Ruth Crawford

Pueden dejar de leer este artículo y escuchar la Música para pequeña orquesta de Ruth Crawford. O háganlo al final. 

Su autora no pudo escucharla en vida. Me gusta: es expresiva, potente y cabal. Era joven cuando la compuso, pero asoman esas cosas que Crawford amaba: las estructuras coherentes, densas, complejas, sin paliativos, con los instrumentos sonando en registros extremos, por «arriba» o por «debajo» de su lugar «natural»,  y el cuidado obsesivo en la evolución global del sonido considerado en todos sus elementos, altura, duración, timbre, dinámica.

Ruth Crawford estudió composición en Chicago, se relacionó con los ultramodernos, ganó una beca Guggenheim y con ella el dinero para andar un año por Europa componiendo extraños cantos con textos inventados, se casó con su profesor, un compositor y teórico que creía que las mujeres no saben componer sinfonías, escribió una decena de obras excelentes, en poco tiempo, y con apenas 32 años dejó prácticamente de componer y se dedicó a su marido, a su hijastro —el célebre Pete Seeger— y a los cuatro hijos de su matrimonio, a ciertas quimeras sobre la voz de las masas, a ayudar a los Lomax en su extraordinaria labor de recopilación de canciones populares, y a escribir versiones para niños de algunas de esas canciones. Con la excepción de la breve, ivesiana y brillante Rissolty Rossolty, estuvo veinte años sin componer en serio. En 1952 volvió, compuso una suite para quinteto de viento y un año más tarde un cáncer la mató.

Veamos primero lo accidental de Ruth Crawford: en su música se anticipan procedimientos propios de la música de posguerra y de los años cincuenta y sesenta, del serialismo integral, de la música concreta, de la música aleatoria. A los que la descubrieron en la década de los sesenta del siglo pasado (Perle, Elliot Carter), en particular por su celebérrimo cuarteto de cuerdas, les pareció que su música sonaba modernísima. Sin embargo, éste es un valor sin demasiada sustancia: no pudo influir porque era prácticamente desconocida. Crawford es algo más que una «precursora». Si merece la pena es por la entidad absoluta de sus escasas composiciones. Hay otro aspecto accidental: las causas que la llevaron, en el momento en que componía sus mejores obras, a abandonar su trabajo como compositora durante casi dos décadas. Es posible que resulte interesante desde una perspectiva feminista, pero al menos tenemos la ventaja de que su obra no era prometedora. Cualquier promesa razonable estaba cumplida ya antes de dejar de inventar música. Nos da igual si se infravaloraba o la infravaloraban, si la causa se encuentra en las exigencias familiares —deja de componer poco antes de empezar a tener hijos—, económicas —su mutismo se produce en los años más difíciles de la Gran depresión, cuando su marido pasa por graves dificultades—, ideológicas —su izquierdización, propia de muchos compositores norteamericanos de la época la llevó desde el formalismo a la música popular, a la que dedicará sus esfuerzos durante años— o en cualesquiera que podamos intentar imaginar. El dato de que fuera mujer no fue accidental para ella, ni para su carrera, pero debe serlo para nosotros, los que escuchamos su música y queremos valorarla.

Nació en 1901. Su padre era un pastor metodista que decidió ir al encuentro de su Señor muy pronto y del que Ruth decía haber heredado el gusto por la poesía. Años después dio clases a los hijos del poeta, novelista e historiador Carl Sandburg, y musicalizó ocho poemas de su jefe. El último de ellos, In tall grass, es muy notable: como suele ser habitual en la música de Crawford, persigue y consigue una independencia extrema de las líneas melódicas de cada instrumento, y del conjunto frente a la melodía de la contralto, y pese a ello es capaz de lograr, mediante una serie de procedimientos cuidadosamente calculados —a los que luego me referiré— una indudable consistencia sonora.

El empujón para estudiar música lo recibió de la madre y la joven fue aprendiendo a tocar el piano en diversas escuelas y conservatorios. Cuando ya era una pianista muy competente decidió matricularse en el American Conservatory of Music de Chicago para, tras un año de estudio, obtener un certificado que la permitiera convertirse en profesora de su instrumento. Sin embargo, penetrar en un ambiente como el del conservatorio y el impacto que produjo su manifiesta capacidad para la composición en su primer profesor, el músico Adolf H.A. Weidig, la hicieron replantearse su futuro. Uno de sus profesores de piano, el canadiense Djane Lavoie-Herz, la introducirá en el mundo de Scriabin, tan presente en sus primeras obras y en el círculo de músicos que luego serán calificados en conjunto como ultramodernos, como Dane Rudyhar o Henry Cowell —este se empeñó especialmente en la difusión de su música. En 1929, Ruth se traslada a Nueva York y empieza a dar clases con el musicólogo y compositor Charles Seeger —con el que luego se casaría—, uno de esos profesores que tenía una «teoría», un sistema para componer: la del contrapunto disonante, en la que se busca específicamente desarrollar todas las disonancias posibles huyendo de resoluciones consonantes. La influencia de su maestro fue decisiva, y además encajaba con la manera de componer de Crawford: en la atonalidad de sus obras anteriores siempre late un esquema muy pensado. Su modo de componer no se basará tanto en el desarrollo de temas definidos —aunque los ostinatos sí están presentes como bordones en muchas de sus obras— como en el proceso de variación melódico, de naturaleza marcadamente serial en sus últimos trabajos, con el uso de recursos habituales en el contrapunto serial (transposiciones, inversiones, retrogradación). Lo más llamativo, sin embargo, es hasta qué punto Crawford consigue una heterofonía radical, combinando el material melódico de forma que se eluda todo tipo de combinaciones verticales que permitan al oído escuchar las melodías como si fueran voces de una especie de superestructura melódica.

En sus obras más señaladas, además, da un tratamiento al ritmo y a la dinámica que anticipa el serialismo integral. A diferencia de los procedimientos habituales de la música anterior al siglo XX —y de parte de la de este— en los que es fácil percibir los puntos de culminación y cambio, normalmente marcados por cadencias, en los que se produce un cambio conjunto y simultáneo de armonía, melodía, ritmo, instrumentación, lo que Crawford intenta y consigue es, no sólo independizar dichos elementos integrantes del todo musical, sino equipararlos absolutamente, sin privilegiar a ninguno de ellos, sujetándolos a cambios estructurados de forma tal que resulta la imposibilidad de percibir un avance conjunto de esos elementos, en bloque. Es comprensible que Elliott Carter sintiera veneración por el ahora muy famoso cuarteto de cuerdas de Ruth Crawford, al que consideraba uno de los más grandes cuartetos del siglo XX.

En el cuarteto sorprenden especialmente los dos últimos movimientos por su originalidad. Los dos primeros se pueden situar claramente en la órbita de, por ejemplo, el glorioso op. 28 de Anton Webern que, por cierto, es de 1938. Otra cosa es ese duro cuarto movimiento, esa especie de diálogo del primer violín con un bloque rítmico y cortante formado por los otros tres instrumentos, en el que lentamente los instrumentos más graves empiezan a cantar los temas del violín produciéndose un final inverso, en el que el primer violín cierra con las respuestas que recibía inicialmente, produciendo un efecto extremadamente expresivo. No me he olvidado del tercer movimiento, una pieza simplemente genial, que puede emparentarse lejanamente con algunos momentos de la suite lirica de Berg, en el que Ruth Crawford atribuye a cada instrumento un registro dentro de un acorde vertical que va cambiando no por variaciones melódicas, sino básicamente dinámicas. Los crescendos y diminuendos van dando prevalencia a unas voces sobre otras, produciendo un extraño efecto melódico como sin bordes, sobre un fondo disonante que se escucha permanentemente. El efecto que produce es sobrecogedor.

Curiosamente, la propia Crawford escribió una versión independiente del tercer movimiento, andante, para orquesta de cuerdas, porque creía que el efecto sonoro que buscaba se obtendría con mayor eficacia si el proceso lo controlaba un director de orquesta. Personalmente prefiero la versión original. Creo que el resultado es más limpio con sólo cuatro instrumentos.

