Malaherba

 

El viernes, cuando ya estaba para irme, recibí un sobre con un libro en su interior. Se trataba de Malaherba, la novela de Manuel Jabois. Yo casi no leo novelas. Cuando era niño, mi plato favorito era la merluza —sería pescadilla, pero mi madre la llamaba merluza— hervida con mayonesa. Tenía tendencia a las fiebres altas y eso me producía acetona. Ahora sé que la acetona no es una enfermedad, pero entonces, con ocho o diez años, no solo era una enfermedad, sino que era mi enfermedad. Y me ponía malísimo, tanto que aprendí a hacer dieta de verdad, como si fuera uno de esos que viven sobre una columna y buscan a Dios. Estábamos en el pueblo cuando, tras comer demasiada merluza con mayonesa, me puse tan malo que casi estuve tan malo como cuando jugué una final de Roland Garros con Orantes y los golpes de raqueta coincidían con los tictac de ese maldito despertador dorado. Desde entonces, bastaba el simple olor a pescadilla hervida para que la arcada viniera de visita. Décadas más tarde ya pude comerla. Yo creo que algo así me pasó con las novelas. Leí demasiado entre mis quince y mis veinticinco, y sobre todo leí demasiadas novelas y un día decidí que no podía tragar una más, así fuera Moby-Dick. En los últimos años, empiezo a soportar el olor a novela, así que imagino que me voy curando.

A veces me voy andando a casa y, no crean, la cosa tiene su miga porque tardo más de dos horas. Estos últimos meses me he dado ese paseo varias veces mientras escuchaba a testigos y a peritos. Por suerte, Marchena ya ha dicho que está todo visto para sentencia, así que me puse a andar, a leer y a escuchar, pero no a guardias civiles. Escogí la novena de Bruckner por ninguna razón particular, quizás solo porque es larga. Terminó a mitad de camino y pensé que hubiera sido interesante poderla escuchar al revés, pero la tecnología a veces se olvida de las cosas importantes, así que solo pude escucharla dos veces en la misma dirección.

A lo mejor le habría ido bien a la novela cualquier obra, pero ya se ha quedado con esta. Y, por duplicado. Malaherba dura dos novenas de Bruckner. Os contaré algo. Cuando vivíamos casi al lado del Retiro, se mudó al piso de enfrente un divorciado. Tenía con él a sus dos hijos, un niño y una niña, ya saben, los fines de semana alternos, la mitad de las vacaciones escolares y la mitad de los gastos extraordinarios. Su hija era pequeña, de la edad de la pequeña mía, como de seis años o así. Y no sabía bien qué hacer con ella. Un día le preguntó a mi mujer a qué podía jugar para entretenerla, que él jugaba a princesas y castillos, y mi mujer, con sorna, le dijo que yo jugaba con mis hijas a vampiros. Me tumbaba en la cama, haciéndome el no muerto, con los ojos cerrados y medios palillos en forma de colmillos, y dejaba que se acercasen, lentamente, avance y retroceso, hasta que casi notaba su aliento, abría de golpe los ojos y las perseguía por la casa. Creo que el consejo lo dejó más perplejo que otra cosa, pero qué sé yo de cómo hay que entretener a un puto crío. Cada cual hace lo que puede. Si se preguntan que a qué viene esto, yo qué sé. A lo mejor a nada.

El caso es que me leí Malaherba camino de casa. A falta de quince páginas. Lo he terminado hoy. Como no sé hacer reseñas literarias, género que me parece dificilísimo y que exige una dotación completísima de frases musicales, he pensado solo en explicarles a ustedes que lo leí casi de tirón. Al final, cuando llegaba a casa, era de noche; así que usé la linterna del móvil. Antes me bastaba con ir de farola en farola, entreviendo las palabras en la zona de penumbra, gracias a la luz que se va y a la que viene, pero mis ojos están viejos y se están vengando.

Yo casi no leo novelas, solo de arañas alienígenas o hitos de la literatura china y japonesa, por eso de cubrir un poco la ignorancia inexcusable, así que no estaría bien que recomendara a nadie que compre y lea la novela de Jabois. Solo quería explicar que la leí casi de tirón. Que la he terminado esta mañana, dando otro paseo, y que a lo mejor ustedes sí leen novelas, porque no tienen la puta desgracia de estar enfermos de acetona.

 

 

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Test de Rorschach

 

En el número 17 de la calle de los Plateros de Madrid, bien al fondo del portal, tras una crujía interminable, llena de recovecos y penumbra, un mudo vendía carbón y compraba secretos. Me lo contó Amparo, mi abuela, que en paz descanse, un fin de año en que el anís le soltó la lengua y le desató los malos recuerdos. Venía al caso de una noticia aparecida en Pueblo la víspera. El hurto de un semanario de oro se había resuelto casualmente por la mezcla de la peste de un gato muerto y la cháchara de una alcahueta con un descuidero.

— A ver si creéis que es la primera vez que el mal olor destapa un crimen —usaba el plural porque hablaba a varios de sus nietos—. Recién acabada la guerra, metieron preso a un carbonero malaje por enterrar niños bajo el carbón.

— ¡Venga abuela, te lo estás inventando!

Pero no se lo inventaba. En la hemeroteca de ABC, pueden encontrar la noticia. En el invierno de 1941, la policía armada descubrió bajo una carbonera, las tumbas de cinco niños pequeños. Ocurrió cuando el reparto; un chucho indiscreto había medio desenterrado uno de los cadáveres y empezado a comérselo. El olor alertó a una vecina. Los policías, asqueados, esperaron al carbonero, del que se dice en la noticia que había sido regular, y que había quedado mudo por una herida de guerra, y le dieron una somanta de hostias tal que casi lo llevó al otro barrio. Puede que el silencio del carbonero, pese a los golpes, los enrabietase más. Como se imaginarán, la noticia no cuenta ni la paliza ni la sorpresa de los policías al descubrir que el detenido era mudo. Esto lo sé por mi abuela.

— Yo lo conocí algo —nos contó después—. Trabajaba entonces en la casa del embajador cubano, de cocinera, y el mudo traía carbón a la casa. Lo dejaba en un chiscón que había junto a la puerta de servicio. Llevaba una libreta pequeña, con un lápiz atado al alambre, en la que apuntaba lo que quería decir. Daba mucho repelús.

Solo he encontrado esa noticia y sé por qué. Al asunto se le dio carpetazo en la prensa porque dejaba mal al régimen. Condenaron al carbonero por inhumación ilegal, pero es inútil buscar algún suelto con la noticia de la sentencia. La muerte natural de los niños no se había comunicado a las autoridades porque los padres no querían perder la asignación familiar. Un chaval, mancebo del carbonero, lo convenció para enterrar al primer crío bajo el carbón. El muchacho era hermano del muerto. Se corrió la voz y el mudo no supo o no pudo negarse a los que vinieron después. Pese a la miseria de la época, era tanta la sordidez de esta historia que el primer impulso de escarmiento público se enterró bajo una pila de carbón.

A los pocos días, fui con mi hermano pequeño a vender periódicos. Los guardábamos en casa, los atábamos y, cuando teníamos un buen montón, los llevábamos a un sujeto que regentaba en un tabuco un negocio infecto, una especie de paraíso del síndrome de Diógenes, lleno de cacharros, chatarra, harapos y papel. El tipo, en camiseta en verano, con una chaqueta grasienta de lana en invierno, pesaba los periódicos con una romana y nos daba dos o tres duros. Para que se hagan una idea, décadas después, al leer Watchmen, me lo encontré dibujado.

Siempre me había parecido repugnante, pero ese día me pregunté por vez primera si, bajo el montón de desechos, no habría más niños muertos.

(Todo lo que se cuenta en esta entrada es ficticio, salvo alguna cosa)

Mataviejas

 

Mataviejas fue nuestro segundo cliente. Lo conocimos en medio de la mudanza, nada más abrir el despacho. No teníamos aún oficina ni un lugar en el que recibir, así que imprimimos el presupuesto y se lo llevamos a su casa. Vivía en el barrio de Salamanca, en un edificio algo destartalado, en un piso de la madre. Ella vivía con Mataviejas. Supusimos pronto que había sido madre soltera, por retales de información que fuimos recolectando. La vivienda era vieja, los muebles eran viejos y olía a viejo. Mataviejas era bastante joven, pero parecía viejo. Fofo, con apenas unos mechones rubios pegados a su calva, y lampiño, sonreía permanentemente, hasta cuando simulaba enfadarse. Su aspecto era dulzón y siempre vestía un jersey fino con rombos. Mataviejas daba la mano lacia y su tono de voz era chillón y desagradable, como de tubo de órgano desafinado.

