
I. Primeras andanzas
Andrés es un zagal avispado y revoltoso. No es de extrañar que su padre, Juan Ochoa, alcalde de Villafranca de Oria, lo encamine a la carrera de las armas. Es joven cuando anda por las Italias y por las tierras del César Carlos. Solo diecisiete años cuando, de vuelta a su tierra, se enrola en la armada de Don García Jofré de Loayza, compuesta de siete naos que quieren dar la vuelta al mundo y repetir la hazaña de la flota de Magallanes. Poco puede verlo su madre, Doña Gutierra, que meditará quizás que esta segunda aventura no puede ser peor que la primera, la que le ha hecho un hombre por los campos de Europa.
Andrés es paje de Don Juan Sebastián Elcano, segundo capitán general de la expedición y piloto mayor. No en vano van a surcar mares que solo conocen diecisiete hombres. El más distinguido de entre ellos es Elcano, vasco como Andrés.
El 24 de Agosto de 1525 zarpa la armada de la Coruña. Comienza la aventura del hombre que descubrirá el tornaviaje.
II. El baile del patagón
Andrés, aunque joven y memorión, tiene costumbres de hombre avezado en viajes y letras, pues anota en un diario el devenir de las singladuras. Cuatro meses han consumido hasta alcanzar la desembocadura del río de la Santa Cruz, ya tan al sur. La Sancti Spiritus, nao de Elcano, navega la primera, cuando el piloto mayor observa que la capitana y la San Gabriel faltan. Él quiere esperar, pero le convencen; es enero y hay que abreviar, no sea que los coja el invierno, pero se confunde al entrar al estrecho y, para más desgracia, una tormenta terrible desbarata la Sancti Spiritus. Se impone orillarse. Entre las brumas, algún marinero divisa figuras vestidas de rojo. Rápidamente un esquife transporta a los hombres necesarios para, al menos, prender a un patagón, según el nombre impuesto por Magallanes, lector de novelas de caballería.
Han de subirlo con un aparejo al buque, tal es el miedo del indígena. Allí, sobre la cubierta le dan de comer, y vino, y después un espejo, “con el cual hizo tantas cosas de ver su figura dentro del espejo, que no haría más un mono”. El patagón intenta asir a su congénere y, al no conseguirlo, lanza grandes risotadas y baila, hasta que ya no puede más, con gran regocijo de la tripulación. Se le deja en tierra y se le despide.
III. De salvamento entre penalidades
Andrés forma parte de la cuadrilla de siete que va a tierra a buscar náufragos. Pronto, mientras vagan por la orilla, se ven rodeados de patagones. Habían trascendido los dones recibidos por el patagón bailarín, y los siete no saben —o temen— negarse a compartir con ellos las provisiones. De repente, sin víveres ni agua, sin saber bien donde están los navíos, Andrés descubre lo que es pasar penalidades. Algunos llegarán a beberse su propia orina. La providencia está, sin embargo, con nuestro protagonista, cuando descubiertos algunos náufragos, divisa la nave capitana y dos naos más.
Parece que ha pasado lo peor, pero estamos a finales de febrero. Una nueva tormenta, peor que la anterior, se abalanza sobre la flota. Llueve sobre mojado. Entre la confusión, una nao, la Anunciada, deserta, y de ella no se tendrán más noticias. Hará lo mismo poco después la San Gabriel.
No queda más remedio que poner en seco las embarcaciones. Las reparaciones durarán un mes. Cazan focas y juegan con los pingüinos, y se aprovisionan; anticipan lo que les espera en ese océano inmenso, casi sin tierras emergidas.
IV. La orfandad de Andrés
El 24 de marzo de 1525 parte la flota hacia el estrecho y el 8 de abril, entre presagios, lo empiezan a navegar. ¿Exagera cuando narra los padecimientos por el frío y las noches infestadas de piojos? “No hay quien pudiese ver”, cuenta Andrés y es verosímil, porque serán muchas sus hazañas, como para atribuirlas a varios hombres, y no precisa de artificios o fanfarronerías.