Fueron algunos músicos norteamericanos de los años sesenta, como George Perle, los que llamaron la atención sobre una obra que prácticamente era desconocida. Perle la había escuchado, por vez primera, en la Universidad de Columbia en 1949, impulsado por las opiniones entusiastas de Vivian Fine, que había sido alumna de Crawford. La obra se convirtió en una especie de joya exclusiva que se fue abriendo paso. La primera grabación tuvo lugar en 1961. En 1973, Nonesuch, incluyó el cuarteto en un disco con otros del propio Perle y de Milton Babbitt, y esta grabación fue el disparo de salida para el reconocimiento de la compositora.

Sobre todo sirvió para que se empezase a explorar el resto de su escasa obra. La sorpresa fue tremenda. Sus cuatro Suites diafónicas, su Estudio para piano en acentos mixtos, sus Tres canciones sobre poemas de Carl Sandburg y, sobre todo, sus Tres cantos para coro femenino (1, 2 y 3), que basó, a falta de una copia de la Bhagavadgītā, en un lenguaje inventado, demostraron que el cuarteto no era fruto de la casualidad. Escuchen los Tres Cantos de Crawford y luego deléitense con Ligeti y su maravillosa Lux Aeterna, escrita treinta y cuatro años después. Yo creo que a Crawford le habría gustado mucho.

Vuelvan ahora al principio.

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Póngase en pie el acusado

Sobre un fondo negro se va perfilando, primero borrosa, la silueta de un hombre que se acerca caminando, hasta que notamos que lleva un niño en brazos. Se escucha el inefable adagio del concierto para piano nº 23, K. 488, de Mozart.

Cuando el actor y director francés, Marcel Bluwal dirigió en 1982 una coproducción europea destinada a contar la vida de Mozart, creó uno de los más felices comienzos que recuerdo, una joya sin más adorno que la música de su protagonista; tan impactante, que la imagen de Mozart se me presenta desde entonces así, dormido, niño, en brazos de su padre, Leopold.

Esta serie, llena de logros, hoy está prácticamente olvidada. No merece ese olvido. Sus primeros capítulos, en particular, eran excelentes. Sobre todo por el inmenso acierto de su director al elegir al actor que interpretaría a Leopold Mozart, el gran Michel Bouquet, y por la fortuna de contar con dos Mozart, niño, enormemente convincentes. Uno de ellos, Karol Beffa, es hoy un conocido compositor.

(Un carruaje llega a una posada. Baja Leopold Mozart. Su hijo, de apenas cinco años, duerme, pero repentinamente se agita y dice «qué horror». El posadero pregunta si el niño está enfermo; Leopold contesta que no, que la trompeta que acaba de sonar a lo lejos desafina. Es fácil pensar que el autor exagera, pero en realidad es tímido.

Cuando Mozart tiene cuatro años, Andreas Schachtner, un músico salzburgués amigo de la familia toca el violín con el pequeño; nada más comenzar Wolfgang le advierte de que su violín está afinado una mitad de un cuarto de tono por debajo del suyo.)

No he vuelto a ver Mozart, la serie de Bluwal. Ha pasado un cuarto de siglo y tengo que fiarme de la memoria, pero no importa, porque no es la serie la materia de este artículo. Tampoco lo es Amadeus, la película de Milos Forman, a la que haré referencia a partir de ahora. Ni lo es, por ser sincero, el propio Mozart.

La que sí vi hace poco fue Amadeus de nuevo. En realidad, lo que vi fue la versión mercantil que llaman Director’s cut, que algunos han elevado a la categoría de filigrana y que sirve, básicamente, para que gastemos dinero y compremos lo que ya tenemos. Esto es especialmente evidente cuando localizamos las escenas añadidas en la versión extendida y que podían haber desaparecido para siempre por un sumidero: las que nos muestran a Amadeus dando clase a la hija de un patán con chuchos, y más tarde, borracho, suplicando porque no tiene ya alumnos, o a Constanze, la mujer de Mozart, ofreciéndose a Salieri a cambio de su ayuda. Tuvo Forman mucho ojo al suprimirlas, porque incidían precisamente en los defectos más sonoros de su película.

Años atrás había asistido a una representación de la obra de teatro en la que se basó la película, del inglés Shaffer. Desde el primer momento pensé que la obra habría tenido más sentido llamándola Salieri. Mostrar el odio y estupefacción de un hombre ante lo que él considera una venganza de Dios: la elección de un hombre vulgar y miserable como vehículo para su gloria y la obsesión de quien es capaz de comprender hasta qué punto las obras de ese hombrecillo repugnante son sublimes, a la vez de que es consciente de ser incapaz de producirlas. El tema de Mozart y Salieri, producto de aquella obrilla de Pushkin en la que el olvidado compositor italiano finge ser amigo de quien más desprecia para lograr envenenarlo, resultaba comprensiblemente irresistible, pero siempre que el Mozart dibujado no fuera el real, sino una caricatura producto de una mente inficionada por la rabia y el odio.

Forman, sin embargo, decidió ir más allá y presentar un Amadeus objetivo, cambiando una trama psicológica por otra, algo tramposa, en la que planteaba realmente el dilema de Salieri como si fuera cierto. Digo tramposa, porque Forman, empequeñeciendo a todos los que rodean a Amadeus, convirtiéndolos en idiotas y egoístas, siquiera a tiempo parcial, nos lanza a los espectadores un mensaje de complicidad: Mozart se ríe como un bobo y pedorrea, pero es el «bueno» y todos podemos ser un poco como él. Así, la admonición final de la obra de Shaffer —«mediocres del mundo yo os absuelvo»— que en la obra de teatro se dirigía al espectador, en la película lo hace a los locos, a otros, a los que son incapaces de ver que el genio puede ser «democrático».

Esa objetivación es lo que me molestó de Amadeus. Podía admitir que el Mozart de Bluwal fuera serio y riguroso (y, por muchas razones, algo gris y funcionarial), mientras que el Amadeus de Forman fuese brillante —con una banda sonora maravillosa— y falso. Al fin y al cabo, Bluwal escoge para titular el apellido, mientras Forman opta por el nombre que nunca usó Wolfgang, bautizado Gottlieb, y autodenominado Amadeo o Amadé, nunca Amadeus. Podría hacerlo si Amadeus fuese una creación de una mente enferma. Por desgracia no es eso lo que nos muestra Forman.

Así, vemos a un sujeto que parece no haber pisado nunca una corte y que es incapaz de comportarse en presencia de un emperador, cuando lo cierto es que Mozart, desde niño, estuvo rodeado de notables. Pensar que el tipo que habla de los dioses que «cagan mármol» es el mismo que compartió mesa con la emperatriz y varios emperadores de Austria, el rey y la reina de Francia, el rey de Inglaterra, el papa romano, todos los jodidos príncipes electores alemanes y la mitad de la nobleza europea es irritante. Como lo es que Constanze y su madre aparezcan como unas ágrafas verduleras amusicales, cuando no sólo no lo eran, sino que eran hermana y madre de Aloysia, una de las mejores sopranos de Viena y objeto de deseo del compositor. La misma irritación causa comprobar que Leopold Mozart es mostrado como un padre tiránico y explotador a la vez que como un gusano servil, cuando la realidad es que fue un hombre de educación amplísima, que empeñó toda su fortuna en dar a conocer el prodigio descubierto por él antes que por nadie, y que fue capaz de «ordaguear» a reyes y señores en defensa de su dignidad y de la de sus hijos. Y no vean lo que me irrita que se nos muestre a un Mozart sin alumnos, cuando tuvo muchos y muy poderosos, hasta el último momento, y que nos presenten a José II, el emperador que lo protegió —y que lo designó como sustituto de Gluck—, como un memo que prácticamente es incapaz de leer una partitura, cuando era un músico excelente; o que nos muestren el falso fracaso de sus óperas, cuando Don Giovanni triunfó en Praga y Così fan tutte fue encargada por el emperador austríaco y estrenada en Viena.