Éramos muy baratos y nos contrató. Al principio para una cuestión sencilla, pero pronto todo se complicó. Mataviejas y su madre se dedicaban a cuidar ancianos y dos de ellos, hermanos, les habían dejado pisos en su testamento. Uno murió poco después, en su casa, y los sobrinos del difunto, al descubrir el legado y, con él, el testamento del que todavía vivía, presentaron una denuncia. La primera acusación fue de asesinato. El muerto tenía un golpe en la cabeza. Esa fue mi primera declaración como abogado. Eran otros tiempos, menos serios. Mataviejas no declaró en sala ni en el despacho del juez, sino en la secretaría del juzgado. Sudaba intranquilo. Llevaba una especie de mariconera y, cuando el oficial le pidió el DNI, mientras esperábamos al juez, la abrió y rebuscó nervioso. En su afán por encontrar el documento, al remover el contenido del bolso empezó a asomar un trozo de tela, una especie de pañuelo, con manchas oscuras como de líquido pegajoso parecido a sangre seca. Nada más verlo, pensé que no podíamos empezar con peor pie, así que comencé a distraer al oficial, intentando evitar que se diese cuenta.

Ese día Mataviejas se convirtió en Mataviejas. Éramos muy jóvenes, muy poco respetuosos y el asunto nos venía grande. Tuvimos suerte. Los forenses no encontraron indicios de muerte violenta y se archivó. También parecía que la impugnación del testamento del fallecido iba por buen camino, hasta que, tras revocar el suyo, el hermano vivo, asesorado por los sobrinos, presentó una querella por estafa. La suerte se acabó. Fue una gran pelea, pero era muy difícil explicar cómo madre e hijo se habían ganado el agradecimiento de ambos hermanos en tan poco tiempo, de no ser por ardides, y no ayudó mucho que los testamentos se hubiesen completado con un par de poderes de ruina.

Mataviejas terminó en prisión. Su madre se salvó por su avanzada edad, por su bondadoso aspecto y por la asunción que hizo el hijo de todo lo sucedido. Nosotros siempre sospechamos, sin embargo, que ella era a la vez el cerebro y el arma ejecutora. Quién mejor que una versión femenina de Papá Noel para convencer a ancianos medio abandonados por sus familiares.

Mataviejas se portó muy bien en prisión y no tardó mucho en salir. Al parecer hizo allí bastantes amigos.

En cuanto a su madre, recibió con aplomo y deportividad la condena de su hijo; solo quizás durante un instante sus bondadosos ojos azules me parecieron de metal.

 

Yesod

 

Agosto de 2010.

Claudio Abbado, tras un preludio que terminaba así …

9ª Mahler

… interpretó la novena de Mahler:

 

Al *escuchar* su interpretación recuerdo esto:

 

 

Debía de ser hacia finales de abril del cuarenta y cinco. Los ejércitos alemanes ya estaban derrotados, los fascistas se estaban dispersando. En todo caso, el lugar ya estaba, definitivamente, en poder de los partisanos.

Después de la última batalla, la que Jacopo nos había relatado precisamente en esta casa (hace casi dos años), varias brigadas de partisanos habían convergido ahí para luego marchar hacia la ciudad. Esperaban una señal de Radio Londres, se moverían cuando también Milán estuviese preparada para la insurrección.

También habían llegado los de las formaciones garibaldinas, comandados por Ras, un gigante de barba negra, muy popular en el pueblo: llevaban uniformes de fantasía, unos distintos de los otros, salvo los pañuelos y la estrella en el pecho, que eran rojos, y también sus armas eran casuales, unos tenían viejas carabinas, mientras que otros tenían metralletas tomadas al enemigo. Contrastaban con las brigadas de los seguidores de Badoglio, que llevaban el pañuelo azul, uniformes de color caqui como los de los ingleses, y las sten nuevísimas. Los aliados les ayudaban con generosos lanzamientos de paracaídas en la noche, después de las once, hora en que, desde hacia ya dos años, pasaba el misterioso Pippetto, el avión de reconocimiento inglés que, por lo demás, nadie comprendía qué podía reconocer, porque no se veía luz alguna en muchos kilómetros a la redonda.

Había tensiones entre los garibaldinos y los partidarios de Badoglio, se decía que la tarde de la batalla estos últimos se habían lanzado contra el enemigo al grito de “Adelante Saboya”, pero algunos de ellos alegaban que era la fuerza de la costumbre (qué quieres que grite en el momento del ataque), eso no significaba que fueran necesariamente monárquicos, también ellos sabían que el rey había hecho cosas muy graves. Los garibaldinos sonreían despectivos, se puede gritar Saboya en una carga con bayoneta en campo abierto, pero no tirándose detrás de una esquina con la sten preparada. Lo que pasaba era que estaban vendidos a los ingleses.

Sin embargo, habían llegado a un modus vivendi, era necesario tener un comando unificado para atacar la ciudad, y la elección había recaído sobre Terzi, que comandaba la brigada mejor pertrechada, era el de más edad, había participado en la gran guerra, era un héroe y gozaba de la confianza del comando aliado.

Pocos días después, creo que antes de que se produjera la sublevación en Milán, habían partido para dar asalto a la ciudad. Llegaban buenas noticias, la operación había sido un éxito, las brigadas estaban regresando victoriosas a al lugar, pero había habido bajas, corrían rumores de que Ras había caído en combate y Terzi estaba herido.

Una tarde se oyó el ruido de los vehículos, cantos de victoria, la gente se había precipitado hacia la plaza mayor, por la carretera estaban llegando los primeros contingentes, con el puño en alto, banderas, agitando las armas por las ventanillas de los automóviles, o desde el estribo de los camiones. Durante el camino, ya habían recubierto de flores a los partisanos.

De repente alguien había gritado Ras Ras, y allí estaba Ras, encaramado sobre el guardabarros de un Dodge, con la barba desordenada y el abundante y negro vello sudado asomando de la camisa, abierta sobre el pecho, y saludaba riendo a la muchedumbre.

Junto con Ras también se había apeado del Dodge Rampini, un chaval miope que tocaba en la banda, un poco mayor que los otros, que había desaparecido hacia tres meses y se decía que estaba con los partisanos. Y, en efecto, allí estaba, con el pañuelo rojo en el cuello, una casaca de color caqui y unos pantalones azules. Era el uniforme de la banda del padre Tico, con la diferencia de que él ahora lucía un cinturón militar, y una pistola.

A través de esas gafas gruesas que tantas bromas le valieran por parte de sus antiguos compañeros de la escuela parroquial, miraba a las chicas que se agolpaban a su alrededor como si fuese Flash Gordon. Jacopo se preguntaba si Cecilia no estaría entre la multitud.

Al cabo de media hora, la plaza se tiñó de partisanos y la gente se puso a reclamar a gritos la presencia de Terzi, querían que pronunciase un discurso.

En un balcón del ayuntamiento había aparecido Terzi, apoyado en su muleta, pálido, y con la mano había tratado de calmar a la multitud. Jacopo esperaba el discurso, porque toda su infancia, como la de todos los chicos de su edad, había estado marcada por grandes e históricos discursos del Duce, cuyos pasajes más significativos debían aprenderse luego de memoria para la escuela, o sea que debían memorizarlos enteros, porque todos los pasajes eran una cita significativa. 

Cuando se hizo el silencio, Terzi habló, con una voz ronca, apenas audible. Dijo:

— Ciudadanos, amigos. Después de tantos y tan penosos sacrificios… henos aquí. Gloria a los caídos por la libertad.

Eso fue todo. Se retiró del balcón.

Entretanto, la muchedumbre gritaba, y los partisanos levantaban las metralletas, las sten, las moschetti, las noventa y uno, y disparaban ráfagas de júbilo, mientras los casquillos caían por todas partes y los chavales se metían entre las piernas de los combatientes y de los civiles, porque ya no volverían a hacer una cosecha como aquélla, había peligro de que la guerra acabase ese mismo mes.

Sin embargo, había habido muertos. Por una atroz casualidad, ambos eran de San Davide, una aldea situada más arriba de ahí, y las familias querían que se les sepultara en el pequeño cementerio local.

El comando partisano había decidido celebrar unos funerales solemnes, con las compañías formadas, carruajes fúnebres ornados, la banda del ayuntamiento, el canónigo de la catedral. Y la banda de la escuela parroquial.

El padre Tico había accedido inmediatamente. En primer lugar, decía él, porque siempre había tenido sentimientos antifascistas. Y además, según se rumoreaba entre sus músicos, porque desde hacia un año estaba haciéndoles ensayar, para que se ejercitaran, dos marchas fúnebres y tarde o temprano debían ejecutarlas. Por último, según decían las malas lenguas del pueblo, porque quería echar tierra sobre lo de giovinezza.

La historia de giovinezza había sido así.

Unos meses atrás, antes de que llegasen los partisanos, la banda del padre Tico había salido para tocar en no sé qué fiesta, y en el camino les habían detenido las Brigadas Negras.

