I say to you that I am dead!

 

Uno de los lugares más visitados por la noche era el cementerio. Para saltar la valla, bastaba alguien que te encaramase y algo de combustible. Una noche, una de las chicas se puso a hablar de psicofonías y fue inevitable que terminásemos buscando un casete. Medio pedos, de madrugada, salimos en procesión desde el depósito, por el camino del cementerio. Mientras, contaba J una historia sobre dos a los que habían pillado follando sobre una lápida: él se subió rápidamente los pantalones y salió corriendo, hasta que tropezó y se cayó en una de las tumbas. Carne de psiquiatra, nos decía J, con sorna. P, que era muy alto, fue el primero en subir la valla y fue ayudándonos a los demás. Menos mal que había luna, porque se nos había olvidado coger los utensilios más elementales del cazafantasmas. En una esquina del cementerio, había una pequeña construcción. M, que era del pueblo, nos dijo que era la sala de autopsias, que ya no se usaba. «Cojonudo – dijo J -; seguro que si dejamos allí el casete grabando pillamos algún alma en pena». Así que eso hicimos. Volveríamos media hora más tarde, a recoger el aparato y la cinta. Saltamos otra vez. Fuera esperaban las chicas, que no se habían atrevido a entrar, salvo la hermana de P, que no se arrugaba por nada. Seguimos bebiendo, sentados cerca de la carretera, hasta que, pasado un par de horas, alguien se acordó del motivo de nuestro viaje. P se levantó de un salto, como si hubiese sufrido una descarga eléctrica, y salió corriendo hacia el cementerio. Nos empezamos a descojonar de risa, hasta que alguien dijo que no debíamos dejarlo solo, que podía pasarle algo. Así que fuimos, tambaleándonos, hasta las tapias. J me pidió que lo izase. Lo levanté hasta que pudo apoyar las manos en lo alto del muro y, en ese momento, unas manos frías agarraron las de J con fuerza. Dio un grito espantoso, a la vez que se oía una especie de aullido dentro del cementerio. Era P que gritaba «¡ayudadme, ayudadme, alguien me ha agarrado las manos!». P había entrado en el cementerio, había recogido el casete y, en una de esas casualidades tan inoportunas, había puesto las manos, a la vez y en el mismo sitio, que J. Ya no nos reíamos tanto. Una especie de mala niebla se había extendido entre nosotros, así que corrimos por el camino hasta la carretera, y luego nos encaminamos a la plaza del pueblo. Dos míseras farolas servían para alumbrarnos, sentados en dos bancos, uno enfrente de otro. Era muy tarde y no había nadie en la plaza, salvo nosotros. Todo estaba silencioso y, aunque estábamos muertos de sueño, no podíamos marcharnos sin oír la grabación. La pusimos y, después de escucharnos a nosotros mismos, comenzó el típico ruido de ambiente, durante un buen rato. Hasta que, pasados uno minutos, oímos una especie de quejido, largo y agudo. Rebobinamos la cinta varias veces para escucharlo mejor y más de uno empezó a decir que ese ruido no era normal, que allí no había nadie, que fijo que habíamos grabado la voz de un espíritu. Hasta que J, con ese espíritu práctico que tenía, sugirió continuar escuchando la cinta. Le dio al play y seguimos escuchando. Allí estaba la prueba: el inconfundible balido de las ovejas.

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En el hospital empleaban a gente que estaba haciendo la mili. Era una buena manera de ahorrarse el contratar enfermeros. A los nuevos les hacían novatadas. Una de las tareas más desagradables era la de transportar cadáveres hasta el depósito, que estaba en el segundo sótano. Había llegado un chico nuevo. Era su primera noche en el hospital y los demás le dijeron que tenía que llevar un muerto. «Mira, nosotros te ayudamos a echártelo a las espaldas, entras al ascensor y lo llevas hasta el sótano, allí te están esperando». No pensó que era un extraño procedimiento ese de echarse un cadáver al hombro. Seguramente el miedo y la reverente necesidad de obedecer le impidieron dudar de lo que le decían. Así que dejó que le cargasen aquel bulto. Cuando se cerraron las puertas empezó a mirar, con angustia, como se encendían lentamente los botones con el número de los pisos, hasta que, de repente, el muerto se levantó, y empezó a gritar. En el sótano esperaba el resto de compinches. Iba a ser una gran noche, pero, cuando se abrió la puerta, se encontraron al chico nuevo, gritando aterrado, y golpeando con furia a ese muerto que había decidido revivir, que de nuevo parecía un bulto, en el suelo del ascensor. El bromista estuvo a punto de representar de verdad el papel de cadáver, y el nuevo siguió en el hospital, pero en la planta 8ª, donde los pirados.