Estos son los actores de mi juicio. Y ahora, tras el sumario, llega el momento de preguntarnos ¿es Mozart culpable?

Hay hombres que nos atraen por sus obras. Podríamos limitarnos a decir que tal novela, tal cuadro o tal sinfonía son geniales, y dejarlo estar. En cierto sentido, también la vida es una obra, y de tal aventurero afirmamos que hizo aquel viaje o arrostró aquel peligro. El romanticismo, esa pulsión dañina y traicionera, nos lo impide. Así, hay una tesis que se repite: las obras geniales de Mozart denotan al genio y tenemos que escudriñar al hombre para ver cómo era, qué pensaba, dónde está el secreto. Eso intenta Bluwal, filmando lo documentado. Frente a esa tesis parece levantarse Amadeus, pero esa oposición es sólo aparente. No es que nos diga Forman «juzguemos a Mozart por sus obras y dejemos de lado al hombre, porque no podemos saber quién fue». No, la verdad es que Forman sí nos quiere enseñar al hombre, a una especie de sujeto cercano, moderno y travieso, un hombre que parece vulgar, pero sólo porque los tipos que lo rodean son unos estirados aristócratas. El tratamiento más amable, en la película, es para el pueblo, el único capaz de apreciar La flauta mágica.

Puede que ese camino —el de la búsqueda del yo que dé sentido a la obra— sea inevitable, pero polemicemos. Hoy quiero sacar mis armas legales y defender al acusado Mozart. Cada juicio es una pelea secular por acabar con el derecho penal de autor, en la que casi siempre se pierde. Ya saben ustedes, se trata de decidir si juzgamos a alguien por ser quien es o por lo que ha hecho. Si sigue existiendo una lucha constante no es porque no haya triunfado la tesis, sino porque los seres humanos tendemos a juzgar a las personas contaminando nuestros juicios con nuestros prejuicios. Los jueces afirman que ellos no deciden considerando si el reo es alto, bajo, pobre, rico, hombre, mujer, blanco o negro; que no considerarán si el acusado ha sido denunciado o condenado antes, o si tiene la mirada torva o se expresa con dificultad. Lo afirman, pero no dejan de observar al ser humano. Y uno, que nunca ha sido juez, sospecha que lo hacen para concluir quién es el que tienen delante. Por eso, a la vez que el defensor insiste en repetir que sólo hay que juzgar el acto vende, por si acaso, una historia creíble sobre quién es su cliente; sobre sus motivos, su carácter y su pasado.

Eso quisiera hacer yo, recordarles que el acusado Mozart debe de ser juzgado por sus obras y no por lo que creamos deducir de una palabra malsonante en una carta o de la admiración de un contemporáneo. Mi alegato se basa en que no podemos saber quién es Mozart, aunque habrán visto que el letrado ha dejado caer por aquí y por allá rasgos de carácter para hacerles más digerible su tesis: que el hombre no importa, porque no sabemos quién es el hombre, ni siquiera cuando de nuestros contemporáneos se trata. El fiscal —no se sorprendan— dirá lo mismo, pero, tramposo y capaz, señalará los pedos, las borracheras y las palabrotas. Ese es el juego.

Yo no sé cómo es un genio. Ni siquiera creo que sepamos muy bien qué significa esa palabra. Sin embargo, si Mozart se fía de mí puede que salga bien parado, porque yo hablaré muy poco de él y me centraré en usted, en el jurado, en lo que le pasa cuando escucha sus obras.

La mano del genio

Hace unos años escribí una entrada, que llamé Reforma y tradición, sobre el coral luterano. Si les parece bien, les ruego la relean, antes de seguir.

Pensé que, dado el carácter protagónico de Lutero en la historia de esta forma musical, utilizar Ein’ feste Burg, el número uno en el hit parade de la reforma, al comienzo y cierre de la entrada, estaría bien, y así lo hice.

Pero se me ha ocurrido una forma de completar aquella entrada que enlaza con la importancia del coral luterano como cajón de melodías simples, reconocibles y disponibles.

Hay un coral, Oh Lamm Gottes, unschuldig, atribuido a Nikolaus Decius, un monje discípulo de Lutero, que inicialmente fue utilizado como la versión reformista del agnus dei —el texto comienza oh, inocente, cordero de Dios— hasta que, expulsado de tan noble lugar por otro coral, este de Lutero, terminó cobijado en la música para la pasión.

Este es el coral de Decius.

Esta es la armonización de Bach en su BWV 401:

Como pueden observar, se trata de un coral arquetípico. Una melodía de perfil consonante, con ritmos sencillos, sin grandes saltos, fácil de cantar y recordar. Una melodía adaptada a un texto que será cantado por la comunidad en un acto de naturaleza litúrgico y que, por tanto, ha de ser comprensible sin esfuerzo.

Bach utilizó esta misma música en dos preludios corales, pero no es en ellos en donde quiero detenerme.

La Pasión según san Mateo, una de las obras cumbre de la música de todos los tiempos, se abre con un coro que se vuelve inolvidable con escucharlo una sola vez: Kommt, ihr Töchter. El texto es de Picander —seudónimo del más afamado libretista de Bach— y nos muestra, ya desde el inicio, a Cristo como el cordero que será sacrificado. El propio texto se articula como un diálogo, con preguntas y respuestas. Por ejemplo, nada más empezar:

Kommt, ihr Töchter, helft mir klagen,
Sehet – Wen? – den Bräutigam,
Seht ihn – Wie? – als wie ein Lamm!

Venid, hijas, ayudadme a lamentarme.
¡Mirad! ¿A quién? Al prometido.
¡Miradlo! ¿Cómo? Como un cordero

Recuerden que la Pasión se crea para una ceremonia religiosa que se efectúa en una iglesia en una fecha especialmente señalada. Tras un comienzo de una potencia expresiva apabullante —con un pedal que se extiende durante los primeros cinco compases y sobre el que Bach construye la inolvidable melodía en 12 por 8— era inevitable que un fiel luterano se identificase inmediatamente con las palabras que empezaba a escuchar y las interiorizase, situándose como protagonista de unos hechos que conocía perfectamente. Bach, al modo de un buen Hitchcock, no utiliza, como los malos directores un acorde que nos asusta antes del asesinato, sino que crea la tensión mostrando desde el primer momento el crimen que se anticipa y haciendo partícipe al espectador.

Para lograr un efecto más intenso de interpelación, ordena que sean dos los coros: el segundo es el que pregunta. El primero contesta.

Sin embargo, la auténtica vuelta de tuerca para el abrumado fiel, que debió ser similar a una electrocución, se produce cuando, a quemarropa, Bach introduce un tercer coro formado solo por sopranos in ripieno que cantan desde la galería del órgano, casi desde el cielo, una melodía que ese mismo fiel desprevenido conoce perfectamente: el coral de Decius.

Esa melodía sencilla y familiar, con notas sostenidas que ocupan partes enteras del compás, al surgir en un magma musical enormemente dramático, se transforma en algo completamente diferente, en un chorro de luz. El efecto debió ser como el del transparente de la Catedral de Toledo o del óculo del Panteón, cuando se despeja el cielo y el Sol aparece. Desde ese momento, a modo de cantus firmus, se repite, una y otra vez, degradando, desde las alturas y con  una inmovilidad casi atemporal, el drama humano en un episodio telúrico.

Bach escribió la música para ese tercer coro en tinta roja, la situó justo en el centro y no añadió el texto. No era necesario.

Ahora, si les apetece, disfruten de esta obra maestra absoluta.

Können Tränen

 

Es muy difícil escoger un número favorito en la monumental Pasión según San Mateo de Bach. Es una obra tan repleta de jalones que el mejor consejo es siempre escucharla entera.