— Toque giovinezza, reverendo -le había ordenado el capitán, haciendo tamborilear los dedos sobre el cañón de la metralleta.

¿Qué hacer, tal como aprenderíamos a decir después? El padre Tico dijo, muchachos, probemos, el pellejo es el pellejo. Había dado el tiempo con la mano y el inmundo tropel de cacofónicos había atravesado el pueblo, tocando algo que sólo la más delirante esperanza de redención hubiera permitido confundir con Giovinezza. Una vergüenza para todos. Por haber cedido, decía luego el padre Tico, pero sobre todo por haber tocado tan mal, sería cura, si, y antifascista, pero el arte era el arte.

Jacopo no estaba aquel día. Tenía anginas. Sólo estaban Annibale Cantalamessa y Pio Bo, y su sola presencia debe de haber sido decisiva para la derrota del nazifascismo. Pero para Belbo el problema no era éste, al menos en el momento de describir el episodio. había perdido otra ocasión para saber si habría sido capaz de decir que no. Quizá por eso moriría colgado del Péndulo.

En fin, los funerales debían celebrarse el domingo por la mañana. En la plaza de la catedral estaban todos. Terzi con sus hombres, el tío Carlo y algunos notables del pueblo con las medallas de la gran guerra, no importaba si habían sido fascistas o no, estaban allí para rendir homenaje a unos héroes. Estaba el clero, la banda del ayuntamiento, vestidos de negro, y los carruajes con los caballos con gualdrapa y arreos de color crema, plata y negro. El automedonte iba ataviado como un mariscal de Napoleón, sombrero de dos puntas, esclavina y gran capa, que hacían juego con los arneses de las cabalgaduras. También estaba la banda de la escuela parroquial, gorra de visera, chaqueta caqui y pantalones azules, reluciente de bronces, negra de maderas y centelleante de platillos y bombos.

Entre el lugar y San Davide había cinco o seis kilómetros de curvas en subida. Un trayecto que los domingos por la tarde los jubilados solían recorrer jugando a la petanca, una partida, una pausa, unas copas de vino, otra partida y así sucesivamente, hasta el santuario en la cima.

Unos kilómetros cuesta arriba no son nada para quien los recorre jugando a la petanca, y quizá tampoco para quien lo hace en formación, con el arma al hombro, la mirada firme y los pulmones estimulados por el fresco aire de la primavera. Pero hay que tratar de recorrerlos tocando un instrumento, los carrillos hinchados, el sudor chorreando por la cara, el aliento desfalleciente. La banda del ayuntamiento llevaba toda la vida haciéndolo, pero para los chavales de la escuela parroquial había sido una dura prueba. Habían aguantado como héroes, el padre Tico marcaba el compás en el aire, los clarines gañían exhaustos, los saxofones balaban asmáticos, el bombardino y las trompetas chillaban agonizantes, pero lo habían logrado, habían llegado hasta el pueblo, hasta el pie de la cuesta que conducía hasta el cementerio. Hacia mucho que Annibale Cantalamessa y Pio Bo se limitaban a fingir que tocaban, pero Jacopo había sido fiel a su función de perro de pastor, bajo la mirada de bendición del padre Tico. No habían hecho mala figura junto a la banda del ayuntamiento; así lo habían reconocido Terzi y los otros comandantes de las brigadas: muchachos, habéis estado estupendos.

Un comandante que exhibía el pañuelo azul y un arco iris de condecoraciones de las dos guerras mundiales, había dicho:

—Reverendo, será mejor que los chavales descansen un poco en el pueblo, se ve que no pueden más. Que suban después, al final. Luego regresarán en camión al pueblo.

Se habían precipitado en la fonda, y los de la banda municipal, viejos arneses endurecidos por infinitos funerales, se instalaron en las mesas sin el menor recato y pidieron callos y vino a discreción. Se habrían quedado de juerga hasta la noche. Los chavales del padre Tico, en cambio, se habían agolpado en la barra, donde el tabernero les estaba sirviendo unos granizados de menta verdes como un experimento químico. El hielo, pasando de golpe por la garganta, provocaba un dolor en el centro de la frente, como la sinusitis.

Después habían subido hasta el cementerio, donde esperaba un pequeño camión. Durante el camino no habían parado de gritar y estaban todos apiñados, todos de pie, golpeándose con los instrumentos, cuando el comandante de antes salió del cementerio y dijo:

—Reverendo, para la ceremonia final necesitamos una trompeta, ya sabe usted, para los toques de rigor. Apenas cinco minutos.

—Trompeta -había dicho el padre Tico, profesional.

Y el infeliz titular del privilegio, sudoroso de granizado verde y añorando la comida familiar, campesino palurdo impermeable a la menor emoción estética y a cualquier solidaridad de ideas, había empezado a quejarse, que era tarde, que quería regresar a casa, que se había quedado sin saliva, etcétera, etcétera, para gran molestia del padre Tico, que se avergonzaba ante el militar.

Fue entonces cuando Jacopo, vislumbrando en la gloria del mediodía la dulce imagen de Cecilia, dijo:

—Si me da la trompeta, puedo ir yo.

Destellos de reconocimiento en la mirada del padre Tico, sudoroso alivio del miserable trompetista titular. Intercambio de los instrumentos, como dos centinelas.

Y Jacopo se había internado en el cementerio, guiado por el psicopompo condecorado por la gesta de Addis Abeba. Allí todo era blanco, la tapia calcinada por el sol, las tumbas, las flores de los árboles de la cerca, la sobrepelliz del arcipreste preparado para dar su bendición, salvo el sepia de las fotos en las lápidas. Y la gran mancha de color de los escuadrones que escoltaban las dos fosas.

—Muchacho -había dicho el jefe-, ponte aquí, a mi lado, y cuando dé la voz de orden toca el firmes. Después, siempre que oigas mi orden, el descansen. ¿Verdad que es fácil?

Facilísimo. Sólo que Jacopo nunca había tocado la señal de firmes, ni la de reposo.

Sostenía la trompeta con el brazo derecho plegado, contra las costillas, con la punta un poco hacia abajo, como si fuese una carabina, y se mantuvo a la expectativa, frente alta vientre hacia adentro y pecho hacia afuera.

Terzi estaba pronunciando un discurso sobrio, con frases muy breves.

Jacopo pensaba que para tocar la señal tendría que elevar la vista hacia el cielo, y que el sol le deslumbraría. Pero así mueren los trompetistas, y ya que sólo se muere una vez más valía hacerlo bien.

Después el comandante le había susurrado: “Ahora”, y había empezado a gritar “¡Fiiir…!” Y Jacopo no sabia cómo se toca el fiiirmes.

La estructura melódica debía de ser mucho más compleja, pero en aquel momento sólo había sido capaz de tocar do-mi-sol-do, y a esos rudos combatientes pareció bastarles. El do final lo había tocado después de haber tomado aliento, para poder sostenerlo mucho, y darle tiempo, escribía Belbo, para llegar al sol.

Los partisanos estaban firmes, rígidos. Los vivos inmóviles como los muertos.

Los únicos que se movían eran los sepultureros, se oía el ruido de los féretros al descender a las fosas, y el rumor de las cuerdas al rozar contra la madera. Pero era un movimiento débil, como el serpentear de un reflejo sobre una esfera, leve variación de luz que sólo sirve para revelar que en el Ser nada fluye.

Después se había oído el ruido abstracto de un presenten armas. El arcipreste había susurrado las fórmulas de la aspersión, los comandantes se habían acercado a las fosas y habían arrojado un puñado de tierra cada uno. En ese momento, una orden repentina había desencadenado una descarga hacia el cielo, ta-ta-ta, ta-pum, y los pajaritos habían huido alborotando de los árboles en flor. Pero tampoco aquél era movimiento, era como si siempre el mismo instante se presentara desde perspectivas diferentes, y mirar un instante para siempre no significa mirarlo mientras el tiempo pasa.

Por eso Jacopo se había quedado inmóvil, insensible incluso a la caída de los casquillos que rodaban a sus pies, y no había vuelto a colocar la trompeta bajo el brazo, sino que aún la tenía en la boca, con los dedos en las llaves, rígido en el firmes, apuntando el instrumento hacia lo alto.

Todavía estaba tocando.

Su larguísima nota final no se había interrumpido en ningún momento: imperceptible para los otros, seguía saliendo por la bocina de la trompeta como un soplo leve, una ráfaga de aire que él seguía introduciendo por la embocadura con la lengua entre los labios apenas abiertos que no ejercían presión alguna sobre la ventosa de bronce. El instrumento se mantenía levantado sin apoyarse en el rostro, por la sola tensión de los codos y de los hombros.