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¡Lo juro, las malas son las hembras!

En varias ocasiones me han hecho una petición. Tiene que ver con las listas o con la manera de escoger. Ya sé que no es lo mismo, pero el fondo del asunto es coincidente. Me pide alguien que le diga qué libros debe leer sobre determinado asunto, o que le confeccione una lista de obras de música clásica o algo parecido. También me han preguntado el procedimiento para, por ejemplo, escoger un libro que leer o una película que ver.

No sé por qué algunas personas que me conocen dan por supuesto que la lista que pueda darles será más o menos representativa o interesante o tendrá la cualidad que sea, o que tengo más habilidad que otros para elegir en asuntos de esta índole. Confunden seguramente un rasgo de carácter con la realidad. Desde siempre he tenido mucha jeta. La capacidad para hacer afirmaciones arriesgadas y basadas en la más absoluta de las ignorancias, con gesto rotundo y mirada de sédeloquehablo, ha llevado al común a darlas por buenas sin más. Lo más asombroso del asunto es que esto le pasa incluso a personas que me conocen desde hace mucho. Tiene que ver esto, creo, con un vicio (seguro que lo es) que desarrollé desde niño: la capacidad de almacenar detalles secundarios que reforzaban las historias más inverosímiles.

Les contaré algo rigurosamente cierto. En cierta ocasión mis padres me dieron dinero para comprar unos libros, si no recuerdo mal de derecho; y debió suceder en primero de carrera. Compré los libros, pero antes de volver a casa, caí en la tentación. Me compré unos discos, en una tienda de segunda mano, y prácticamente me gasté todo lo que me habían dado. Al volver iba rumiando cómo evitar que alguien se diera cuenta de la distracción del dinero. Sabía que iba a sonar extraño que me hubiera sobrado tan poco y que, en consecuencia, era posible que se me exigiesen los tickets. Así que de camino decidí hacer lo siguiente: cogí unas cuantas monedas, las conté, y me las guardé en el bolsillo del pantalón. Resté esa cifra de la suma inicial y calculé una cuenta ficticia. La clave es que fuese exacta. Incrementé el precio de cada libro lo suficiente para que el total fuese igual a la diferencia y anoté los «precios» en un papelito. El plan era arriesgado, pero podía dar resultado. Al llegar a casa, después de esconder lo más rápido que pude la prueba del delito, mi madre, que andaba por la cocina, me pidió la «vuelta», metí la mano en el bolsillo, y saqué las monedas. Y me fui. Mi madre me llamó y me dijo: «¿cómo es posible que te haya quedado tan poco?». Al oírlo mi padre apareció de repente; creo que olió sangre. En ese momento, dije que estaba harto de que fuera tan desconfiada, que los libros habían sido más caros de lo esperado y que solo me habían quedado esas monedas. Y la reté. Le dije, «venga suma». Buscó un cuaderno y empezó a sumar. Yo saqué mi papelito y empecé a decir el «precio». Y al final le dije, «suma lo que te he dado». La coincidencia, la asombrosa coincidencia, fue suficiente. Me pidió perdón y tuve una extraña sensación, mezcla de vergüenza y de satisfacción.

Debido a esto mi mujer sigue sin creer que le digo la verdad cuando afirmo, por ejemplo, que sólo las «mosquitas» (esas hembras chupasangre) pican y que los mosquitos son insectos amigables. Y este es un ejemplo entre un millar.

No, no estoy diciendo que sea un insolvente, pero tampoco el «hombre del renacimiento» que algunos han deducido de mi capacidad fabuladora (y no hablo de literatura). No hay método. Al final, creo que nos fiamos del gusto de personas con las que coincidimos, pero más que por su saber, por su actitud ante la vida. Si no sé de algo, ¿cómo puedo calibrar hasta que punto otro sí sabe? A lo mejor estamos en presencia de un lector de contraportadas.