Sucede que a veces entro en bucle sin una razón definida y me paso días repitiendo un movimiento, un pedazo de música. Así ando con Können Tränen meiner Wangen, el número 52 de la Pasión. Es un aria para contralto. Pilatos se lava las manos, suelta a Barrabás y empiezan a azotar a Jesús; el alto, tras un recitativo que denuncia el atroz comportamiento, canta:

Können Tränen meiner Wangen
Nichts erlangen,
O, so nehmt mein Herz hinein!
Aber lasst es bei den Fluten,
Wenn die Wunden milde bluten,
Auch die Opferschale sein!

Si las lágrimas de mis mejillas
nada pueden obtener,
¡oh, tomad mi corazón!
Y que para los torrentes
que de sus heridas bondadosos brotan
sea él entonces el cáliz.

He escuchado muchas de las versiones disponibles, una y otra vez. Les traigo algunas. Empiezo con esta que incluye el recitativo previo.

Ya saben de la importancia que tienen, en esta obra, las parejas recitativo-aria como elementos de articulación e impulso de la narración. Este es un buen ejemplo. El recitativo (Erbarm es Gott!) es virulento. Afea a la humanidad, al contemplar al Cristo flagelado, su dureza de corazón, su impasibilidad, su ausencia de piedad. Lo hace a golpes de séptimas que se suceden en dirección dominante, sin establecer claramente ninguna tonalidad, incrementando la tensión hasta el entorno incluso de mi menor, y cuando parece que se avecina una cadencia en fa sostenido menor … … Bach modula enarmónicamente a tiempo para acabar en sol menor, deshaciendo la tensión bruscamente, sobre la súplica implorante «deteneos», requerimiento que parece provocar el cese del golpeteo de las cuerdas, esos latigazos obsesivos en forma de puntillo. Todo queda en suspenso, como exánime. El procedimiento final es tan rápido, tan inestable, que el oído y el corazón del oyente no saben bien donde se encuentran, y por eso funciona tan bien algo que puede sonar extraño, fuera de lugar, si no se escucha primero el recitativo. El aria —permítanme decirlo así— comienza al revés:

Los dos primeros compases son una típica conclusión cadencial. De hecho la conmovedora melodía que se inicia en los violines en el compás tercero finaliza precisamente con esos motivos descendentes, conclusivos:

Ese comienzo es una declaración, un programa. Tras la agonía de Cristo, azotado, y la súplica desatendida, las mismas cuerdas en las que los puntillos funcionaban como latigazos instalados sobre esas séptimas sucesivas, se convierten en un descenso, una interiorización y asunción del dolor, que mediante el procedimiento de fijar nítidamente la tonalidad en que terminaba el recitativo, sol menor, coadyuva al cambio psicológico. El oyente ya no pide que cese la tortura, sino que se ofrece, implorante, como receptáculo, como destinatario del sacrificio.

La eficacia de tan simple procedimiento es mágica. La melodía empieza a volar y asciende hasta ese «la» suplicante del cuarto compás (que funciona asombrosamente bien con un énfasis más o menos marcado; comparen la versión de Herreweghe con la de Richter) …

… que más tarde se invierte y se recoge en el do# grave, que actúa como sensible de la dominante (cumple esa función en la cadencia final en sol menor que reaparece con los motivos de los dos primeros compases).

El aria es maravillosa, repleta de exquisitez e intensidad contenidas. De momentos sublimes. Como el expresivo mordente con el que se inicia «O, so nehmt mein Herz hinein!» (oh, toma entonces mi corazón) o la reintroducción de la melodía en la segunda parte del aria en modo mayor cuando la voz pide transformarse en un cáliz que recoja la sangre de Cristo …

…, produciendo un momento de remanso que permite, al repetirse —y tras una inversión del motivo descendente de los violines, que pasa a ser ascendente—, que la misma figura melódica, de nuevo en modo menor (tras una modulación en la dirección subdominante y situada en una cuarta inferior), provoque una sensación simultánea de distensión y padecimiento que encamina el aria hacia su final:Un final en el que los violines, tras el calderón, por vez primera, doblan la voz, una tercera por debajo, y en el que la tonalidad inicial, sol menor, al ser recuperada, funciona como la dominante que prepara la cadencia en do menor que nos autoriza a descansar a la espera de nuevas pruebas.

He incluido ya dos versiones excelentes. Pero hay muchas más. Por ejemplo:

 

Sin embargo, mi alto favorita de la Pasión, Christa Ludwig, por decisión de Kemplerer canta esta pieza sublime de forma excesivamente premiosa, dejándola sin vida:

Lo que no modifica mi opinión, claro. Tanto sobre la belleza de este lamento, como sobre la inmarcesible calidad de Ludwig en esta obra, de una perfección y control absolutos, y de una profundidad emocional que creo no ha sido superada.

Lo demuestra aquí:

Pero este ya es otro cantar.

Gute Nacht

 

Bach. Por ejemplo, sus motetes.

Nadie rescató estas obras de un cajón. Fueron de las pocas obras del viejo Bach que siguieron interpretándose tras su muerte. Es muy conocida la anécdota de Mozart absorto mientras lee las partes del motete con el que ha sido sorprendido tras improvisar en el órgano de Santo Tomás. A falta de la partitura completa, esparce las partes sobre sus rodillas y sobre unas sillas, y charla con su igual.

Escúchenlos todos. Pueden incluso perder el hilo, porque los escucharán más de una vez. ¿A qué sí?

Yo llevo perdida la cuenta de las veces que he intentado dormir las banalidades de la vida, arrullándolas con esta maravillosa nana.

 

Bach, una vez más, nos despista: el texto da las buenas noches al oropel y a los pecados. Al orgullo vano y a los vicios. Pero la música nos dice algo mucho más complejo. El movimiento ascendente de la voz inferior con la frase completa se contrapone al Gute Nacht desnudo de las sopranos que nos deja en el oído una desnuda y humana petición de paz. Juntas, las voces nos mecen, debilitan las advertencias centrales y se remansan en su dulce deseo final. La humanidad como un niño al que un ángel guarda. Al menos esta noche.

 

Experimento politonal mesetario

 

Me cuenta un amigo que, hace muchos años, estaba en misa en un pueblo de Guadalajara. En un momento determinado, según su propia narración, dos grupos de ancianas se arrancaron a cantar, pero sin acertar con la canción que tocaba. Un grupo empezó «Una espiga dorada por el sol», mientras que el otro le dio a «Qué alegría cuando me dijeron». Eso sí, las cantinelas las interpretaron cuadrando los tempos, con lo que lograron un prodigio musical. Me dice mi amigo que, no solo descubrió que las canciones eran compatibles, sino que vivió algo parecido a un satori de proporciones rústico-cósmicas.

Gandules como somos, aprovechamos cualquier oportunidad para la procrastinación. Así que rápidamente he buscado las canciones para comprobar la veracidad del relato. Pónganlas a la vez:

Lagrimones me caían hace un rato.

Por cierto, esto me ha recordado lo que contaba Charles Ives sobre el origen del segundo movimiento de una de sus más famosas obras: Three Places in New England. Al parecer, intentó reproducir la sensación que le había producido escuchar simultáneamente dos obras en dos tonalidades diferentes a dos bandas que se alejaban y acercaban. Se trata, por otra parte, de un procedimiento muy típico del gran compositor norteamericano. Disfruten la obra:

 

El tiempo no pasa

 

Para mi querida Marcela

Johann Gotlieb Goldberg era alumno de Johann Sebastian Bach. Vivía en la corte de Dresde, a sueldo del embajador ruso, el conde Carl Von Kayserling. El conde era insomne y despertaba a su clavecinista y le hacía tocar dulces melodías para conciliar el sueño.

El Aria con variaciones diversas para clave con dos manuales, las universalmente conocidas como Variaciones Goldberg, fue un encargo del discípulo al maestro. Por la obra el conde pagó un centenar de luises de oro a Bach.