Jacopo seguía emitiendo aquella ilusión de nota porque sentía que en ese momento estaba desenredando un hilo capaz de frenar el movimiento del sol. El astro se había detenido, se había fijado en un mediodía que hubiera podido durar una eternidad. Y todo dependía de Jacopo, bastaba con que interrumpiese aquel contacto, con que soltara el hilo, para que el sol se alejase saltando, como un globo, y con él el día, y el acontecimiento de ese día, aquella acción continua, aquella secuencia sin antes ni después, que se desarrollaba en la inmovilidad sólo porque ese era su poder de querer y hacer.

Si hubiese abandonado para atacar una nueva nota, se habría oído un desgarrón mucho más estrepitoso que las ráfagas que le estaban ensordeciendo, y los relojes habrían vuelto a palpitar con ritmo taquicárdico.

Jacopo deseaba con todo su ser que el hombre que estaba a su lado no diese la orden de reposo; podría negarme, decía para sus adentros, y todo seguiría así para siempre, haz que te dure el aliento todo lo que puedas.

Creo que había entrado en ese estado de aturdimiento y vértigo que invade al buceador cuando trata de no salir a la superficie y quiere prolongar la inercia que lo arrastra hacia el fondo. Hasta el punto de que, al tratar de expresar aquellos sentimientos, las frases del cuaderno que ahora yo estaba leyendo se quebraban asintácticas, mutiladas por puntos suspensivos, roídas por elipsis. Pero era evidente que en ese momento, no, no lo decía, pero estaba claro: en ese momento estaba poseyendo a Cecilia.

Es que en aquel momento Jacopo Belbo no podía comprender, ni comprendía aún mientras escribía sin conciencia de si mismo, que estaba celebrando de una vez para siempre sus bodas químicas, con Cecilia, con Lorenza, con Sophia, con la Tierra y con el Cielo. quizá fuera el único de los mortales que, finalmente, estaba concluyendo la Gran Obra.

Nadie le había dicho aún que el Grial es una copa, pero también una lanza, y su trompeta elevada como un cáliz era al mismo tiempo un arma, un instrumento de dulcísimo dominio, que disparaba hacia el cielo y vinculaba la Tierra con el Polo Místico. Con el único Punto Quieto que había existido en el universo: con aquello que, por ese único instante, el estaba haciendo existir con su aliento.

Diotallevi aún no le había explicado que es posible estar en Yesod, la sefirah del Fundamento, el signo de la alianza del arco superior que se tiende para poder disparar flechas a la medida de Malkut, que es su blanco. Yesod es la gota que surge de la flecha para dar origen al árbol y al fruto, es anima mundi porque es el momento en que la fuerza viril, al procrear, consigue unir todos los estados del ser.

Saber hilar este Cingulum Veneris significa reparar el error del Demiurgo.

¿Cómo se puede pasar una vida buscando la Ocasión, sin darse cuenta de que el momento decisivo, que justifica el nacimiento y la muerte, ya ha pasado? No regresa, pero ha sucedido, es irreversiblemente, pleno, deslumbrante, generoso como toda revelación.

Aquel día Jacopo Belbo se había encontrado con la Verdad, y la había mirado a los ojos. La única que le sería concedida, porque la verdad que estaba aprendiendo le revelaba que la verdad es brevísima (el resto, solo es comentario). De ahí su esfuerzo por domar la impaciencia del tiempo.

Desde luego, no lo comprendió en aquel momento. Tampoco cuando trataba de describirlo, ni cuando decidía renunciar a la escritura.

Lo he comprendido yo esta noche: el autor debe morir para que el lector descubra su verdad.

La obsesión del Péndulo, que había acompañado a Jacopo Belbo durante toda su vida de adulto, había sido, como las señas perdidas del sueño, la imagen de aquel otro momento, registrado y luego relegado, en que realmente había tocado la bóveda del mundo. Y aquel momento en que había congelado el espacio y el tiempo al disparar su flecha de Zenón no había sido un signo, un síntoma, una alusión, una figura, una signatura, un enigma: era lo que era, lo que no estaba en lugar de ninguna otra cosa, el momento en el que ya nada remite a nada, las cuentas están saldadas.

Jacopo Belbo no había comprendido que ya había tenido su momento, y que habría debido bastarle para toda la vida. No lo había reconocido, había pasado el resto de su vida buscando otra cosa, hasta condenarse.

O quizá lo sospechase, porque, si no, no se explicaba la frecuencia con que evocaba el recuerdo de la trompeta. Pero en su memoria era una trompeta perdida, cuando en realidad la había poseido.

Creo, espero, ruego que en el instante en que moría oscilando con el Péndulo, Jacopo Belbo haya comprendido esto, y haya encontrado la paz.

Después se había oído la orden de descanso. De todas formas habría acabado por ceder, porque le estaba faltando el aliento. había interrumpido el contacto, y luego había tocado una sola nota, alta y cada vez menos intensa, la había tocado con dulzura, para que el mundo se habituase a la melancolía que estaba a punto de envolverlo.

—Bravo, jovencito -había dicho el comandante-. Ya puedes marcharte. Bonita trompeta.

El arcipreste se había escurrido, los partisanos se habían dirigido hacia la verja posterior, donde les esperaban sus vehículos, los sepultureros se habían marchado después de haber rellenado las fosas. Jacopo había sido el último en salir. No lograba abandonar ese lugar de felicidad.

En la explanada no estaba el camión de la escuela parroquial.

Jacopo se había asombrado, no lograba comprender cómo el padre Tico podía haberle abandonado. Retrospectivamente, lo más probable es que hubiera habido un malentendido y alguien le hubiese dicho al padre Tico que el chaval regresaría con los partisanos. Pero en aquel momento Jacopo había pensado, no sin razón, que entre el firmes y el descansen habían transcurrido demasiados siglos, que los chicos le habían esperado hasta encanecer, hasta morir, y que el polvo de sus huesos se había dispersado hasta formar esa leve neblina que ahora estaba tiñendo de azul el paisaje de colinas que se extendía ante sus ojos.

Jacopo estaba solo. A sus espaldas un cementerio ahora desierto, en sus manos la trompeta, delante las colinas difuminadas en tonos cada vez más turquesa, unas detrás de otras hacia el membrillo del infinito, y, vengativo sobre su cabeza, el sol en libertad.

Había decidido llorar.

Pero de repente había aparecido la carroza fúnebre con su cochero ataviado como un general del emperador, todo color crema, negro y plata, los caballos enjaezados con bárbaras máscaras que sólo dejaban ver los ojos, engualdrapados como féretros, las columnillas salomónicas que sostenían el tímpano asirio-greco-egipcio, todo en blanco y oro. El hombre del sombrero de dos puntas se había detenido un momento delante de aquel trompetista solitario, y Jacopo le había preguntado:

—¿Me lleva a casa?

El hombre era benévolo. Jacopo había subido al pescante y se había sentado a su lado, en el carruaje de los muertos había iniciado el regreso hacia el mundo de los vivos. Aquel Caronte fuera de servicio azuzaba taciturno a sus fúnebres corceles a través de los barrancos, Jacopo erguido y hierático, con la trompeta apretada bajo el brazo, y la visera brillante, compenetrado con aquel nuevo papel, inesperado.

Habían bajado de las colinas, a cada recodo surgían viñas teñidas de cardenillo, todo en medio de una luz cegadora, y al cabo de un tiempo incalculable habían llegado al pueblo. Habían atravesado la plaza mayor, con sus pórticos, desierta como sólo pueden estarlo las plazas del Monferrato a las dos de la tarde de un domingo. Un compañero de escuela, desde una esquina de la plaza, había visto a Jacopo subido al carruaje, la trompeta debajo del brazo, la mirada clavada en el infinito, y le había hecho un gesto de admiración.

Jacopo había regresado a su casa, no había querido comer, ni contar nada. Se había refugiado en la terraza y se había puesto a tocar la trompeta como si tuviese puesta la sordina, soplando despacio para no perturbar el silencio de la siesta.

Su padre se le había acercado y sin maldad, con la calma de quien conoce las leyes de la vida, le había dicho:

—Dentro de un mes, si no hay novedades, regresaremos a casa. No puedes pensar que en la ciudad podrás seguir tocando la trompeta. El propietario nos echaría de la casa. Así que ya puedes empezar a olvidarla. Si realmente te interesa la música, podrás tomar lecciones de piano.

Y luego, al ver que le brillaban los ojos:

—Vamos, tontito. ¿No te das cuenta de que se han acabado los días malos?

Al día siguiente, Jacopo había devuelto la trompeta al padre Tico. Dos semanas más tarde, la familia abandonaba el lugar para regresar al futuro.

 

Imposible

 

Hoy Jorge Galindo escribe sobre el futuro del PSOE. No entraré sobre la sustancia de lo que dice, aunque me parece un artículo demasiado superficial. Solo quiero dejar constancia de cómo, lo que vengo llamando «el relato», se impone para justificar una decisión simplemente sectaria, aunque quizás racional.

