Uno de los lugares más visitados por la noche era el cementerio. Para saltar la valla, bastaba alguien que te encaramase y algo de combustible. Una noche, una de las chicas se puso a hablar de psicofonías y fue inevitable que terminásemos buscando un casete. Medio pedos, de madrugada, salimos en procesión desde el depósito, por el camino del cementerio. Mientras, contaba J una historia sobre dos a los que habían pillado follando sobre una lápida: él se subió rápidamente los pantalones y salió corriendo, hasta que tropezó y se cayó en una de las tumbas. Carne de psiquiatra, nos decía J, con sorna. P, que era muy alto, fue el primero en subir la valla y fue ayudándonos a los demás. Menos mal que había luna, porque se nos había olvidado coger los utensilios más elementales del cazafantasmas. En una esquina del cementerio, había una pequeña construcción. M, que era del pueblo, nos dijo que era la sala de autopsias, que ya no se usaba. «Cojonudo – dijo J -; seguro que si dejamos allí el casete grabando pillamos algún alma en pena». Así que eso hicimos. Volveríamos media hora más tarde, a recoger el aparato y la cinta. Saltamos otra vez. Fuera esperaban las chicas, que no se habían atrevido a entrar, salvo la hermana de P, que no se arrugaba por nada. Seguimos bebiendo, sentados cerca de la carretera, hasta que, pasado un par de horas, alguien se acordó del motivo de nuestro viaje. P se levantó de un salto, como si hubiese sufrido una descarga eléctrica, y salió corriendo hacia el cementerio. Nos empezamos a descojonar de risa, hasta que alguien dijo que no debíamos dejarlo solo, que podía pasarle algo. Así que fuimos, tambaleándonos, hasta las tapias. J me pidió que lo izase. Lo levanté hasta que pudo apoyar las manos en lo alto del muro y, en ese momento, unas manos frías agarraron las de J con fuerza. Dio un grito espantoso, a la vez que se oía una especie de aullido dentro del cementerio. Era P que gritaba «¡ayudadme, ayudadme, alguien me ha agarrado las manos!». P había entrado en el cementerio, había recogido el casete y, en una de esas casualidades tan inoportunas, había puesto las manos, a la vez y en el mismo sitio, que J. Ya no nos reíamos tanto. Una especie de mala niebla se había extendido entre nosotros, así que corrimos por el camino hasta la carretera, y luego nos encaminamos a la plaza del pueblo. Dos míseras farolas servían para alumbrarnos, sentados en dos bancos, uno enfrente de otro. Era muy tarde y no había nadie en la plaza, salvo nosotros. Todo estaba silencioso y, aunque estábamos muertos de sueño, no podíamos marcharnos sin oír la grabación. La pusimos y, después de escucharnos a nosotros mismos, comenzó el típico ruido de ambiente, durante un buen rato. Hasta que, pasados uno minutos, oímos una especie de quejido, largo y agudo. Rebobinamos la cinta varias veces para escucharlo mejor y más de uno empezó a decir que ese ruido no era normal, que allí no había nadie, que fijo que habíamos grabado la voz de un espíritu. Hasta que J, con ese espíritu práctico que tenía, sugirió continuar escuchando la cinta. Le dio al play y seguimos escuchando. Allí estaba la prueba: el inconfundible balido de las ovejas.
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En el hospital empleaban a gente que estaba haciendo la mili. Era una buena manera de ahorrarse el contratar enfermeros. A los nuevos les hacían novatadas. Una de las tareas más desagradables era la de transportar cadáveres hasta el depósito, que estaba en el segundo sótano. Había llegado un chico nuevo. Era su primera noche en el hospital y los demás le dijeron que tenía que llevar un muerto. «Mira, nosotros te ayudamos a echártelo a las espaldas, entras al ascensor y lo llevas hasta el sótano, allí te están esperando». No pensó que era un extraño procedimiento ese de echarse un cadáver al hombro. Seguramente el miedo y la reverente necesidad de obedecer le impidieron dudar de lo que le decían. Así que dejó que le cargasen aquel bulto. Cuando se cerraron las puertas empezó a mirar, con angustia, como se encendían lentamente los botones con el número de los pisos, hasta que, de repente, el muerto se levantó, y empezó a gritar. En el sótano esperaba el resto de compinches. Iba a ser una gran noche, pero, cuando se abrió la puerta, se encontraron al chico nuevo, gritando aterrado, y golpeando con furia a ese muerto que había decidido revivir, que de nuevo parecía un bulto, en el suelo del ascensor. El bromista estuvo a punto de representar de verdad el papel de cadáver, y el nuevo siguió en el hospital, pero en la planta 8ª, donde los pirados.