Esta famosa obra comienza con un aria, el tema que Bach toma del Notenbuch, escrito para su segunda esposa, Ana Magdalena. Se trata de una zarabanda, una melodía con una estructura armónica sencilla sobre la que construir las veintinueve variaciones. Digo veintinueve porque la treinta en realidad es un quodlibet, una broma musical, también llamada ensalada, como las que hacían los Bach en las reuniones familiares. La mayoría eran músicos y apostaban a improvisar mezclando piezas polifónicamente, algunas religiosas, otras profanas, de forma cada vez más compleja y divertida. Eso hará Bach, utilizando canciones populares alemanas.

Glenn Gould es un misterio. Pianista estrafalario, técnicamente superdotado. Sus peripecias vitales son conocidas: su amor por Bach, su retirada de las salas de conciertos. Ha sido el intérprete más interpretado de la historia. Objeto de culto y de odios sarracenos. Materia para mala y buena literatura. Capaz de declarar su aversión por Beethoven y de grabar una appassionata demente, con un tempo que desfigura la obra, como si quisiera demostrar que sólo Bach resiste sus volubles cambios de velocidad.

Cruza las piernas y canta. Su postura —agazapado— ante el piano parece la de un anciano, con esas manos fuera del teclado, tan bajas que presiento a un imaginario profesor corrigiendo el gesto.

Sus veleidades y caprichos, sus opiniones, te podrían llevar a preguntarte si no estás en presencia de un divo en el peor sentido de la palabra.

Si no fuera por el sonido.

Las variaciones están escritas para clave. Oigan a Hantäi o a Leonhardt, no se queden solo en Gould. Puede que su Bach sea incluso un Bach más auténtico, si algo así pudiera decirse. Pero Gould es especial. Es un misterio. Grabó dos veces las Variaciones Goldberg, con veinticinco años de diferencia. Esa obra le obsesionaba. La primera grabación lo convirtió en un superventas; la segunda se vendió retroactivamente como un testamento. El mismo Gould explicó cómo, año a año, en su cabeza, eran cada vez más lentas, más reposadas, menos románticas, más desnudas. Así hasta alargarse los más de quince minutos de la segunda grabación. Comparen el tempo de unas y otras, su carácter, el uso de repeticiones. Es extraordinario. No hay piano en el que las voces de Bach hayan sonado así, tan puras, tan cristalinas, tan imposibles. No sabes si no hay intérprete o si hay varios, simultáneos, ocupado cada uno de una voz diferente. Se llegó a afirmar que padecía asperger. Ese, el desorden hasta la obsesión por el orden, será el consuelo para los que no comprendemos cómo es posible el milagro de Gould.

* * * * *

Hace muchos años, B me hizo un doble regalo: los dos libros del clave bien temperado y las grabaciones de Gould, en vinilo. En el salón, de madrugada, en casa de mis padres, las escuchaba, 48 preludios y 48 fugas. Muerto de sueño, hasta el final.

* * * * *

Año 2000. He comprado en Oviedo las suites inglesas de Bach. Llueve. Mis hijas, un mes y tres años, duermen en el asiento de atrás, yo escucho a Gould, la carretera está vacía y el tiempo no pasa.

 

Es ist aus

Raymond N. Bell nació el 16 de agosto de 1914. No les puedo contar muchos detalles de su vida. Antes de la Segunda Guerra Mundial fue jefe de cocina. En la guerra también hacen falta cocineros. Bell sirvió en la Rainbow Division, una de las unidades que intervinieron en la liberación de Dachau. A finales de abril de 1945, la división penetró en Austria a través de Salzburgo y durante dos años permaneció en Austria, ocupada por cuatro potencias y dividida desde julio de 1945.

No sé cuándo volvió Bell a Estados Unidos. Murió el 3 de septiembre de 1955, alcoholizado. A su vuelta, confesó a su mujer que tras la guerra había matado a un hombre. Esa muerte, según su esposa, lo atormentaba. Así lo dedujo porque cada vez que estaba borracho farfullaba lo mucho que habría deseado no haberlo matado. La conclusión para ella era evidente: el recuerdo de esa muerte, al «límite del deber», lo había convertido en un hombre desgraciado y su desgracia le llevó a la bebida.

La ausencia de información nos permitiría liquidar su vida con los dos párrafos anteriores, si no fuese porque el homicidio confesado abre una ventana trágica a la vida de otros.

En septiembre de 1945, la unidad de Bell se encontraba en Mittersill, un pequeño pueblo a medio camino entre Innsbruck y Salzburgo. El 12 de septiembre Bell, el cocinero Bell, recibió la visita de un lugareño, llamado Benno Mattl. Buscaba café, azúcar y dólares para el mercado negro, y ofrecía repartir el beneficio. No sabemos si Bell conocía a Mattl previamente, aunque creo que no, por una razón que luego explicaré. Bell siguió la cadena de mando; él se lo comunicó a su sargento, A.W. Munay, que se dirigió a su teniente, que terminó contactando con el oficial del CIC (servicio de contrainteligencia). Estos últimos autorizaron una venta como cebo para una detención.

Bell y Munay fueron a la casa de Mattl la noche del 15 de septiembre. Reunidos en el salón de la casa, tras un largo rato de negociación y una vez hecho el intercambio, sacaron sus armas y ordenaron a Mattl levantar los brazos. Unos pasos en el vestíbulo les hizo temer la llegada de un ruso, un ignoto socio de Mattl en sus trapicheos. Bell abrió la puerta del salón y salió hacia el vestíbulo. La puerta interior se entornó y Munay no pudo ver lo sucedido, solo escucharlo. Primero el golpe de la puerta exterior contra la pared. Después un grito. Luego pisadas en la grava y tres disparos.

Munay se temió, al no responder Bell a sus llamadas, que hubiese sido sorprendido y tiroteado. Sin embargo, al entrar la mujer de Mattl, de nombre Christine, se enteró de que había salido a buscar ayuda. Apuntando su arma hacia la pareja, los obligó a salir de la casa. Fuera pudo ver a Bell, acompañado de cuatro oficiales. Entraron en la casa. En una habitación contigua, un hombre ensangrentado estaba tirado sobre un colchón. Bell no lo conocía. Era el suegro de Mattl, de sesenta y cinco años de edad.

Esta historia se la contó Munay en 1960 a Hans Moldenhauer, un músico y escritor. Por eso conocemos los detalles. Benno Mattl y Christine fueron detenidos. Ella quedó pronto en libertad, pero él fue condenado a un año de prisión. Los americanos, a los pocos días, devolvieron el cadáver a su viuda, pero se negaron a dar más detalles de lo sucedido. En particular, se negaron a identificar al soldado que había disparado. Había sido un caso de legítima defensa. Por esta razón, creo que Mattl y Bell no se conocían. De haberse conocido, Mattl podría haberle dicho a su suegra quién era el cocinero que había matado a su marido. La prensa local de la época —ah, la prensa—  afirmó que el fallecido era un nazi que había atacado a un centinela o que había tratado de huir cuando iba a ser detenido.

Solo falta esparcir algunas piezas más del puzle y ya lo completan ustedes. El quince de septiembre de 1945, el suegro de Mattl, fue a visitar a dos de sus hijas, Amalia y María, que vivían también en Mittersill. Estaba de un humor excelente y le dijo a sus hijas: «Hoy es un día histórico». Era la broma de un fumador de puros. Después de años de penurias, su yerno, Benno, casado con su hija Cristina, le había prometido un puro para después de la cena. Nuestro hombre se encaminó, junto con su esposa, a casa de su hija y su yerno, y allí cenaron. Hasta que llegaron unos americanos.

Anton y Minna, que así se llamaban los suegros de Mattl, y Christine salieron del salón y fueron a la habitación de los niños, que dormían. Al rato, Anton le dijo a su mujer que ya era hora de volver a casa, pero que primero iba a echar unas caladas a su puro. Como no quería ahumar a los niños que dormían, salió al vestíbulo. Un par de minutos después, Minna escuchó tres disparos. Anton abrió la puerta y balbuceó un «me han dado». Lo tumbaron en un colchón y empezaron a quitarle la ropa. Anton susurró Es ist aus («se acabó») y murió.