Esta especie de prevención no debe llevarse, sin embargo, al extremo. El extremo te obliga al autodidactismo y eso es algo malo, muy malo. Termina uno llevando un traje con una manga más larga que otra. Se lo aseguro. Créanme, sé de lo que hablo.

¿Me creen, verdad?

Etimologías

 

En el quinto curso de carrera encontré, por fin, una asignatura que me gustaba. Para aclarar la razón debo ir, más aún, hacia atrás en el tiempo, hasta la fecha en la que tuve que escoger en qué carreras -y por qué orden- solicitaba ser admitido.

Nos exigían que pusiésemos tres nombres, por si no obteníamos plaza en alguna de ellas. Ya andaba despistado desde unos años atrás y por llevar la contraria había cursado letras puras en vez de ciencias. Ésa es una de las decisiones de las que más me arrepiento. Opté, por pura soberbia, por letras puras y así, en vez de refugiarme en asuntos serios como las matemáticas o la física, terminé adornándome con libros de filósofos; libros que me seguirían durante unos años y en los que creí descubrir algo sobre la verdad, cuando sólo te enseñan algo sobre el discurso. Sucedió que, al escoger carrera, estuve a punto de escribir, en primer lugar, filosofía. Alguna luz interior me hizo cambiar a tiempo y ponerla en segundo lugar, después de derecho, como protesta simbólica y cobarde contra mí mismo.

Eso no me libró de seguir leyendo a filósofos y otros oscurantistas charlatanes durante años. Por esa misma razón (y vuelvo con ello al principio), tuve que esperar a quinto de carrera para dar con una asignatura de mi agrado. Bueno, no es totalmente correcto, me gustó mucho la de economía, pero fue por otras razones que no vienen al caso. Es curioso, ahora que lo pienso; durante la carrera las dos asignaturas que aprecié fueron las menos jurídicas. En fin, sigo, que se ve que aún ando despistado. Esa segunda asignatura fue Filosofía del Derecho. Topé con un buen profesor (¡consiguió que asistiera a clase!), que permitió a cualquiera de sus alumnos sustituir el examen por un trabajo.

Fui a hablar con él y le planteé la posibilidad de hacer un trabajo acerca de las Lecciones sobre la Filosofía del Derecho de Hegel. El profesor me advirtió sobre su dificultad, pero yo le repliqué con un «usted no sabe con quién está hablando». Acababa de leerme la Lógica de Hegel y segundo a segundo era capaz de percibir como mi mente creaba el mundo desde el Ser hacia la Nada, de la Nada hacia el Ser ,y de ahí al devenir de la gilipollez. Así que el buen hombre, no sé si resignado o divertido, aceptó mi órdago con benevolencia.

A lo largo del curso fui desmenuzando el puto libro y anotando reflexiones que intentaba sistematizar y, como siempre me fumaba la última hora (la de derecho mercantil), solía coincidir con mi profesor camino del metro. Hablamos mucho durante ese curso, de muchas cosas y, entre ellas, fue asistiendo a la deriva de mis reflexiones sobre el libro y sobre Hegel.

Creo que por vez primera había decidido aplicarme, en serio, al análisis de un texto. ¿Antes?, ¿para qué? Ya lo entendía todo, a toda velocidad, devorando libro tras libro; sentía que las mías eran, sobre cualquier asunto, las únicas interpretaciones auténticas y nunca dudaba, ni cuando dudaba, porque tenía la capacidad de encontrar respuestas provisionales, que no me satisfacían, pero que salían triunfantes en los debates dialécticos.

Las Lecciones sobre la Filosofía del Derecho es una de las obras más atinadas de Hegel, de las más interesantes, de las menos afectadas por su diarrea verbal. Es curioso que ese libro práctico fuese el que me llevó a odiar a Hegel y después a otros, y a plantearme si no llevaba años afinando la estúpida máquina de contar mentiras.

No llegué a terminar el trabajo. Unas semanas antes de finalizar el curso le llevé a mi profesor un montón de folios con anotaciones, comentarios y tachones. Extrañamente, los leyó y los discutió con algún compañero de departamento; me dijo que no estaba de acuerdo con la mayoría de las cosas que decía, pero que obtendría una matrícula de honor. No la merecía; aquello que le había entregado carecía de orden, de sentido, estaba lleno de contradicciones, de frases sin terminar; pero no la rechacé.