Me refiero a esto:

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La «imposibilidad» (ni siquiera improbabilidad) de llegar a un acuerdo con el PP se basa, según Galindo, en dos razones:

1.- La corrupción.

2.- Que el PP está demasiado escorado al conservadurismo clásico.

Lo interesante es que Galindo obvie la razón principal: es imposible llegar a un acuerdo porque el PSOE no está dispuesto ni siquiera a sentarse con el PP para hablar de esos dos escollos o de cualesquiera otros.

Esa es la razón principal y, además, esa razón no puede basarse en los escollos que apunta el articulista. Por dos razones.

En primer lugar, porque el PSOE es, al menos, tan corrupto como el PP. La historia de los dos partidos (y, en general, de todos los partidos que han gobernado en España o en zonas de España) nos indica que la corrupción es española y de los españoles, no solo de ciertos partidos. Más aún, el PSOE ha defendido a sus «corruptos» (uso esta expresión con toda la prudencia y con un simple afán simplificador) como el que más. Si con el PP no se puede pactar porque es corrupto, el PSOE debería ir pensando en disolverse para evitar una grave enfermedad mental.

En segundo lugar, porque ese conservadurismo (en la descripción que hace Galindo) es un punto de partida para una negociación. Imagino que al PP, el PSOE también le parece «muy» conservador (ya saben que hay quien dice que no hay nada más conservador que la socialdemocracia). Esa etiqueta, en realidad, no importa. Es una acusación «ad hominem». Lo que importa es el programa que podrían pactar y eso no se sabe hasta que no te sientas con el adversario y empiezas a hablar. Da igual lo que sean PP y PSOE, importa lo que hacen.

El relato nos ha invadido. Y ha infectado a los más inteligentes y capaces.

Mientras tanto, las posibilidades para aplicar una (al menos) moderada agenda de reformas, con el apoyo de una mayoría absoluta de votantes y representantes políticos, se esfuma, abierta en canal por las «imposibilidades» autoimpuestas.

Sin embargo, frente a la imposibilidad del PSOE de pactar con el PP, seguro que a Galindo le parece posible que los palestinos y los israelíes, o el régimen sirio y sus enemigos también sirios, puedan llegar a un acuerdo. Es asombroso.

La distancia también ayuda. Cuanto más nos acercamos a nuestro ombligo peor nos parece el rival. Aunque el rival sea un partido democrático, constitucional, europeísta y que representa a casi un treinta por ciento de los votantes españoles.

 

Pigmalión

Para Jabois, origen extravagante de este artículo

Esto que voy a contar es suficientemente cierto. Solo cambian detalles sin importancia. Son detalles que tienen que ver, remedando a Borges, con un par de nombres propios y alguna tribu, detalles de esos que en la mal llamada vida real nos impiden viajar o nos permiten estudiar en una universidad, pero que en el mundo de las formas eternas no importan una higa.

Ella es africana, pongamos que de Camerún. Él es un intelectual joven; es decir, alguien que no ha cumplido los cincuenta. Sus vastos conocimientos se extienden desde el mainstream a los más oscuros callejones en donde se intercambian saberes inaccesibles con nombres extraños que apestan, desde su nacimiento, a concurso de talentos. Ella es puta. Él la conoce en un club y se enamora. Verán que, prudentemente, no he dicho que se enamore de ella. El mundo de él está siempre plagado de productos de la intelectualidad. Su vida es un guion en revisión permanente. Él le promete a ella la redención y ella, que es de Camerún, pero no es imbécil, acepta. La lleva a su casa y empieza a modelarla. Es feliz. Una criatura perfecta, como el más perfecto objeto de una novela maldita o un poema de Blake, a la que puede liberar de la ignorancia. Algunos problemas administrativos con los proxenetas y la familia de ella, que ha de pagar deudas producto del comercio de carne, se resuelven gracias a unos matones que le busca, en los bajos fondos, un pariente.

Ella empieza a estudiar. Va al cine con él y descubre la filmografía de directores serbios, iraníes y coreanos. La lleva a conciertos y exposiciones. Sin embargo, ella tiene su propia agenda. Debería venerar a su Pigmalión, pero se aburre mortalmente. Lentamente, la monótona vida gris de la gente corriente se abre paso. El tema literario, mujer, negra, puta, esclava, libertad, conocimiento, empieza a resultar poco estimulante. Su novela tiene un desarrollo extravagante porque ella no se deja. Resulta que ella es, oh, perra vida, «vulgar».

Un día se marcha. Ahí te quedas. Gracias, pero eres un coñazo. Métete a Kiarostami donde te quepa.

En su salón, a oscuras, escucha a Ornette Coleman y piensa: «las mujeres son unas putas».

Para acabar con Arcadi Espada y otros relatos

 

Durante el año 2006 escribí muchas cosas en el blog de Arcadi Espada. Como soy un descuidado y casi siempre escribo directamente en las ventanas de comentarios de los blogs, no conservo casi ninguno de los cientos de comentarios escritos durante ese año. Sin embargo, mientras limpiaba mi ordenador de bártulos inútiles, me he encontrado con tres pequeños relatos protagonizados por el detective Kurtz. En el primero de ellos utilizaba como fundamento (incluso copiando literalmente el comienzo) uno de los capítulos del magnífico Como acabar de una vez por todas con la cultura, de Woody Allen. Lo llamé Para acabar con Arcadi Espada porque en aquel momento Arcadi estaba a punto de salir de El País y pasar a El Mundo. Entonces no conocía a ninguno de los nicks que aparecen mencionados en el relato (algunos de manera subrepticia, a ver si los descubren) y fui totalmente irreverente con ellos. Espero que no les moleste (sobre todo a mi querida Cvalda, que aparece como traidora y femme fatale). El protagonista, Kurtz, era un nick del blog de Espada. No sé que fue de él. He tenido que completar el relato porque lo guardé sin su final. Prueba evidente de mi dejadez.

En el segundo utilizaba como fundamento un segundo relato de detectives de Woody Allen (tiene el mismo protagonista) que leí en Sin plumas.

El tercero es totalmente de cosecha propia.

Los junto y los publico.

I

PARA ACABAR CON ARCADI ESPADA

Estaba sentado en mi despacho limpiando el cañón de mi 38 y preguntándome cuál sería mi próximo caso. Me gusta ser detective privado. Cierto, tiene sus inconvenientes, me han dejado más de una vez las encías hechas papilla, pero el dulce aroma de los billetes de banco tiene también sus ventajas. No hablo siquiera de las mujeres que son una preocupación menor para mí y que coloco, en mi escala de valores, justo antes del acto de respirar. Por eso, cuando se abrió la puerta de mi oficina y entró una rubia de pelo largo llamada Selma, con la cara de Julie Christie y el culo de Mónica Bellucci y me dijo que necesitaba mi ayuda, mis glándulas salivares se pusieron a segregar como locas.

— ¿Qué puedo hacer por ti, muñeca?

— Estoy buscando a una persona, señor …

— Llámame Kurtz. ¿A quién buscas?

— Busco a AE.

— ¿Quién?

— AE, Dios, El Creador, el Principio Universal, el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Webmaster. Quiero que lo encuentre.

— ¿Por qué?

— Eso es asunto mío, Kurtz.

— Lo siento, bombón, si no me das toda la información …

— Vale, vale … – dijo mientras acariciaba un ejemplar de La Decadencia de Cataluña y dejaba a un lado la aspiradora.

— Te he mentido, Kurtz, en realidad me llamo Cvalda. Y soy … –temblaba al decirlo-, más bien estoy … –me daba pena y a la vez me estaba dando taquicardia- estoy interesada en las cosas que pasan en el mundo.

Por fin lo había dicho. Me contó que había conocido a un hombre al que ella llamaba cariñosamente el desayuno de los campeones, con el que había descubierto toda clase de juegos sexuales, y que de ahí habían pasado a ver los telediarios, de ahí a los debates y de los debates a los periódicos. La típica historia de descenso a los infiernos. Finalmente habían descubierto el BLOG, y había dejado de desayunar, je, je. Lo contaba con ojos febriles. Vale, es cierto, no sé cómo tenía los ojos, yo sólo miraba sus estupendas tetas.

No le bastaba con lo mismo que a los demás, ella quería hablar con AE, no tener que depender de sus silencios o sus mensajes crípticos. Vamos que quería línea con el gran jefe.

Acepté el trabajo y le dije que se esfumara. No quería que viera el enorme bulto que tenía en la entrepierna.

Pensé, quizás AE exista, o quizás no, pero en alguna parte de esta ciudad con seguridad había un montón de tipos que iban a tratar de impedirme averiguarlo.

