Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XXX)

 

Durante la mayor parte de mi vida me desagradó el ajedrez. No había ninguna razón concreta para ello. Uno de mis amigos, aficionado desde niño, utilizó conmigo el recurso habitual: es un juego que desarrolla la inteligencia, me dijo. Debió parecerme sospechoso que me vendiese esto con catorce años, momento en el que ya era consciente de que esa aspiración tenía sentido en el caso de los demás, pero no en el mío (hacerme más inteligente, qué sandez), así que le respondí que quizás tuviera razón, pero que había formas mucho más enjundiosas de lograr ese resultado y que el ajedrez era una pérdida de tiempo. Como era de esperar, no perdí el tiempo con el ajedrez, pero conseguí un éxito clamoroso en hacer eso mismo con alguna de esas tareas enjundiosas que no me han servido para nada, salvo para la autoflagelación.

Hace años, sin embargo, mi hija mayor me pidió que la enseñase a jugar. Para hacerlo bien, compré libros y aprendí lo imprescindible. Como le gustaba, les busqué profesores (ya se había unido la pequeña). Continué comprando libros y leyendo (estudiar es una palabra que viene grande), para no quedarme atrás y también porque descubrí que la razón fundamental para dedicar tu tiempo al ajedrez es que resulta muy divertido. Siempre que se juegue con un ser humano, claro, o que simplemente participes del asombro.

Ya no me desagrada el ajedrez. Ellas son las culpables. Aunque ya no tengan tiempo para jugar con su padre.

 

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Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XXIX)

 

No recuerdo la última vez que lloré. Debía de ser muy niño. Supongo que he vivido ocasiones en las que debí llorar. Con seguridad, tras la muerte de mi padre y tras la muerte de mi madre. Pero no ocurrió. Creo que esta es una tara muy extraña y a veces pienso que llegará un día en que empezaré a llorar, quizás por alguna razón trivial, y no seré capaz de parar. Es un pensamiento irracional, lo sé, pero en algún sitio tendrían que estar esos litros de lágrimas sin derramar.

 

Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XXVIII)

 

En un cuento de Jorge Luis Borges, un hombre de dentro de mil años habla de un horno crematorio y de una cámara letal, y del filántropo que la inventó, un tal Adolfo Hitler. No es ese cuento uno de mis favoritos, pero sí lo es esa frase inmortal sobre las cenizas sanadoras del olvido. «Inmortal» es el énfasis tonto de la frase anterior. El mismo Borges escribió un cuento que tituló así, en el que habla de la muerte de los recuerdos y de su sepultura vacía. El autor termina confundiéndose con los personajes y nos convencemos, por las palabras de uno, de que la mentira está en las palabras de los otros, que ya no son ni imágenes. De los otros que no somos nosotros.

Esa es la paradoja que encuentra. Escribe para denunciar que lo que escribe está muerto y nos convence de ello.

Es como esto, algo que puedo enlazar porque está escrito.

Pura vida muerta.

 

 

 

Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XXVII)

 

Hoy, a cuento de una fotografía de Carlos Barral, he estado hablando sobre sátiros y he recordado una historia que tiene el sello de las buenas historias.

La cuenta Plutarco en una de sus obrillas sobre ética, recopiladas por un monje bizantino en el Medioevo —dato la recopilación para escribir Medioevo—. La obra se llama De defectu oraculorum y en su número 17 cuenta lo que sigue:

 

17  (…) «As for death among such beings, I have heard the words of a man who was not a fool nor an impostor. The father of Aemilianus the orator, to whom some of you have listened, was Epitherses, who lived in our town and was my teacher in grammar. He said that once upon a time in making a voyage to Italy he embarked on a ship carrying freight and many passengers. It was already evening when, near the Echinades Islands, the wind dropped, and the ship drifted near Paxi. Almost everybody was awake, and a good many had not finished their after-dinner wine. Suddenly from the island of Paxi was heard the voice of someone loudly calling Thamus, so that all were amazed. Thamus was an Egyptian pilot, not known by name even to many on board. Twice he was called and made no reply, but the third time he answered; and the caller, raising his voice, said, ‘When you come opposite to Palodes, announce that Great Pan is dead.’ On hearing this, all, said Epitherses, were astounded and reasoned among themselves whether it were better to carry out the order or to refuse to meddle and let the matter go. Under the circumstances Thamus made up his mind that if there should be a breeze, he would sail past and keep quiet, but with no wind and a smooth sea about the place he would announce what he had heard. So, when he came opposite Palodes, and there was neither wind nor wave, Thamus from the stern, looking toward the land, said the words as he had heard them: ‘Great Pan is dead.’ Even before he had finished there was a great cry of lamentation, not of one person, but of many, mingled with exclamations of amazement. As many persons were on the vessel, the story was soon spread abroad in Rome, and Thamus was sent for by Tiberius Caesar. Tiberius became so convinced of the truth of the story that he caused an inquiry and investigation to be made about Pan; and the scholars, who were numerous at his court, conjectured that was the son born of Hermes and Penelopê.»

