaaviones, y los servicios de inteligencia afirmaban que siete mil quinientos aviones esperaban en Japón a las lanchas de desembarco y los buques de apoyo.

En ese momento, tras seis años de guerra y sesenta millones de muertos, el presidente fue informado de que la bomba funcionaba. La prueba había tenido lugar el 16 de julio de 1945, en Los Álamos. Se trataba de una bomba de plutonio, idéntica a la que luego estallaría en Nagasaki. Truman, en ese momento, tomó una decisión razonable, considerando los hechos. Ya habían muerto más de cien mil personas en Tokio, en los bombardeos de marzo de 1945, y habían sido arrasadas Nagoya, Osaka y Kobe, y, pese a ello, los japoneses no se habían rendido. La demostración del poder destructivo de una sola arma, debía ser concluyente, y de no producir el efecto moral previsto en la mente de los mandatarios japoneses, debían producir su efecto más propio: el destructivo. Y con ello facilitar la invasión.

No es muy trascendente por qué se escogió Hiroshima. Era un blanco más fácil que otros, había tropas acantonadas, tenía importancia militar y logística y se pensaba que no había campos de prisioneros aliados. El 6 de agosto de 1945 quedó completamente destruida.

Los dirigentes japoneses ya supieron el mismo día 6 que la ciudad había desaparecido, aunque  siguieron existiendo dudas entre el primer y el segundo ataque, acerca de la naturaleza del arma.

En cualquier caso, y pese al ataque, el gobierno japonés y el consejo de guerra siguieron discutiendo acerca de la necesidad de que se respetasen cuatro puntos para que la rendición fuera honrosa: el mantenimiento del modelo instaurado en la constitución de 1889 (precisamente aquél que había originado y fundamentado el militarismo, expansionismo y racismo japonés), que no se ocupase el Japón, que el desarme correspondiera a las propias fuerzas armadas japonesas, y que los crímenes de guerra fueran juzgados en el seno de estas. Como es evidente, se trataba de exigencias disparatadas.

Ni siquiera la declaración de guerra de la URSS, el 8 de agosto, y los ataques en Manchuria, cambiaron el sentido de las discusiones. Al contrario: la orden que recibieron los ejércitos japoneses de Manchuria fue batirse hasta la muerte.

La madrugada del 9 de agosto, los seis miembros más importante del gabinete se encontraban empatados: tres de ellos (demos sus nombres para escarnio de su memoria, Korechika Anami, Yoshijiro Umezu y Soemu Toyoda) exigían seguir adelante con la guerra, frente a otros tres, que planteaban negociar directamente con los norteamericanos. Obsérvese que lo que planteaba la alternativa «pacifista» no era renidrse incondicionalmente, sino negociar directamente. Debido al empate, se permitió la entrada a todos los miembros del gabinete, pero eso no desbloqueó la situación.

Las discusiones continuaban cuando llegaron las noticias de la destrucción de Nagasaki.

Hay que decir algunas cosas de la segunda bomba y del porqué de su lanzamiento. Se ha criticado a veces a los estadounidenses por no hacer, con la bomba de Hiroshima, algo así como un tiro de aviso. Los que dicen eso se olvidan de qué es una guerra. Y, sobre todo, se olvidan de qué fue la 2ª Guerra Mundial. Los norteamericanos tenían material para cuatro bombas (y cada bomba se fabricaba artesanalmente) en ese momento. Esas bombas, además de para intimidar, cumplían la misma función (sólo que aumentada) de cualquier arma y temían malgastarlas, sabiendo que iban a tardar, presumiblemente, algún tiempo en tener listas nuevas bombas (y así sucedió con el material de una de ellas: se malgastó en pruebas antes del bombardeo de Nagasaki). Por esa razón, los estadounidenses sólo disponían de una bomba más tras Nagasaki, una bomba que ya tenía un destino fijado en caso de que no se produjera la rendición: Sapporo.

La bomba se lanzó tres días después, y no cinco días como se había previsto inicialmente, porque iba a comenzar un período de mal tiempo, y los norteamericanos querían que el efecto acumulativo sobre la mente de los gobernantes japoneses —que ignoraban cuántas bombas similares podían lanzar los norteamericanos— fuese devastador. Se lanzó sobre Nagasaki y no sobre Kokura, el objetivo principal, porque ésta estaba cubierta de nubes.

Volvamos a la reunión del gabinete japonés. Cuando llegaron las noticias del segundo lanzamiento, Korechika Anami, líder de los intransigentes, siguió negándose a la rendición. Incluso a negociar con los norteamericanos directamente. Y fue necesario que Kantaro Suzuki convocase una nueva reunión a la que invitó al propio Hirohito. Durante esa reunión, las opiniones seguían enfrentadas, y fue Hirohito el que impuso la decisión de rendirse; eso sí, con la condición de que se le mantuviese «simbólicamente» como emperador del Japón. Hicieron falta dos bombas atómicas para que el emperador, el 10 de agosto, autorizase al ministro de relaciones exteriores para hacer esa proposición de paz.

Esa proposición podía haberse hecho tras la declaración de Potsdam, pero no se hizo porque los mandatarios japoneses aún querían salvar un régimen criminal y genocida. Todos los análisis a posteriori sobre la voluntad de los dirigentes del Japón, en la primavera de 1945, o sobre las vagas proclamas de paz de Hirohito, chocan contra la terrible realidad de las discusiones tras Hiroshima y Nagasaki y son incompatibles con ellas. Son malas falacias del historiador causadas por el horror nacido de la contemplación de la terrible capacidad destructiva del arma atómica y su proyección en un posible armagedón final.

Esos análisis, además, chocan, con el comportamiento de los oficiales que, ese mismo día, se plantearon dar un golpe de estado, y salvar al emperador de su deshonor; y que fracasaron, al comprobar que sus cabecillas naturales, los mismos que habían querido continuar con el sacrificio de su pueblo, habían optado por el suicidio ritual.

Y chocan con la decisión tomada por Hirohito, en una fecha tan tardía como el 14 de agosto, de exigir la firma personal de los altos cargos de los ministerios en las condiciones de la rendición.

Y chocan con la batalla sucedida, poco después, entre la guardia de palacio y jóvenes oficiales que pretendían evitar que el mensaje de rendición grabado por el emperador para su pueblo, fuera retransmitido, y que después se suicidaron en masa.

Y chocan con el hecho de que los que firmarían, el 2 de septiembre, la rendición del japón, en el buque Missouri, escogieran vehículos camuflados, por si se producía un ataque de fuerzas contrarias a la rendición.

Y chocan con las declaraciones del hombre más cercano al emperador, Koichi Kido, que afirmó que las bombas les habían ayudado a ellos, los partidarios de la paz, a ganar las discusiones sobre la rendición o el exterminio.

Y chocan, sobre todo, con el hecho de que Truman, siguiendo el consejo de Stimson, y apoyado por todo su gabinete, aceptara que Hirohito siguiera siendo emperador, a pesar de todo lo sucedido, y a pesar del lanzamiento de dos bombas atómicas.

No hay ninguna razón para pensar que no habría admitido lo mismo quince días antes.