Todavía hoy defiendo la conclusión fundamental a la que llegué. La que aparecía más a menudo entre aquel montón de balbuceos, un mojón o una guía para mi perplejidad: la idea de que la libertad es una facultad sin contenido, permanentemente vacía, repleta de potencia.

Curiosamente, ése fue el único error que mi profesor califico como gravísimo. Ésas fueron sus palabras, antes de hacer lo que no debía: premiarme por entregar un trabajo que no llegué a escribir.

Dudo mucho de que lea esto. Dudo de que, si lo lee, lo recuerde. Mi profesor se llamaba Enrique. Era afable y, ya lo he dicho, benevolente.

 

Beber para no olvidar

 

Tantas veces, de niño, me acerqué al garaje de mi padre, un lugar fabuloso, lleno de coches y camiones, con ruedas y motores, con trastos acumulados durante años. Contra una pared, una larguísima mesa de trabajo, con sus tornos y unas planchas de madera colgadas de la pared, llenas de herramientas, ordenadas por tipos y tamaños; allí las llaves de tubo, aquí las fijas, los destornilladores, los alicates, las inglesas, la taladradora y las sierras. Algunas eran enormes. Las cajas, con tuercas y tornillos de todas clases, y las arandelas. Encima de la oficina el altillo al que sólo podías acceder con la escalera de mano que se quedaba corta. Soltabas las manos y te encaramabas, haciendo equilibrios, en busca de lo que no valía, de lo desechado. Si subir era difícil, más lo era bajar. Cuántas veces alguno de mis hermanos esperaba a que mis pies colgasen y poder colocarlos en el último peldaño. A menudo, sobre todo cuando mi padre no estaba, en una de esas semanas de negocios de quince días, jugábamos a pelota con las palas, aunque, cuando éramos tres, teníamos que usar esa que pesaba muchísimo, más estrecha, y ninguno quería porque era muy difícil acertar; eso sí, cuando acertabas, badabuum, golpeaba con tanta fuerza en la pared que parecía fuera a agujerearla. Allí pasábamos las horas, sin salir, salvo para amenazar a alguno de la calle que se empeñaba en usar la puerta metálica como portería. El mejor día era el viernes, si estaba. A la vuelta del colegio corríamos para allí, a trastear o sujetar la luz encerrada en la reja metálica, o a tumbarte bajo el coche para vaciar el aceite, o a limpiar con ácido la grasa del compresor que acababa de comprar, o a pintar un capó a pistola, poniéndote la mascarilla, o simplemente a sentarte en un taburete mientras desmonta un carburador, lo limpia despacio, con cuidado, ordenando las piezas antes de montarlo de nuevo. Luego, a eso de las nueve, volvíamos todos juntos, después de habernos lavado eficazmente las manos y los brazos con una pasta de jabón hediondo. Antes de subir a casa entrábamos al bar de Félix, en la esquina de abajo, y tomábamos unas cervezas. Tenía fama Félix de tirar la cerveza muy bien, aunque yo no sabía qué significaba eso. Bebía claras y comía boquerones en vinagre —en mi recuerdo no los he vuelto a probar igual— o patatas alioli. Hablaban de toros y fútbol. Ni diez años había cumplido, arquetípico, bebiendo cerveza y pisando cabezas de gambas, mientras Félix limpia los vasos, el agua corre por sus brazos, la camisa blanca remangada.

 

Su historia favorita

 

Un día de Navidad recordábamos cosas. Mi hermano mayor se reía. Por aquel entonces estudiaba medicina y me lo dijo. Sí, me dijo: «tú, tú eres un psicópata explosivo». No sé quién, alguien que no era de la familia, estaba sentado a la mesa, pero sé de su presencia porque mi hermano se molestó en explicar lo que era evidente para todos los demás. Comenzó recordando el día que me dejé olvidada la cartera en el colegio y me dediqué a pegarle patadas a las paredes, hasta que mi pobre padre tuvo que darme una bofetada (solo dio dos a sus hijos a lo largo de su vida, y la otra también me la dio a mí). Luego siguió con aquella otra ocasión, cuando un chico nuevo decidió que yo iba a servirle de demostración de su candidatura a macho alfa y casi le estrangulo. Pero su favorita -tan favorita que la contaba siempre que podía-, tenía ya muchos años.