Ya ven. En época del emperador Tiberio, es decir, en época de Cristo, un barco que navega hacia Italia se encuentra con una mar calma que le obliga a parar, cerca de la patria de los que se convierten en piedra tras ayudar a Ulises (Nausícaa, qué nombre, joder). Una voz, desde la costa, pregunta por Thamus, el capitán egipcio del navío, y le pide la merced de anunciar, cuando llegue a Pálodes, que el gran dios Pan ha muerto. Lo hace y se eleva un común y enorme grito de lamento.

Acababa de morir la Antigüedad.

Y en esto he gastado un rato.

Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XXIV)

 

Mi primer despacho estuvo en la calle General Pardiñas. Éramos cinco, todos jóvenes, y nos gastábamos prácticamente todo lo que ganábamos, que tampoco era mucho, en pimplar como piojos. Uno de los sospechosos planes habituales, al salir de trabajar, era cruzar la calle y entrar en una cervecería que ya no existe. No recuerdo el nombre, pero estaba al lado de una cafetería muy del barrio de Salamanca llamada Tankas que también cerró años después. A continuación -no hay dos sin tres- había (sigue habiendo) otra cervecería, la Daniela.

Muchas veces cerramos el lugar, a las dos o las tres de madrugada, borrachos, pero alimentados. Esa era una de las gracias. Al poco tiempo, uno de los camareros, un camarada de horas muertas, empezó, llegada la hora bruja, a surtirnos de unas raciones buenísimas que obtenía misteriosamente tras desaparecer un rato en la trastienda. Al final supimos dónde estaba la cueva de Alí Babá. Nos explicó que la Daniela y la cervecería se comunicaban por la parte trasera y que de allí venían esas raciones de ensaladilla, ropa vieja o patatas alioli, restos del día.

Charlas a grito limpio, remendando el mundo, calla que no tienes ni puta idea.

 

Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XXII)

 

Hoy cumplo cincuenta años y me doy cuenta del error cometido al no empezar este diario a los quince. Estoy absolutamente convencido de que en estos treinta y cinco años me han pasado cosas increíbles, divertidísimas, interesantísimas, intensas, únicas.

No las apunté por desidia y ahora casi todas se han perdido como lágrimas en la lluvia, como bártulos en el desván, como agujas en los pajares. Absuélvanme, estaba ocupado viviendo.

*

Ser cursi me parece facilísimo. Lo que me parece muy difícil es serlo sin bromear. Mejor: serlo sin dar a entender que bromeas.

*

 

Conocí hace muchos años a un tipo que trabajaba para la Comisión Europea. Era el primero de su calaña que conocía. Tenía una novia adinerada con negocios de hostelería, hortera y rechoncha, a la que ponía los cuernos con fruición. Se dedicaba a realizar montajes fiscales fraudulentos en sus ratos libres y además viajaba una vez al año a países del tercer mundo en busca de prostitutas baratas. Al menos lo contaba así. Era joven, entonces, con aspecto de roedor —imagino que lo conservará—, y solía vestir jerseys de talla inadecuada, que le tapaban la mitad de las manos.

Menos mal que luego conocí a otros tipos que han trabajado para la Comisión Europea. De no ser así, imaginad la idea equivocada que habría tenido de ellos.

Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XXI)

 

Nos gustan los supervillanos más que los superhéroes. El supervillano puede hacer humor negro. Además es muy inteligente y se entrega a todo tipo de placeres sin contención alguna. Es cierto que sabemos que el supervillano va a fracasar, que ese es el precio por ser tan atractivo, pero eso importa poco a los que fracasaremos también a pesar de no ser muy inteligentes y no entregarnos a todo tipo de placeres.

Por eso hacemos humor negro. Para al menos parecer un poco malvados, pero amariconadamente y negando —si hace falta— ante el juez que ese sea nuestro auténtico pensamiento, pues todo es una cuestión teórica sobre los límites de la libertad de expresión.

Merecemos ser machacados por algún supervillano, tal es nuestro patetismo.

Sí, no hablo de mí. Solo estaba siendo falsamente modesto.

Diarios de un tipo que no tiene horno de gas (XX)

 

El sábado estuve comprando en Usera. Fui a una pastelería estupenda a la que voy cada cuatro o cinco años o así y en la que siempre me encuentro una gran cola de lugareños. Me pregunto por qué llevan décadas allí, por qué no se piraron al centro. Hay una tienda de instrumentos musicales (básicamente guitarras y bajos eléctricos) en el barrio de Gamonal, en Burgos, que es excelente según me informan entendidos en la cuestión. Allí va gente de todas partes. Supongo que tienen buenas razones para mantener la tienda en un barrio de una ciudad enana en el que cuesta un huevo aparcar. O a lo mejor no tienen ninguna buena razón diferente de la razón por la que seguimos manteniendo lo que hacemos para no correr el riesgo de cambiar.

Entré en Usera por la Plaza Elíptica. El trayecto desde la plaza hasta el cruce con la calle Rafaela Ybarra suponía, en los primeros ochenta, para nosotros, algo parecido a atravesar el Bronx. Yonquis, heroína y «colorao». En el coche tardo pocos segundos. Son un par de centenares de metros.