Cuarenta y ocho días de frío y cuarenta y ocho noches de plaga tardan en cruzar el estrecho. El sábado 26 de mayo singlan en el Pacífico, que los recibe con una nueva tempestad que dispersa la flota para siempre.
Andrés esta en la capitana, la Santa María de Victoria, junto con Elcano y Loayza, cuando les alcanza la mala suerte. El 30 de julio muere Loayza y el 6 de agosto Elcano.
V. Un gallego en las Islas de los Ladrones
Don Toribio Alonso de Salazar se hace con el mando de la nave y, tras consultas, decide poner rumbo a las Islas de los Ladrones. Tres meses más tarde, los hombres parecen ánimas y la propia nao se lamenta, pero se asombran cuando se topan con una isla tropical, con una laguna interior de aguas cristalinas. Deben pensar que es un espejismo, porque son incapaces de acercarse y se ven forzados a seguir rumbo. El 4 de septiembre llegan por fin a su destino.
Pronto se ven rodeados por decenas de canoas, repletas de indígenas desnudos.
No saben qué hacer, cuando uno de los salvajes, se levanta y los saluda en castellano. Es Gonzalo de Vigo, marinero de la nave Trinidad, de la flota magallánica, y su único superviviente. Lleva tres años allí y ya habla la lengua de los naturales de la isla. Se aprovisionan gracias a su inesperado intérprete, pero pronto piensan en partir, porque los indígenas se comportan haciendo honor al nombre que les dio Magallanes.
VI. Democracia a la española
La mala racha no cede, va a lomos del escorbuto. Al poco de partir de las Islas de los Ladrones, muere Don Toribio y se apodera de los hombres la cizaña. Dos se disputan el mando. Ambos son supervivientes de la primera vuelta al mundo. A votar. Parece que Fernando Bustamante va ganando cuando su opositor, Martín Íñiguez de Carquizano, arrebata los votos de las manos del escribano y los arroja por la borda. A punto está de producirse, en plena alta mar, rodeados por la nada, una batalla entre los partidarios de uno y otro. Al final retrasan la cuestión al momento de llegar al Moluco, su próximo destino.
Sin embargo, antes lo harán a Mindanao. Íñiguez, de mayores virtudes militares, ve su oportunidad. Reúne en cubierta a los hombres y les advierte del riesgo de entrar en terreno desconocido sin capitán, a la vez que explica sus méritos, mayores que los de Bustamante. Los hombres aceptan; todos menos Bustamante, al que engrillan hasta que jura obediencia.
VII. Entre bellacos
No le gustan estos indios a Urdaneta, que los trata de corrompidos y traicioneros. Aunque se le nota cierta desazón en el elogio comedido, cuando dice que dan culto a ídolos de madera “pintados con alguna delicadeza”.
Algo de rencor debe de haber en el hecho de que les resulte difícil hacer bastimento con indios tan guerreros, que aceptan las cuentas de vidrio una vez, pero se niegan displicentes a la segunda. Andrés les dice “bellacos”, pero sería curiosa de ver la reacción del vascongado de ser a la inversa el trueque.
Tras pasar por Cebú, donde se avituallan y dan una bandera con las armas del emperador al cacique, arriban a Gilolo. Han llegado al Moluco.
VIII. El mundo dividido
Ajeno al viaje de los españoles, Almanzor, rey de Tidore, muere envenenado. No han podido las armas de sus rivales de Ternate doblegarlo. Ha hecho falta el apoyo de los arcabuces portugueses.
En esas llegan los españoles y el nuevo rey les manda un mensajero. Son nuevos tiempos y hay que pactar con esos hombres poderosos que vienen de tan lejos. Íñiguez acepta y embarca rumbo a Tidore. Don García Henríquez, gobernador portugués del Moluco, es informado y manda raudo una embarcación con una requisitoria. Íñiguez se limita a exhibir la provisión del emperador ordenando construir una fortaleza en las tierras que le corresponden. Recuerda al portugués que su mitad del mundo no incluye el Moluco y cuestión tan científica va a ser resuelta a cañonazos.