Yesod

 

Agosto de 2010.

Claudio Abbado, tras un preludio que terminaba así …

9ª Mahler

… interpretó la novena de Mahler:

 

Al *escuchar* su interpretación recuerdo esto:

 

 

Debía de ser hacia finales de abril del cuarenta y cinco. Los ejércitos alemanes ya estaban derrotados, los fascistas se estaban dispersando. En todo caso, el lugar ya estaba, definitivamente, en poder de los partisanos.

Después de la última batalla, la que Jacopo nos había relatado precisamente en esta casa (hace casi dos años), varias brigadas de partisanos habían convergido ahí para luego marchar hacia la ciudad. Esperaban una señal de Radio Londres, se moverían cuando también Milán estuviese preparada para la insurrección.

También habían llegado los de las formaciones garibaldinas, comandados por Ras, un gigante de barba negra, muy popular en el pueblo: llevaban uniformes de fantasía, unos distintos de los otros, salvo los pañuelos y la estrella en el pecho, que eran rojos, y también sus armas eran casuales, unos tenían viejas carabinas, mientras que otros tenían metralletas tomadas al enemigo. Contrastaban con las brigadas de los seguidores de Badoglio, que llevaban el pañuelo azul, uniformes de color caqui como los de los ingleses, y las sten nuevísimas. Los aliados les ayudaban con generosos lanzamientos de paracaídas en la noche, después de las once, hora en que, desde hacia ya dos años, pasaba el misterioso Pippetto, el avión de reconocimiento inglés que, por lo demás, nadie comprendía qué podía reconocer, porque no se veía luz alguna en muchos kilómetros a la redonda.

Había tensiones entre los garibaldinos y los partidarios de Badoglio, se decía que la tarde de la batalla estos últimos se habían lanzado contra el enemigo al grito de “Adelante Saboya”, pero algunos de ellos alegaban que era la fuerza de la costumbre (qué quieres que grite en el momento del ataque), eso no significaba que fueran necesariamente monárquicos, también ellos sabían que el rey había hecho cosas muy graves. Los garibaldinos sonreían despectivos, se puede gritar Saboya en una carga con bayoneta en campo abierto, pero no tirándose detrás de una esquina con la sten preparada. Lo que pasaba era que estaban vendidos a los ingleses.

Sin embargo, habían llegado a un modus vivendi, era necesario tener un comando unificado para atacar la ciudad, y la elección había recaído sobre Terzi, que comandaba la brigada mejor pertrechada, era el de más edad, había participado en la gran guerra, era un héroe y gozaba de la confianza del comando aliado.

Pocos días después, creo que antes de que se produjera la sublevación en Milán, habían partido para dar asalto a la ciudad. Llegaban buenas noticias, la operación había sido un éxito, las brigadas estaban regresando victoriosas a al lugar, pero había habido bajas, corrían rumores de que Ras había caído en combate y Terzi estaba herido.

Una tarde se oyó el ruido de los vehículos, cantos de victoria, la gente se había precipitado hacia la plaza mayor, por la carretera estaban llegando los primeros contingentes, con el puño en alto, banderas, agitando las armas por las ventanillas de los automóviles, o desde el estribo de los camiones. Durante el camino, ya habían recubierto de flores a los partisanos.

De repente alguien había gritado Ras Ras, y allí estaba Ras, encaramado sobre el guardabarros de un Dodge, con la barba desordenada y el abundante y negro vello sudado asomando de la camisa, abierta sobre el pecho, y saludaba riendo a la muchedumbre.

Junto con Ras también se había apeado del Dodge Rampini, un chaval miope que tocaba en la banda, un poco mayor que los otros, que había desaparecido hacia tres meses y se decía que estaba con los partisanos. Y, en efecto, allí estaba, con el pañuelo rojo en el cuello, una casaca de color caqui y unos pantalones azules. Era el uniforme de la banda del padre Tico, con la diferencia de que él ahora lucía un cinturón militar, y una pistola.

A través de esas gafas gruesas que tantas bromas le valieran por parte de sus antiguos compañeros de la escuela parroquial, miraba a las chicas que se agolpaban a su alrededor como si fuese Flash Gordon. Jacopo se preguntaba si Cecilia no estaría entre la multitud.

Al cabo de media hora, la plaza se tiñó de partisanos y la gente se puso a reclamar a gritos la presencia de Terzi, querían que pronunciase un discurso.

En un balcón del ayuntamiento había aparecido Terzi, apoyado en su muleta, pálido, y con la mano había tratado de calmar a la multitud. Jacopo esperaba el discurso, porque toda su infancia, como la de todos los chicos de su edad, había estado marcada por grandes e históricos discursos del Duce, cuyos pasajes más significativos debían aprenderse luego de memoria para la escuela, o sea que debían memorizarlos enteros, porque todos los pasajes eran una cita significativa. 

Cuando se hizo el silencio, Terzi habló, con una voz ronca, apenas audible. Dijo:

— Ciudadanos, amigos. Después de tantos y tan penosos sacrificios… henos aquí. Gloria a los caídos por la libertad.

Eso fue todo. Se retiró del balcón.

Entretanto, la muchedumbre gritaba, y los partisanos levantaban las metralletas, las sten, las moschetti, las noventa y uno, y disparaban ráfagas de júbilo, mientras los casquillos caían por todas partes y los chavales se metían entre las piernas de los combatientes y de los civiles, porque ya no volverían a hacer una cosecha como aquélla, había peligro de que la guerra acabase ese mismo mes.

Sin embargo, había habido muertos. Por una atroz casualidad, ambos eran de San Davide, una aldea situada más arriba de ahí, y las familias querían que se les sepultara en el pequeño cementerio local.

El comando partisano había decidido celebrar unos funerales solemnes, con las compañías formadas, carruajes fúnebres ornados, la banda del ayuntamiento, el canónigo de la catedral. Y la banda de la escuela parroquial.

El padre Tico había accedido inmediatamente. En primer lugar, decía él, porque siempre había tenido sentimientos antifascistas. Y además, según se rumoreaba entre sus músicos, porque desde hacia un año estaba haciéndoles ensayar, para que se ejercitaran, dos marchas fúnebres y tarde o temprano debían ejecutarlas. Por último, según decían las malas lenguas del pueblo, porque quería echar tierra sobre lo de giovinezza.

La historia de giovinezza había sido así.

Unos meses atrás, antes de que llegasen los partisanos, la banda del padre Tico había salido para tocar en no sé qué fiesta, y en el camino les habían detenido las Brigadas Negras.

— Toque giovinezza, reverendo -le había ordenado el capitán, haciendo tamborilear los dedos sobre el cañón de la metralleta.

¿Qué hacer, tal como aprenderíamos a decir después? El padre Tico dijo, muchachos, probemos, el pellejo es el pellejo. Había dado el tiempo con la mano y el inmundo tropel de cacofónicos había atravesado el pueblo, tocando algo que sólo la más delirante esperanza de redención hubiera permitido confundir con Giovinezza. Una vergüenza para todos. Por haber cedido, decía luego el padre Tico, pero sobre todo por haber tocado tan mal, sería cura, si, y antifascista, pero el arte era el arte.

Jacopo no estaba aquel día. Tenía anginas. Sólo estaban Annibale Cantalamessa y Pio Bo, y su sola presencia debe de haber sido decisiva para la derrota del nazifascismo. Pero para Belbo el problema no era éste, al menos en el momento de describir el episodio. había perdido otra ocasión para saber si habría sido capaz de decir que no. Quizá por eso moriría colgado del Péndulo.