Mi primera pista me llevó a una mansión algo destartalada. Me abrió la sirvienta, una mujer entrada en años con un besugo entre las manos. ¡Buf! A mí con esas, pensé. Al fondo se oían gritos de rabia. Era el Marqués, lanzando contra la pared un cordón umbilical. El asunto se les había ido de las manos.

— ¿Qué desea? –me preguntó el besugo.

— Quiero hablar con el que manda en el sindicato.

— Aquí no hay ningún sindicato, señor.

Tuve que ponerme duro. Y créanme surtió efecto. En menos de treinta segundos estaba en una habitación y, allí, un sujeto con una enorme panza estaba enfrascado con la Lógica de Hegel.

— ¿Qué quiegues?

— Donde esta AE.

— ¿Qué AE?

— ¡Este!

Lo estampé contra el suelo y miré bajo sus pies descalzos. Efectivamente, en la planta de cada pie, había una foto de Dios.

Berreaba como un cerdo. Empezó a decir que no le conocía, que ni siquiera sabía si existía, que las fotos se las habían mandado con un fajo de billetes … Lo de siempre. La culata de mi 38 le sacó una dirección. Pregunta por Atleta me dijo.

Era un gimnasio. En las paredes los mismos calendarios con las mismas chicas y una lista con los próximos combates: “El Potro cateto contra Bil lethal weapon”, “Antonio perro rabioso contra la Muerte Roja Verse” …

Entonces oí los gemidos. Eran brutales. Pegué una patada a la puerta y allí estaban. Una hembra con un cuerpo que quitaba el sentido y un maorí enorme lleno de tatuajes en una posición que habría jurado era imposible.

— ¡Ahhhhh! -gritó ella mientras se tapaba con un “shéitl”– ¡Haz algo!

El maorí se puso a decir cosas sin sentido y tuve que atizarle con un libro de un tal Rudolf Baehr que llevaba en el bolsillo.

— ¿Dónde está AE?

— No lo sé …

— Todos dice que sí.

Empezó a sollozar.

— No lo sé, de verdad, es sólo un bulo que hice correr para hacerme el importante…, es mi musa, lo entiendes ¡¡¡miii musa!!!

Joder, a este tío le está dando un colapso, pensé, mientras le metía mano a la chavala.

En ese momento recibí una llamada. Era el inspector qtyop.

— ¿Sigues buscando a AE?

— Sí.

— ¿Dios, El Creador, el Principio Universal, el Ser Supremo, el Todopoderoso, el Webmaster?

— Sí.

— Un tipo que se ajusta a la descripción acaba de aparecer en el depósito de cadáveres. Mejor que vengas a echarle un vistazo.

El empleado del depósito me resultaba vagamente familiar. Tenía un aspecto triste y las manos llenas de tinta.

Dentro me esperaba el inspector, con el sargento Mercutio, un tipo recio, de esos que encandilan a las mujeres.

— Ha sido cosa de un estructuralista, no ha dejado nada al azar. No hay nada gratuito, cada golpe, cada puñalada, se ha hecho siguiendo un sistema. Este cabrón quiere decirnos algo.

El empleado del depósito se puso pálido, pero yo sabía que me estaban tendiendo una trampa.

En la calle, recordé la primera conversación con Cvalda. Bueno, primero recordé sus tetas, pero eso no viene al caso. La llamé y me dio su dirección.

Al llegar a su casa, me recibió casi desnuda.

— ¿Qué has averiguado cariño?

— Que no existe.

— No puede ser, existe, estoy segura.

— ¿Cómo puedes estarlo?

— Porque …

En ese momento se calló. Pero allí estaba la prueba. Sobre la mesa había un ejemplar de La Rusa.

— Querida no puedes engañarme, sé quien te manda y sé que lo has matado. No soportabas que ahora fuera de todo el mundo.

— No Kurtz, fue un accidente –me dijo sollozando– sólo quería despedirme de él.

Y lo decía dejando caer su bata de seda. Soy un tipo duro, pero esto era demasiado. No puede exigirse a nadie pasar por esto. Tuve que matarla. Mientras la veía morir le dije:

— Consuélate, pronto podrás ver el mundo por dentro.

II

EL OFICIO MÁS VIEJO

Cuando se es investigador privado, uno ha de aprender a confiar en sus corazonadas. Por eso en el momento en que un tipo tembloroso como un flan llamado (CENSURADO) entró en mi oficina y puso las cartas sobre la mesa, debí haber hecho caso del escalofrío glacial que sacudió mi espinazo.
— Busco al investigador privado, un tipo llamado Kurtz -dijo-; ¿sabe donde está?

— Lo tiene delante, amigo, ¿qué quiere?

— Necesito ayuda, me están haciendo chantaje.

El tipo llevaba una camisa de rayas de color naranja, una corbata con pequeños paramecios rosados y tenía el pelo moreno, largo y ondulado, con largas patillas. Olía a gaviota que apestaba.

— Cuénteme.

— Es algo delicado. Por las noches, cuando nadie mira … leo blogs izquierdistas. He llegado en alguna ocasión a intercambiar textos de Gramsci por email. Le hará gracia, mi nick es …

— No me interesa, siga.

— A mí no me bastaba con eso, yo quería algo más personal. Y en estas, un tipo del partido me habló, ya sabe, de una profesional. Habían pillado a un diputado autonómico en una cafetería de Huertas intercambiando libros con ella. El asunto se tapó, pero …

— Abrevie -le dije-.

— Conseguí su número y llamé y me dijeron que por una módica suma me enviaban a alguien … ya sabe para intercambiar ideas contigo ¿Comprende?

— No del todo.

— Entiéndame Kurtz, yo soy fiel al partido. Y las experiencias allí no son malas. Hablamos de Friedman y Fukuyama. Incluso hay un compañero que cita a Dennet. Pero siempre hay alguien que sale con Moa. Yo necesitaba más. Sólo de vez en cuando …

Así que era uno de esos maricomplejines que se pierden por una discusión profunda.

— Lo malo es que me han grabado diciendo que el Estatuto no está tan mal y hablando de nación de naciones.

— Ya, y ahora la suma ya no es tan módica ¿verdad?

Pobre tipo. Enredado en el viejo tinglado de la prostitución. Acepté el asunto y le alivié de algo de su peso, je, je.

En el número de teléfono contestaba una mujer de voz agradable, como de azafata de IFEMA.

— Hola, me han dicho que hable con Uds., que me pueden conseguir un rato agradable. Me gusta, ya sabe, intercambiar opiniones …

— Claro cariño. ¿De qué tipo? Por tu voz, supongo que quieres una reaccionaria a la que mandar a la cocina.

— No, no. Me interesa el asunto del Estatuto desde una posición de izquierdas.

— A favor o en contra.

— ¿Qué diferencia hay?

— El precio, cariño, el precio. A favor es más barato.

— Si puede ser en contra …

— Lo que tú quieras, cariño.

Nos pusimos de acuerdo en el precio y le di el número de una habitación de hotel. Una hora más tarde llamaron a la puerta. Allí estaba ella y os aseguro que sabían satisfacer las fantasías de cualquiera: pelo corto, botas de montañero, chaqueta de camuflaje verde. En banderola lleva una especie de bolso negro, enorme.

— Hola, me llamo Pilar.

— Me sorprende que no te haya detenido el de seguridad del hotel vistiendo así, suele distinguir a las intelectuales.

— Le he pasado una copia de una ponencia de Esquerra. No veas como babeaba el cerdo. ¿Empezamos?

— Vale, ¿qué te parece si hablamos del Estatuto como la imagen religiosa de ritos atávicos de paso?

— Claro, no hay duda de que supone una regresión a arquetipos colectivos que pretenden la subyugación del ciudadano a través de imaginarios grupales.

— Pero –quería saber si valía para el oficio– es indudable que el concepto nación no es una simple elaboración formal, que es una sub o superestructura de fuerzas complejas de poder articulado.

— Sí, sí, pero el Estatuto las eleva a categoría originaria, cometiendo el pecado original de los discursos fascistas.

Vaya si valía, pero aunque apenas tenía treinta años, ya mostraba la ductilidad encallecida del político profesional. Todo mecánico, fingiendo placer, y sin esa chispa en los ojos de la intuición verdadera. Cuando terminamos le pregunté si podíamos organizar una fiesta. Un debate abierto sobre este mismo asunto. Con otros clientes que tuvieran, digamos, el mismo tipo de debilidad.

— Te va a costar muy caro.

— Eso no importa, tengo unos chanchullos en la FAES.

Me dijo que tenía que consultarlo. A los pocos días, recibí una llamada:

— Está hecho, cariño. Vamos a ser bastantes, unos dos mil, así que vamos a reunirnos en un cine.