Dos navíos y doce galeras tienen los portugueses. Los españoles son apenas ciento cincuenta.
IX. Si vis pacem
No todos están conformes con las locuras de su capitán. Soto, contador de la nave, ha conspirado para deponerlo y pactar con los portugueses. Íñiguez se adelanta. Son menos cada vez.
Íñiguez escoge a Urdaneta, de diecinueve años, para sustituir a Soto. Son otros tiempos, pero llama la atención que un hombre tan joven sea el elegido. Ha debido hacerlo bien nuestro Andrés. Mandará uno de tres pelotones.
Íñiguez le hace decir al capellán misa seca, para lo que saltan a tierra. Después, a todos se pide opinión, y todos a una, ciento y cinco, se conjuran.
El uno de enero de 1527 llegan a Tidore y el mismo día, con el año nuevo, comienzan a construir un fortín. Diecisiete días más tarde atacan los portugueses. Los rechazan. Luego intentan desembarcar y los españoles les obligan a retornar a las naves.
Ha empezado la guerra.
X. En guerra
La furia portuguesa se manifiesta en forma de navío con una bandera roja y una divisa: “A sangre y fuego”.
Y cumplen. Empiezan por la Santa María de la Victoria. No queda más remedio que quemarla. Los españoles se encuentran, de repente, sin medio de partir de las islas. Los paraos indígenas no sirven de mucho y no hay forma de construir un navío, pese a contar con hombres capaces, porque la madera del lugar es muy “bellaca”.
No se arrugan. Abordan una galera portuguesa y asaltan la isla de Motiel, pero va pasando el tiempo y van pasando los rumores de auxilio desde el este. Urdaneta los busca durante más de un mes y aprende a conocer esas aguas. En uno de esos viajes, topa con un barco portugués y, en la refriega, explota un barril de pólvora que lo desfigura.
Tanta es la resistencia española que se acuerda un armisticio, roto por las ínfulas del nuevo gobernador portugués, Don Jorge de Meneses. Nuevo ultimátum y nuevo rechazo, y a los portugueses les pareció “mal tener nosotros tanto ánimo”, dirá Urdaneta.
Entre tanto, Urdaneta ya lidia en la política local y contra las órdenes de Íñiguez ataca a un convoy del enemigo. A punto está de costarle la destitución, si no fuera por su valía y por el rápido perdón solicitado del capitán. No podrá este retener a nuestro protagonista por más tiempo, ya que muere, dicen algunos que víctima del veneno portugués.
XI. Esperanza y fracaso
Hernando de la Torre es el quinto jefe que conoce Urdaneta. Es tanto o más osado que el anterior. Quizás su osadía es fruto de la desesperación. Sin embargo, el día menos pensado, un navío, la Florida, aparece. Viene desde México; lo envía Cortés y, con él, hombres, pólvora, balas y pócimas.
Acuerdan Hernando de la Torre y el capitán de la Florida, Álvaro de Saavedra, que la nao vuelva a México en demanda de más ayuda. Hay que aprovisionar la nao y, para ello, planean un golpe audaz contra los portugueses, asaltando alguno de sus principales almacenes con la ayuda de los recién llegados.
Dos veces intentará volver la Florida. Dos fracasos. Los vientos no son propicios. Será Urdaneta quien resuelva el misterio del tornaviaje.
XII. Decisión
Meneses está furioso por la pertinacia de los españoles. Prepara un fuerte ataque y es rechazado. Los españoles, sin embargo, están agotando su fortuna. El número de portugueses no cesa de aumentar; su fuente es Malaca y controlan las rutas africanas. Los reyezuelos que han apoyado a los españoles los van abandonando.
El golpe de gracia lo da una incursión temeraria que dirige Urdaneta. Los portugueses se enteran. Quedan pocos hombres en la base española y Bustamante, aquel que quiso mandar, ha soliviantado a algunos contra La Torre.
Al final La Torre capitula y promete abandonar el Moluco.
¿Y Urdaneta? No está en Tidore y no se siente obligado por las promesas de su capitán, que ha jurado sobre una hostia consagrada.