«Habíamos ido al otro colegio -decía-, al que estaba cruzando la calle, donde estaban las clases de párvulos y algunas de EGB. Teníamos que recoger a A (mi hermano pequeño), que entonces estaba en párvulos. El colegio tenía un patio cuadrado y alrededor, en lo alto de unas escaleras que servían como gradas, estaban las clases. Cuando sonó el timbre, salieron primero los niños de EGB y uno de ellos, un gordo enorme, se puso en la puerta de la clase de A, y no dejaba salir a los pequeños. Todos los niños se agolpaban en la puerta, empujándose, y gritaban, y el gordo, agarrado a los marcos de la puerta, resistía los empellones y se reía. Me giré, para decirle a J, ‘fíjate en ese gordo’, pero allí no había nadie. J había salido corriendo a toda hostia. Subió las gradas, agarró al gordo del cuello, y lo lanzó escaleras abajo. El pobre crío no se enteró de lo que le había pasado. Todo el mundo se quedó mirando, con la mirada esa que pone la gente cuando presencia algo incomprensible. Fui hasta allí y le dije, ‘¿pero qué haces?’. Y me contestó: ‘no les dejaba salir’. Era lo único que había tenido en cuenta, que no dejaba que saliera su hermano. «

Siempre que contaba esta historia, los demás, los de fuera de la familia, me miraban con esa pequeña sombra que se mezcla, cuando no sabes si eso inquietante que te cuentan de alguien que tienes delante está o no adornado por los años y los brotes de las repeticiones. Los demás. Mis hermanos no. Ellos no. Para ellos, el asunto siempre estuvo meridianamente claro. Al final hasta le encontraron un nombre.

 

Guardadores legales

Impreso de matrícula en un curso cualquiera de educación obligatoria. CCAA: Handalucía.

  1. Datos del alumno o de la alumna [en ese orden]
  2. Datos de los representantes o guardadores legales:
    1. Apellidos y nombre del representante o guardador legal 1 (con quien conviva el alumno/a y tenga atribuida su guardia y custodia).
    2. Apellidos y nombre del representante o guardador legal 2 (con quien conviva el alumno/a y tenga atribuida su guardia y custodia).

Tsarte


Hace no mucho, por no sé qué problema, se borraron todos los juegos absurdos como el buscaminas o el solitario. Es una putada porque solía usarlos mientras hablaba por teléfono. Así que intenté jugar ajedrez en línea, pero al descubrir cómo demolía mis defensas un puto bielorruso en la variante merano de la defensa semieslava del gambito de dama (cosa inexplicable, porque Kasparov, Kramnik y Anand han estudiado en secreto mis partidas con esta aguda defensa), decidí optar por otra cosa, y pasó que abrí a lo tonto el Paint y me puse a dibujar.

Unos días después, puedo mostrarles mis primeras obras, nacidas de conversaciones telefónicas y que he titulado de manera intuitiva. Aquí están:


A éste lo he llamado Fiesta de cumpleaños.


Éste, por alguna razón desconocida, me hizo pensar en una Navidad en California, y eso que nunca he estado allí.


El nombre de esta obra me lo sugirió un compañero que estaba algo enfermo y que en mi obra vio algo de su alma. Lo llamé Juanji’s disease.


Una mezcla de sonidos y colores primigenios, oximorónicamente unidos a un olor y textura de asfalto, bautizaron este «In the urban jungle«.

Ellas

1. La semana de la dona está llegando a su fin entre reproches gramaticales y reproductales. También en medio de la presentación de los espectaculares resultados de explotación (sin faltar) de Mercadona, ese nombre tan bien escu(l)pido para la ocasión, y que habrían de compararse con los del Club del Gourmet para tener una medida cuantitativa de la crisis.

2. Me entero por @malaprensa de un buen contra-artículo contra Bosque. Empiezo a leerlo con cariño y afecto porque estoy de buen rollo, apaciguador, con los brazos abiertos, ávido de aprender, y para que no se diga que sólo leo lo que me gusta oír; valga el oxímoron. Llego hasta esta cita:

«Tener tetas es raro. Una niña pasa los primeros 12 o 13 años de su vida sin tetas. Después, un buen día, le salen dos objetos en medio del pecho que redefinen su relación con el mundo. No se puede estar preparado para un cambio así.»