Le pasé la información al comisario de antivicio, un tal Colomines. La redada estaba montada. Lo demás, supongo, lo han visto en la televisión. En el momento en que empezó el desmadre, con lo del bilingüismo, el laicismo y demás, intervino el mocerío. Y Colomines, el muy cabrón, atribuyéndose el mérito mientras contaba, uno a uno, a los detenidos que iban entrando en las lecheras.

Al menos (CENSURADO) ha quedado satisfecho. Ahora sólo lee la sección de ciencia de El Mundo.

III

EL PROCESO

Estaba en las carreras de galgos cuando me llamó mi secretaria, una rubia miope llamada Vele a la que contraté porque es bilingüe. No me miren mal, las posesiones demoníacas están a la orden del día. Es útil tener cerca a alguien que hable sirio.

Me dijo:

— Jefe, tengo aquí a un guapo de ojos azules que necesita sus servicios.

Volví a la Oficina. Allí estaba. Alto y desmañado, con pinta de no haber roto nunca un plato. Le conocía. Era el nuevo concejal, un tipo gris al que nadie hacía mucho caso. Todo el mundo decía que era un tapado de alguien.

— ¿Kurtz?

— Sí, concejal.

— ¿Me conoce?

— Claro, he oído hablar muy bien de Ud.

— Yo también he oído hablar de Ud. Me han dicho que es el hombre que necesito.

Manoseaba, nervioso, un libro sobre inteligencia emocional. Uno que había hecho de oro a un listo del barrio.

— He recibido esto.

Me largó un papel arrugado, en el que, entre borrones se podía leer dos palabras “suerte” y “agridulce”. Y por la otra cara aparecía una dirección MAESTRO ETO’O ESPIRITISMO, CURAMOS TODO, HASTA LA PENA DE MUERTE.

— ¿Y qué? -le dije-, será un menú de un restaurante chino.

— No, no –parecía febril- es una respuesta, lo percibo.

— ¿A qué pregunta?

— Ya me dijeron que era un cínico, Kurtz …

El sujeto parecía haber perdido la chaveta, pero la pasta es la pasta, así que le dije que lo investigaría. Llamé al consultorio del tal Eto’o y me dieron cita para una sesión de espiritismo. Por si acaso, cogí mi 38; para los fantasmones no hay nada como una ración de plomo. El local estaba en el este de la ciudad, en el barrio de los comerciantes. Dentro, en una habitación oscura, ya estaban sentados varios sujetos y una chai, alrededor de una mesa. Entró un negro vestido con una túnica blanca; en la espalda ponía ETO’O y un 9. Empezó a largar en un idioma extraño, en plan homilía. Menos mal que tenía mi grabadora secreta. La puse a funcionar a la vez que magreaba las piernas de mi vecina, que no protestó en absoluto. De repente, cambió la voz. Ahora parecía un anciano. Empezó a decir “paaaz, humiiilddeees”. Los de la mesa debían saber quien era el tío que largaba, porque se pusieron a temblar. Uno de ellos dijo: “abuelo, quiero saber”.

— Haz tu pregunta –susurró la voz.

En ese momento dije:

— Suerte, agridulce.

Joder, parecía que le hubiesen dado con una pala en la cabeza. Cayó derrumbado, gritando “post hoc, post hoc”.

Me largué, no sin antes explicarle a la chai los misterios del inframundo. En mi Despacho puse a funcionar la grabadora, a ver que farfullaba el maldito brujo:

“Egtasiap nu taledom ah, Arutluc anu i augnell Anu tinifed ah aynulatac”

Indescifrable. Llamé al inspector qtyop, me debía una desde que le resolví lo del asesino entrópico.

— Kurtz, a ese Eto’o le tengo vigilado. Tiene que ver con la mafia del barrio norte.

Así que era eso. El crimen organizado. Tuve una corazonada. Me marché a ver al Fiscal del Distrito. Como era italiano, de Génova, conocía bien a los mafiosos.

— Kurtz, tú por aquí. ¿Qué podemos hacer por ti los chicos de la Ley y el Orden?

Como si no conociera los chanchullos que se traían con las tuneladoras.

— ¿Los de la mafia están intentando llegar a un acuerdo?

— ¡Estás loco! Ya sabes que he jurado encerrarlos a todos.

— Y qué me dices de tu predecesor en el cargo, ¿no es verdad que habló con ellos?

— Eso es una mentira bolchevique. Les quiso tender una trampa para trincarlos, pero alguien les dio el soplo. ¿Por qué lo preguntas?

Su negativa me dio todas las claves. Inventé una respuesta rápida y cité a mi cliente. Entró en mi oficina con una mano dentro de la gabardina y un coleccionable de Orbis-Fabbri en la otra, el número 2 de Tus cuentos clásicos.

Le dije que se sentara, tenía una información para él.

— Ya sé quien le ha mandado esa nota, concejal.

— ¿Quién, quién?

— Ud. mismo.

— ¡Miente!

— Déjeme terminar. Su carrera política es un desastre. Le tienen para redactar la ordenanza de aguas fecales. Pero quería más, ¿verdad? Quiere acabar con el crimen organizado, ser el nuevo Elliot Ness. Por eso me trajo la nota. Ellos lo entenderían.

En ese momento sacó la pistola que llevaba guardada.

— No podrá detenerlo. Ya ha empezado. Gracias a Ud., Kurtz, ha llegado el mensaje. Y terminará la violencia. Habrá que hacer algunas concesiones, no tocar los negocios en los muelles, y que los jefes encerrados pasen a cárceles de mínima seguridad. Pero no importa, la opinión pública sabrá que estaba trabajando en esto, que estaba luchando por esto, que será largo, duro y difícil.

Saqué rápidamente mi 38. El tipo terminó como un colador. Alguien como yo no puede vivir sin el crimen.

 

Venganza

 

Se acercó al escaparate y miró, pero no dentro. Buscaba los ojos reflejados en el cristal. Era la única manera que conocía de verse. De tan torpe, su mente padecía la imposibilidad de la introspección. Allí estaban, cansados y grises. Su aspecto era deplorable, con la gabardina llena de manchas grasientas, la camisa arrugada y los pantalones apelotonados cerca de los tobillos, pero lo que más le inquietaba era esa mirada. Movió la cabeza, desechando pensamientos sin sentido y siguió caminando. Tintineaban unas monedas en uno de sus bolsillos y del otro asomaba un papel medio doblado. Tardó varios minutos en llegar al portal de su casa. Era de noche y al abrir la puerta dio a la llave de la luz, pero no se encendió. Se había fundido la bombilla. Antes de cerrar la puerta, aprovechó la poca luz de la calle y llamó al ascensor. Al llegar al descansillo, escuchó voces en la casa de los vecinos. Eran ecuatorianos o bolivianos o algo así, y solían montar broncas los viernes por la noche. En cierta ocasión incluso vino la policía. Las escuchó a través de las «paredes de papel», como decía su madre, haciendo que se quejaba, cuando en realidad lo que más le gustó siempre de la casa era escuchar los líos de los vecinos. En bata, mientras pelaba judías verdes, no perdía ocasión y hasta le chistaba cuando le preguntaba por la cena o dónde había guardado las violetas, las que compraba por cuartos en la Carrera de San Jerónimo. Sabía que alguna llevaba al fondo del bolsillo de la gabardina, dura y pegajosa, sí, su madre. Se dio prisa, por si abrían la puerta y le veían allí, parado, las manos en los bolsillos, buscando las llaves. No se entendía bien con esa gente que habla tan raro, como si se rieran de uno, pensó, y no comprendía por qué se reían tanto, con la mierda de vida que llevaban, amontonados en un piso tan pequeño. Al entrar se tropezó con un jarrón que tenía en la entrada, uno que compró su madre en el Puente del Arzobispo, aquel verano, cuando en el tour casi gana uno de Ávila con cara de paleto. Lo usaba de paragüero y para meter enrollados los periódicos gratuitos que le daba donde el metro uno que había sido drogadicto y ladrón y que ahora sólo era drogadicto. Le habían sacado de lo de la droga en una finca en Granada y hasta había engordado, el jodío. Un día le contó que más de una noche creía ver fantasmas en las ventanas y que las tripas se le revolvían con tanta fuerza que parecía que fuesen a explotar de tan chungo, decía, con esa especie de peto que llevan los repartidores. Va camino del baño, a oscuras. Abre un mueble donde guarda las medicinas. No tira nada. Están hasta las pastillas de su madre, las que usaba para dormirse, las que le recetó aquella médica tan guapa, pero fue a base de pesada, «que no descanso, que me duermo luego por los rincones». Abre la caja y saca una pastilla, luego otra, y poco a poco saca todas. Se las toma mientras mira en el espejo, pero no hay luz y no se ve y murmura, mientras muerde, nunca más me mirarás así.

Pero, tú, ¿a quién crees que se refiere?