A sus veintidós años, al mando de veintisiete hombres, decide hacerse pirata.
XIII. Urdaneta pirata
Los españoles y los indios de Gilolo hacen “saltos por todas las islas”. Urdaneta los manda. Sólo se detienen para alguna correría de caza.
Nadie hay sobre él. Actúa a su antojo, pero sigue las órdenes del emperador. Llega incluso a abortar una conjura indígena contra españoles y portugueses. Lo cortés no quita lo valiente.
Estamos en noviembre de 1530 cuando aparece el tercer gobernador portugués que ha conocido Urdaneta. Se trata de Gonzalo de Pereira, que trae noticias importantes. El emperador Carlos, a cambio de una gran suma, renuncia a reclamar el Moluco.
Se lo comunican a Urdaneta, que desconfía. Quiere ver los despachos del emperador, pero no los tiene Pereira, los tiene el Gobernador General de las Indias portuguesas. El tiempo transcurre y la desconfianza aumenta y, en el ínterin, Pereira es muerto por los indígenas. Los españoles comandados por La Torre ayudan a los portugueses y, gracias a eso, lograrán salvoconducto para marchar a la patria. Ya es el año de Nuestro Señor de 1534.
Urdaneta no parte con los demás. Tiene vales por especias que cobrar de los indígenas. Hasta noviembre de 1535 se retrasa en salir hacia Ceilán y hasta enero de 1536, en un navío portugués, en emprender camino a Lisboa.
XIV. ¿En casa?
En junio de 1536, Urdaneta llega a Lisboa. Nada más desembarcar se le despoja de todo cuanto posee, incluyendo planos y escritos. Protesta, llega a pedir audiencia al rey de Portugal. El embajador español teme por él y le da un caballo para que huya.
Atrás deja lo único que conserva de sus años en las Indias, una hija. Sí, el joven, el paje, el marino, el militar, el pirata, la ha traído con él. No sabemos más de su hija mestiza, ni de la amante que deja atrás.
Tiene veintiocho años nada más, pero lleva diez fuera; diez años que parecen diez vidas. ¿Cómo verán los cortesanos al hombre desfigurado, marcado con los surcos y el color del trópico?
Los miembros del Consejo Real y Supremo de Indias le quieren oír y Andrés de Urdaneta y Cerain lo cuenta todo, con tal detalle y orden que asombra a los que lo escuchan. Es un sabio este guipuzcoano, dirá de él Fernández de Oviedo.
Marcha de palacio y pasea por Valladolid. ¿Por dónde pasean sus pensamientos?
XV. Lo que sale en los libros.
Urdaneta marcha a Nueva España. En 1552 se hace fraile agustino.
Mientras tanto sigue ocurriendo que los barcos saben ir hacia el oeste, pero no saben volver. Cinco veces se ha intentado en treinta años y cinco se ha fracasado.
Un nuevo intento va a ser capitaneado por Legazpi. Urdaneta tiene 56 años y ha sido fraile los doce últimos. Sin embargo, se le encarga pilotar la armada.
Su hazaña y la de Legazpi están contadas. Llegan a las Filipinas y las toman. En ese momento, Urdaneta ha de demostrar sus conocimientos de navegación y cartografía. Desde la isla de Cebú sale la nao San Pedro, con doscientos hombres, el uno de junio de 1565. El 18 de septiembre ven la primera tierra de la costa de Nueva España.
Casi cuatro meses han usado, primero para subir y subir, dejando los trópicos y encontrar vientos favorables, a la altura del paralelo 42º, y después para viajar hacia el este. Urdaneta ha encontrado el tornaviaje, el que usará por siglos el galeón de Manila.
El tributo es terrible. Solo dieciocho hombres han soportado el viaje y es tal su debilidad que, al hacer la maniobra de fondeo en el puerto de Acapulco, optan por cortar la amarra, pues no tienen fuerza para izar el ancla.
Uno de los dieciocho es Urdaneta, que aún conserva ánimos para viajar a España e informar a Felipe II.
De vuelta en Nueva España muere. Tiene sesenta años.
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