Y este apunte sobre ella (la cita): «Un post sobre las tetas de las mujeres, en el que la autora habla constantemente en masculino.» Se refiere, supongo, al «preparado». Se me ocurren varias cosas siendo robótico de ciencias. Primero que la concordancia vizcaína es asaz abundante sin que nos rasquemos las vestiduras sociales: «un millar de personas acudieron». Yo mismo aquí escribí «este apunte sobre él» pensando en el texto hasta que releyendo me di cuenta de que era ella (la cita). El ejemplo del millar y su concordancia es interesante porque el plural (marcado) que suele acompañarle (un millar de personaS) hace vacilar al dicente y le lleva a marcar pluralmente el verbo. De la misma forma puede pensarse que aunque solo las mujeres tengan tetas la impersonal frase «no se puede evitar» lleve al dicente a buscar un complemento impersonal que más bien será neutro (como neutros son «tener» y «raro» en la cita), que no masculino. Segundo, que la cita y la comprobación de que muchas mujeres (¿llenas de autoodio?) se sienten bien con ella y con su concordancia muestra, quizá, no una preeminencia de lo masculino aterrador, sino, tal vez, una evolución, tal vez natural tan natural como la tendencia regularizadora de verbor (abrido por abierto), hacia un lenguaje menos marcado, menos flexionado. Una hipótesis aterradora para muchAs.

3. Mi mujer dice que los varones nacen con una sola neurona; que Dios le dio. Normalmente se mal usa y se escurre hacia salva sea la parte. Dice que solo cuatro varones han sido capaces de reproducir la neurona y se han vuelto seres inteligentes: su hermano, su cuñado, su parejo y @tsevanrabtan, su oráculo.

En Las Cuatro Esquinas solucionamos problemas

Hace unos días leí una truculenta historia de terror que conocí vía twitter.

Ahora el que miento soy yo porque no llegué a leerla entera de purito largo que es. Aunque es muy interesante.

Resumen a alguien le roban la contraseña de gmail, le entran en la cuenta, envían correos en su nombre diciendo que está perdida y abandonada en ¡¡Madriz!! y, de paso, le borran todos los correos. Unos pocos de gigas de información coleccionados en años de vida. Toda una vida.

A partir de estos hechos se construye la historia se construye un discurso de cómo ha podido ocurrir y de los problemas de la nube.

Los problemas de la nube son los que son: la contraseña. Dame tu contraseña y seré tú. Punto y pelota.

Por lo demás la historia muestra los increíbles esfuerzos de google por recuperar información. Y, de paso, los increíbles esfuerzos de la gente porque google no pueda recuperar información borrada. Son aquellos, personas y gobiernos, que acusan a google de espiar, retener datos etc. Esos pueden hacer que un correo borrado no pueda ser recuperado. O sí.

Como no lo he leído entero no sé si mi siguienta queja es fundada o no pero no he leído nada acerca de la gratuidad de google. Se exige mucho a google, o a la nube, pero yo, conscientemente, no le he dado un céntimo a google. Y él, ciertamente, me ha dado mucho. Supongo que puedo quejarme pero no sé hasta qué punto.

El origen del problema puede ser un viaje a China donde se sospecha que te pueden snifar la conexión fácilmente. También puede ocurrir en un cybercafe o en cualquier ordenador. También en el nuestro pero si es en el nuestro démosnos por jodidos. Para todo lo demás este truco puede funcionar:

  1. Creen una cuenta fake con el nombre que les dé la gana.
  2. Creen un filtro en su cuenta principal que reenvíe todo su correo a la cuenta fake. ¿Todo el correo? Bueno, todo no. Excluyan correos que contengan, por ejemplo, las palabras password o contraseña o las que ustedes quieran.
  3. Si salen fuera entren en la cuenta fake y podrán leer todo su correo sin comprometer la contraseña real.
  4. Le podrán robar la contraseña de la cuenta fake pero lo único que podrían hacer con ella (no es poco) es saber de usted; leer lo que recibe. No podrán borrar. Tamibén podrían escribir correo en su nombre. Pero esto nunca ha sido difícil.
  5. De vez en cuando borran todo el correo de la cuenta fake y lo mantienen en la principal.

De nada.