En fin, los funerales debían celebrarse el domingo por la mañana. En la plaza de la catedral estaban todos. Terzi con sus hombres, el tío Carlo y algunos notables del pueblo con las medallas de la gran guerra, no importaba si habían sido fascistas o no, estaban allí para rendir homenaje a unos héroes. Estaba el clero, la banda del ayuntamiento, vestidos de negro, y los carruajes con los caballos con gualdrapa y arreos de color crema, plata y negro. El automedonte iba ataviado como un mariscal de Napoleón, sombrero de dos puntas, esclavina y gran capa, que hacían juego con los arneses de las cabalgaduras. También estaba la banda de la escuela parroquial, gorra de visera, chaqueta caqui y pantalones azules, reluciente de bronces, negra de maderas y centelleante de platillos y bombos.

Entre el lugar y San Davide había cinco o seis kilómetros de curvas en subida. Un trayecto que los domingos por la tarde los jubilados solían recorrer jugando a la petanca, una partida, una pausa, unas copas de vino, otra partida y así sucesivamente, hasta el santuario en la cima.

Unos kilómetros cuesta arriba no son nada para quien los recorre jugando a la petanca, y quizá tampoco para quien lo hace en formación, con el arma al hombro, la mirada firme y los pulmones estimulados por el fresco aire de la primavera. Pero hay que tratar de recorrerlos tocando un instrumento, los carrillos hinchados, el sudor chorreando por la cara, el aliento desfalleciente. La banda del ayuntamiento llevaba toda la vida haciéndolo, pero para los chavales de la escuela parroquial había sido una dura prueba. Habían aguantado como héroes, el padre Tico marcaba el compás en el aire, los clarines gañían exhaustos, los saxofones balaban asmáticos, el bombardino y las trompetas chillaban agonizantes, pero lo habían logrado, habían llegado hasta el pueblo, hasta el pie de la cuesta que conducía hasta el cementerio. Hacia mucho que Annibale Cantalamessa y Pio Bo se limitaban a fingir que tocaban, pero Jacopo había sido fiel a su función de perro de pastor, bajo la mirada de bendición del padre Tico. No habían hecho mala figura junto a la banda del ayuntamiento; así lo habían reconocido Terzi y los otros comandantes de las brigadas: muchachos, habéis estado estupendos.

Un comandante que exhibía el pañuelo azul y un arco iris de condecoraciones de las dos guerras mundiales, había dicho:

—Reverendo, será mejor que los chavales descansen un poco en el pueblo, se ve que no pueden más. Que suban después, al final. Luego regresarán en camión al pueblo.

Se habían precipitado en la fonda, y los de la banda municipal, viejos arneses endurecidos por infinitos funerales, se instalaron en las mesas sin el menor recato y pidieron callos y vino a discreción. Se habrían quedado de juerga hasta la noche. Los chavales del padre Tico, en cambio, se habían agolpado en la barra, donde el tabernero les estaba sirviendo unos granizados de menta verdes como un experimento químico. El hielo, pasando de golpe por la garganta, provocaba un dolor en el centro de la frente, como la sinusitis.

Después habían subido hasta el cementerio, donde esperaba un pequeño camión. Durante el camino no habían parado de gritar y estaban todos apiñados, todos de pie, golpeándose con los instrumentos, cuando el comandante de antes salió del cementerio y dijo:

—Reverendo, para la ceremonia final necesitamos una trompeta, ya sabe usted, para los toques de rigor. Apenas cinco minutos.

—Trompeta -había dicho el padre Tico, profesional.

Y el infeliz titular del privilegio, sudoroso de granizado verde y añorando la comida familiar, campesino palurdo impermeable a la menor emoción estética y a cualquier solidaridad de ideas, había empezado a quejarse, que era tarde, que quería regresar a casa, que se había quedado sin saliva, etcétera, etcétera, para gran molestia del padre Tico, que se avergonzaba ante el militar.

Fue entonces cuando Jacopo, vislumbrando en la gloria del mediodía la dulce imagen de Cecilia, dijo:

—Si me da la trompeta, puedo ir yo.

Destellos de reconocimiento en la mirada del padre Tico, sudoroso alivio del miserable trompetista titular. Intercambio de los instrumentos, como dos centinelas.

Y Jacopo se había internado en el cementerio, guiado por el psicopompo condecorado por la gesta de Addis Abeba. Allí todo era blanco, la tapia calcinada por el sol, las tumbas, las flores de los árboles de la cerca, la sobrepelliz del arcipreste preparado para dar su bendición, salvo el sepia de las fotos en las lápidas. Y la gran mancha de color de los escuadrones que escoltaban las dos fosas.

—Muchacho -había dicho el jefe-, ponte aquí, a mi lado, y cuando dé la voz de orden toca el firmes. Después, siempre que oigas mi orden, el descansen. ¿Verdad que es fácil?

Facilísimo. Sólo que Jacopo nunca había tocado la señal de firmes, ni la de reposo.

Sostenía la trompeta con el brazo derecho plegado, contra las costillas, con la punta un poco hacia abajo, como si fuese una carabina, y se mantuvo a la expectativa, frente alta vientre hacia adentro y pecho hacia afuera.

Terzi estaba pronunciando un discurso sobrio, con frases muy breves.

Jacopo pensaba que para tocar la señal tendría que elevar la vista hacia el cielo, y que el sol le deslumbraría. Pero así mueren los trompetistas, y ya que sólo se muere una vez más valía hacerlo bien.

Después el comandante le había susurrado: “Ahora”, y había empezado a gritar “¡Fiiir…!” Y Jacopo no sabia cómo se toca el fiiirmes.

La estructura melódica debía de ser mucho más compleja, pero en aquel momento sólo había sido capaz de tocar do-mi-sol-do, y a esos rudos combatientes pareció bastarles. El do final lo había tocado después de haber tomado aliento, para poder sostenerlo mucho, y darle tiempo, escribía Belbo, para llegar al sol.

Los partisanos estaban firmes, rígidos. Los vivos inmóviles como los muertos.

Los únicos que se movían eran los sepultureros, se oía el ruido de los féretros al descender a las fosas, y el rumor de las cuerdas al rozar contra la madera. Pero era un movimiento débil, como el serpentear de un reflejo sobre una esfera, leve variación de luz que sólo sirve para revelar que en el Ser nada fluye.

Después se había oído el ruido abstracto de un presenten armas. El arcipreste había susurrado las fórmulas de la aspersión, los comandantes se habían acercado a las fosas y habían arrojado un puñado de tierra cada uno. En ese momento, una orden repentina había desencadenado una descarga hacia el cielo, ta-ta-ta, ta-pum, y los pajaritos habían huido alborotando de los árboles en flor. Pero tampoco aquél era movimiento, era como si siempre el mismo instante se presentara desde perspectivas diferentes, y mirar un instante para siempre no significa mirarlo mientras el tiempo pasa.

Por eso Jacopo se había quedado inmóvil, insensible incluso a la caída de los casquillos que rodaban a sus pies, y no había vuelto a colocar la trompeta bajo el brazo, sino que aún la tenía en la boca, con los dedos en las llaves, rígido en el firmes, apuntando el instrumento hacia lo alto.

Todavía estaba tocando.

Su larguísima nota final no se había interrumpido en ningún momento: imperceptible para los otros, seguía saliendo por la bocina de la trompeta como un soplo leve, una ráfaga de aire que él seguía introduciendo por la embocadura con la lengua entre los labios apenas abiertos que no ejercían presión alguna sobre la ventosa de bronce. El instrumento se mantenía levantado sin apoyarse en el rostro, por la sola tensión de los codos y de los hombros.

Jacopo seguía emitiendo aquella ilusión de nota porque sentía que en ese momento estaba desenredando un hilo capaz de frenar el movimiento del sol. El astro se había detenido, se había fijado en un mediodía que hubiera podido durar una eternidad. Y todo dependía de Jacopo, bastaba con que interrumpiese aquel contacto, con que soltara el hilo, para que el sol se alejase saltando, como un globo, y con él el día, y el acontecimiento de ese día, aquella acción continua, aquella secuencia sin antes ni después, que se desarrollaba en la inmovilidad sólo porque ese era su poder de querer y hacer.

Si hubiese abandonado para atacar una nueva nota, se habría oído un desgarrón mucho más estrepitoso que las ráfagas que le estaban ensordeciendo, y los relojes habrían vuelto a palpitar con ritmo taquicárdico.