Hay una actitud melancólico-bloguera-internetera habitual de la que no se suele hablar. Sus síntomas son: estar de vuelta de todo; manifestar cansancio y hastío ante cualquier argumentación que pase de las diez palabras; ponerse en posición de difícil equilibrio a.k.a. comportarse de forma brillantemente irónica a.k.a. remedar eso que hizo ese tipo que dice esas cosas que dejan flipadas a las tías de la peli en esa peli que tanto le gusta y que ha visto ciento cincuenta veces; ser capaz de afirmar cualquier burrada; negarse a discutir cualquier reproche argumentado contra la burrada en cuestión afirmando que mejor no hacerlo -discutir- porque «para qué, ¿para que le acusen a uno de decir una burrada?». Es una actitud poco constructiva, como de coleccionista de poses, pero moderadamente inteligente. No deslumbras, pero porque has optado por retirarte a ese rincón oscuro, en el que sólo se te ve cada vez que enciendes el cigarrillo que cuelga de tu boca torcida.

Además, a veces tiene recompensa. Siempre habrá alguien más patético que tú que te aplauda, pidiendo permiso para sentarse en la butaca de al lado (1).

(1) Esta entrada es literaria. Sus personajes no están basados en personas reales. Cualquier parecido con alguien que usted conozca es casual.

Gromek

Se decía de Hamburgo, aunque había nacido en Altona. Es cierto que desde 1937 el viejo burgo danés se había incorporado al Gau de Hamburgo, y que luego siguió perteneciendo a la ciudad del Elba. En 1916, segundo año de la Gran Guerra, cuando nació Hermann Gromek, hijo de emigrado de la Silesia, católico resignado a una vida de penurias, minero en su disputada tierra natal y estibador en la de acogida, nada hacía pensar que el niño que cantaba en el coro parroquial fuera muy distinto de sus padres y abuelos, salvo por su privilegiada voz, que adornaba igual una cantata que el Horst Wessel, al principiar la década hitleriana. De ahí a las SA y más tarde a las SS, apenas tres o cuatro años, no recuerdo, tras falsificar un certificado de Auslandeutsche. Corpulento y obstinado, se destacó como un tenaz obediente: si había que amedrentar a alguien era quien más miedo daba; si se precisaba un escarmiento, el que más rápido actuaba, y con mejores resultados. Ganó así la confianza de algunos chupatintas de la Sicherheitdienst Amt que necesitaban de sus facultades para algunos trabajos especialmente desagradables, cuando todavía no convenía escandalizar a los industriales prusianos que tanto apoyo daban al Grofaz en ciernes. Claro que la virtud de no preguntar y sólo obedecer implica riesgos y si te usan para aplastar la cabeza de alguien y resulta que el finado tiene contactos mejores, la cosa se pone fea y hay que buscar amigos para ponerse a salvo, cobrando viejos favores y recordando papeles que otros guardan. Así que de Berlín a América, en 1938. Nueva York o Buenos Aires, le dieron a elegir.  Fue la ciudad del norte, que había allí no sé qué parientes lejanos que tenían una pizzería –Pete’s– entre la 88ª y la 8ª, cuando se convierte en Central Park West. Claro que no se acostumbró, y además, en 1940 ya era un sospechoso que no había evitado relaciones peligrosas con los tarados del Deustche-American Bund. Unas llamadas le convencieron de que su incidente se podría olvidar si se alistaba en el cuerpo de combate de sus SS, que ya se había fogueado en Polonia y parece que iba a cobrar más protagonismo bien pronto. Le mantuvieron el grado, Scharführer SS, pero tuvo que pasar por la rígida instrucción de Cernay, en la Alsacia ocupada, que los nuevos señores llamaban campo de entrenamiento de Sennheim, donde coincidió con voluntarios extranjeros de toda calaña, locos, idealistas, oportunistas, traidores y delincuentes veteranos, con algunos de los cuales no perdería ocasión de hacer tratos en años por venir. De allí a la 4ª División  SS Polizei y al norte de Europa, a ayudar al Grupo de Ejércitos del Norte en su marcha hacia Leningrado, que es lo que decían en los cuarteles de Prusia Oriental antes del 24 de junio de 1941, sin pararse a considerar que esa era un división de policías y matones a la que iban a dedicar a operaciones antipartisanas, oficio ideal para un tipo como Gromek, y una suerte además, porque aún no vestía las runas germánicas en el cuello, para eso hubieron de esperar sus camaradas al año 42, cuando pelearon junto a unos dementes españoles en el sector del río Volkhov. Una suerte, digo, haber caído prisionero de una patrulla soviética perdida tras las líneas alemanas, en retirada, en diciembre de 1941. Y una suerte que su años de lucha callejera con los comunistas en Hamburgo y en Berlín le hubieran permitido conocer los modos y los gestos de sus enemigos, que sólo lo eran porque tenían al proletariado como dios, en lugar de a la blonda nación alemana, que tampoco era la suya de origen y bien que lo sabía él, tanto tiempo mintiendo y justificando un acento extraño. Pero como la adoración común era el Estado y conocía los lemas y además el polaco era su idioma materno, les convenció de que era un desertor y que quería unirse a las fuerzas rojas. Con los seis o siete comisarios que le interrogaron en una isba en la retaguardia, humo y cebollas, cuero y vodka, ya no fue tan fácil, pero alguien decidió que en la lucha de la Madrecita Rusia a la vanguardia del proletariado era mejor sumar que restar y que al fin y al cabo, moreno de pelo, hablando polaco y algo de ruso y con ese apellido, bien podía ser que sirviera para algo: para empezar revelar posiciones alemanas, y colaborar con la propaganda roja. Todo a satisfacción, así que pronto, cinco o seis meses y en el verano de ese año nos lo encontramos como enlace con la Armija Ludowa del comunista polaco Berling. De Leningrado a Varsovia, con otro uniforme, pero mejorando en lo suyo, el sutil arte de doblegar voluntades y servir a sus amos. Nada que Gromek no dejara de disfrutar. Lo que pasa es que no era de fiar, porque, todo se sabe, un expediente con tantos vaivenes da que pensar y aunque fue abnegado y puntilloso en el servicio encomendado, no dejaba de ser inverosímil su conversión -él ya lo veía venir- así que fue reuniendo confidencias, detalles y alguna amistad que, llegado un apuro, le sirvieran para conservar la vida en un torbellino como el que vivía. Supo que le llegaba la carta del triunfo cuando conoció, durante un interrogatorio, a un tipo especialmente abyecto, un comunista alemán que colaboraba desde la Guerra Civil española con el NKVD (en España había liquidado a los alemanes que no eran suficientemente estalinistas). Había llegado el camarada Ulbricht a su sector para interesarse por un par de generales prisioneros, a ver si hacía de ellos lo mismo que en abril del 43 con Paulus y allí, en Jarkov, selló un pacto con el futuro presidente de la República Democrática Alemana. Y es que a Ulbricht, bastante bebido, se le fue la mano, pero fue Gromek el que asumió la responsabilidad, la reprimenda y unos meses en un batallón de castigo, del que salió milagrosamente vivo porque después de Kursk los Grupos de Ejércitos Centro y Sur alemanes no hicieron más que correr en dirección a casa. Reclamado por Ulbricht ya no dejó su compañía hasta 1953, en momentos complicados para el camarada Primer Secretario, tras la muerte de Stalin, lo que hacía conveniente eliminar testigos innecesarios de sucesos inconvenientes. Así fue para unos cuantos, no para Gromek, no se sabe si por simpatía, lo que sería inaudito para un sesudo comunista alemán, o porque el sagaz Hermann tuviera un seguro de vida frente al malévolo Walter. Decidió el camarada Primer Secretario que el esbirro siguiera al servicio del Estado, en la organización más depurada y eficiente de la Alemania popular, su querido Ministerium fur Staatssicherheit, la omnipresente Stasi, en al que Gromek iba a pasar, un tanto amargado y más cínico que nunca, sus últimos años de servicio como simple escolta en la Sección 10ª, por aquella casualidad de que recordaba su inglés de emigrante forzoso. Podía haberlo evitado, pero le llamaba la atención el pulcro americano, tan aseado y con una novia tan entregada. Le siguió. Podía haberle esperado en el hotel, ya nada iba a ganar en la Stasi, ni ascensos ni un retiro mejor  que el habitual, pero se aburría y la querencia de una vida entrometiéndose le pudo. El símbolo matemático garabateado en la tierra, en la entrada, el Zippo que nunca funcionaba, los golpecitos sobre el abrigo del desconcertado Armstrong (¡si estaba confesando!), mezclados con las notas de la BWV 39 Brich dem Hungrigen dein Brot, y el viento frío de Rusia alimentaron sus últimos pensamientos, dentro de aquel sucio horno.!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!