Jacopo deseaba con todo su ser que el hombre que estaba a su lado no diese la orden de reposo; podría negarme, decía para sus adentros, y todo seguiría así para siempre, haz que te dure el aliento todo lo que puedas.

Creo que había entrado en ese estado de aturdimiento y vértigo que invade al buceador cuando trata de no salir a la superficie y quiere prolongar la inercia que lo arrastra hacia el fondo. Hasta el punto de que, al tratar de expresar aquellos sentimientos, las frases del cuaderno que ahora yo estaba leyendo se quebraban asintácticas, mutiladas por puntos suspensivos, roídas por elipsis. Pero era evidente que en ese momento, no, no lo decía, pero estaba claro: en ese momento estaba poseyendo a Cecilia.

Es que en aquel momento Jacopo Belbo no podía comprender, ni comprendía aún mientras escribía sin conciencia de si mismo, que estaba celebrando de una vez para siempre sus bodas químicas, con Cecilia, con Lorenza, con Sophia, con la Tierra y con el Cielo. quizá fuera el único de los mortales que, finalmente, estaba concluyendo la Gran Obra.

Nadie le había dicho aún que el Grial es una copa, pero también una lanza, y su trompeta elevada como un cáliz era al mismo tiempo un arma, un instrumento de dulcísimo dominio, que disparaba hacia el cielo y vinculaba la Tierra con el Polo Místico. Con el único Punto Quieto que había existido en el universo: con aquello que, por ese único instante, el estaba haciendo existir con su aliento.

Diotallevi aún no le había explicado que es posible estar en Yesod, la sefirah del Fundamento, el signo de la alianza del arco superior que se tiende para poder disparar flechas a la medida de Malkut, que es su blanco. Yesod es la gota que surge de la flecha para dar origen al árbol y al fruto, es anima mundi porque es el momento en que la fuerza viril, al procrear, consigue unir todos los estados del ser.

Saber hilar este Cingulum Veneris significa reparar el error del Demiurgo.

¿Cómo se puede pasar una vida buscando la Ocasión, sin darse cuenta de que el momento decisivo, que justifica el nacimiento y la muerte, ya ha pasado? No regresa, pero ha sucedido, es irreversiblemente, pleno, deslumbrante, generoso como toda revelación.

Aquel día Jacopo Belbo se había encontrado con la Verdad, y la había mirado a los ojos. La única que le sería concedida, porque la verdad que estaba aprendiendo le revelaba que la verdad es brevísima (el resto, solo es comentario). De ahí su esfuerzo por domar la impaciencia del tiempo.

Desde luego, no lo comprendió en aquel momento. Tampoco cuando trataba de describirlo, ni cuando decidía renunciar a la escritura.

Lo he comprendido yo esta noche: el autor debe morir para que el lector descubra su verdad.

La obsesión del Péndulo, que había acompañado a Jacopo Belbo durante toda su vida de adulto, había sido, como las señas perdidas del sueño, la imagen de aquel otro momento, registrado y luego relegado, en que realmente había tocado la bóveda del mundo. Y aquel momento en que había congelado el espacio y el tiempo al disparar su flecha de Zenón no había sido un signo, un síntoma, una alusión, una figura, una signatura, un enigma: era lo que era, lo que no estaba en lugar de ninguna otra cosa, el momento en el que ya nada remite a nada, las cuentas están saldadas.

Jacopo Belbo no había comprendido que ya había tenido su momento, y que habría debido bastarle para toda la vida. No lo había reconocido, había pasado el resto de su vida buscando otra cosa, hasta condenarse.

O quizá lo sospechase, porque, si no, no se explicaba la frecuencia con que evocaba el recuerdo de la trompeta. Pero en su memoria era una trompeta perdida, cuando en realidad la había poseido.

Creo, espero, ruego que en el instante en que moría oscilando con el Péndulo, Jacopo Belbo haya comprendido esto, y haya encontrado la paz.

Después se había oído la orden de descanso. De todas formas habría acabado por ceder, porque le estaba faltando el aliento. había interrumpido el contacto, y luego había tocado una sola nota, alta y cada vez menos intensa, la había tocado con dulzura, para que el mundo se habituase a la melancolía que estaba a punto de envolverlo.

—Bravo, jovencito -había dicho el comandante-. Ya puedes marcharte. Bonita trompeta.

El arcipreste se había escurrido, los partisanos se habían dirigido hacia la verja posterior, donde les esperaban sus vehículos, los sepultureros se habían marchado después de haber rellenado las fosas. Jacopo había sido el último en salir. No lograba abandonar ese lugar de felicidad.

En la explanada no estaba el camión de la escuela parroquial.

Jacopo se había asombrado, no lograba comprender cómo el padre Tico podía haberle abandonado. Retrospectivamente, lo más probable es que hubiera habido un malentendido y alguien le hubiese dicho al padre Tico que el chaval regresaría con los partisanos. Pero en aquel momento Jacopo había pensado, no sin razón, que entre el firmes y el descansen habían transcurrido demasiados siglos, que los chicos le habían esperado hasta encanecer, hasta morir, y que el polvo de sus huesos se había dispersado hasta formar esa leve neblina que ahora estaba tiñendo de azul el paisaje de colinas que se extendía ante sus ojos.

Jacopo estaba solo. A sus espaldas un cementerio ahora desierto, en sus manos la trompeta, delante las colinas difuminadas en tonos cada vez más turquesa, unas detrás de otras hacia el membrillo del infinito, y, vengativo sobre su cabeza, el sol en libertad.

Había decidido llorar.

Pero de repente había aparecido la carroza fúnebre con su cochero ataviado como un general del emperador, todo color crema, negro y plata, los caballos enjaezados con bárbaras máscaras que sólo dejaban ver los ojos, engualdrapados como féretros, las columnillas salomónicas que sostenían el tímpano asirio-greco-egipcio, todo en blanco y oro. El hombre del sombrero de dos puntas se había detenido un momento delante de aquel trompetista solitario, y Jacopo le había preguntado:

—¿Me lleva a casa?

El hombre era benévolo. Jacopo había subido al pescante y se había sentado a su lado, en el carruaje de los muertos había iniciado el regreso hacia el mundo de los vivos. Aquel Caronte fuera de servicio azuzaba taciturno a sus fúnebres corceles a través de los barrancos, Jacopo erguido y hierático, con la trompeta apretada bajo el brazo, y la visera brillante, compenetrado con aquel nuevo papel, inesperado.

Habían bajado de las colinas, a cada recodo surgían viñas teñidas de cardenillo, todo en medio de una luz cegadora, y al cabo de un tiempo incalculable habían llegado al pueblo. Habían atravesado la plaza mayor, con sus pórticos, desierta como sólo pueden estarlo las plazas del Monferrato a las dos de la tarde de un domingo. Un compañero de escuela, desde una esquina de la plaza, había visto a Jacopo subido al carruaje, la trompeta debajo del brazo, la mirada clavada en el infinito, y le había hecho un gesto de admiración.

Jacopo había regresado a su casa, no había querido comer, ni contar nada. Se había refugiado en la terraza y se había puesto a tocar la trompeta como si tuviese puesta la sordina, soplando despacio para no perturbar el silencio de la siesta.

Su padre se le había acercado y sin maldad, con la calma de quien conoce las leyes de la vida, le había dicho:

—Dentro de un mes, si no hay novedades, regresaremos a casa. No puedes pensar que en la ciudad podrás seguir tocando la trompeta. El propietario nos echaría de la casa. Así que ya puedes empezar a olvidarla. Si realmente te interesa la música, podrás tomar lecciones de piano.

Y luego, al ver que le brillaban los ojos:

—Vamos, tontito. ¿No te das cuenta de que se han acabado los días malos?

Al día siguiente, Jacopo había devuelto la trompeta al padre Tico. Dos semanas más tarde, la familia abandonaba el lugar para regresar al futuro.