Decencia y principios

Últimamente hay un movimiento revisionista para salvar a Neville Chamberlain de su reputación como líder débil y miope. Se afirma que el Reino Unido ya no podía mantener la seguridad en su imperio, ni enfrentarse a tres potenciales agresores fascistas (Japón, Alemania e Italia), que su ejército era débil, sus recursos limitados y que la apuesta por dar al matón alemán lo que reclamaba, los Sudetes, sobre los que podía alegar cierta razón histórica, podía servir para apaciguar a Hitler, que había declarado que esta era su última reclamación territorial, o, en su defecto, mostrar al autócrata como un enajenado sediento de sangre y de paso ganar tiempo en la carrera ya iniciada de rearme.

Yo creo que es un intento destinado al fracaso. La fotografía en el aeródromo de Heston con ese trozo de papel con la firma de Hitler, ese grotesco pacto de no agresión que el nazi incumpliría sin despeinarse, que sabemos fue el preludio de la matanza de sesenta millones de personas, hace imposible cualquier reconstrucción. Además, esos intentos siempre nos hablan de la situación económica y militar de Francia y Reino Unido, pero no de la situación de Alemania, que se habría enfrentado, de no haberse arrodillado el nazi (algo no descartable), no solo a esas potencias, sino a la propia Checoslovaquia, que habría podido tener alguna esperanza de resistir.

Pero sí hay algo en lo que el revisionismo tiene razón: los británicos estaban angustiados ante la idea de una guerra. Antes de esa ignominiosa firma ya se estaban instalando sacos terreros en los edificios del Gobierno, instalándose sirenas de aviso, preparando refugios antiaéreos, los habitantes de las ciudades huían al campo y los que se quedaban recibían máscaras antigás y papelitos preparados para informar a los ciudadanos sobre cómo protegerse en caso de ataque.

Por eso, cuando se supo que Chamberlain había evitado la guerra, la mayoría respiró. Dio igual que Checoslovaquia no hubiese participado en el sainete y viese cómo las grandes potencias consentían que se trocease y sirviese como trofeo. La población, sobre todo en Londres, lanzó hurras a su líder. Muchos se congregaron en el aeródromo que traía al primer ministro de vuelta y este se emocionó hasta el punto de leer, bajo la lluvia, el acuerdo de no agresión firmado con Hitler. Miles se situaron en los lados de la ruta que conducía a Chamberlain al Palacio de Buckingham, y tras informar a Jorge VI, los reyes y el matrimonio Chamberlain salieron al balcón y el monarca invitó al mandatario a situarse delante para recibir los vítores de sus compatriotas. La euforia duró días, arropada por la recomendación de quien dirigía la nación: «id a casa y dormid tranquilamente en vuestras camas».

Los ingleses se fueron a dormir y los alemanes comenzaron la ocupación, que se consumó en apenas diez días. En marzo de 1939, solo seis meses después de la ignominiosa conferencia, Hitler se apropió del resto del país, de sus reservas y de sus industrias, y reforzó de forma decisiva la máquina de guerra alemana. Menos de un año más tarde comenzaba la guerra.

Pese a todo, hay unanimidad en considerar a Chamberlain un hombre bienintencionado que actuó creyendo que sus decisiones eran las adecuadas para su nación. Pudo levantarse en los Comunes, con Reino Unido en guerra y muy poco antes de morir, y declarar trágicamente que todo aquello por lo que había trabajado, todo lo que había esperado, todo lo que había defendido en su vida política se había derrumbado.

La fotografía perseguirá su recuerdo, pero al menos se le recuerda como alguien decente y con principios.

Y la muerte no se dejó encontrar

Hoy voy a hablarles de un titiritero. Uno de esos tipos que maneja los hilos de la historia tras las bambalinas; sin aparecer. Uno de sus auténticos y desconocidos protagonistas.

Vale, estaba de coña y ese párrafo es un ejemplo de mala literatura. Mala literatura típica de aficionados a las historias secretas y paralelas. Si el tipo es desconocido normalmente es porque no hizo nada relevante. Y además no suele ser tan desconocido. Solo pasa que uno lo descubre un día y actúa como el que dice «esto no lo leerán en ningún medio» cuando el sucedido ha aparecido urbi et orbi.

Lo que sí hay es gente que carece de relevancia, pero no de interés. Gente que aparece en todas las fotografías; ahí en una esquina, borroso, como el que intenta hacerse sitio. ¿Recuerdan El secreto de sus ojos? ¿El tipo de mirada torva? Pues eso: el tipo de mirada torva aparece en todas las fotos y uno se pregunta quién cojones es.

Carlo Camillo Di Rudio era hijo de un conde. Un segundón. Lo meten con quince años, con un hermano, en una conocida academia militar milanesa (entonces Colegio Imperial por eso de que Milán pertenecía a un imperio) y en 1848, cuando los milaneses se alzan contra el opresor (¡Viva Verdi!) ve cómo sus compatriotas los atacan. Se retira con el resto de «imperiales», pero en la retirada comprueba lo mal que tratan los extranjeros a los suyos y deserta. Esto lo cuenta él, muchos años después y hay que tomarlo con distancia, pero ¿por qué no va a ser verdad? Al parecer, el detonante es la violación de una joven italiana por un soldado croata, al que mata con la ayuda de su hermano. En resumen, se convierte en un patriota y se va con el hermano a las barricadas venecianas, a combatir a los austríacos. Allí muere el hermano de cólera y él empieza su tour revolucionario. Pasa por la joven república romana de Mazzini y se supone que conoce a Garibaldi y forma parte de su guardia personal, pero ya saben que el lugar era pelín inestable, así que se pira a París, a unirse a los opositores a Napoleón III, que andaba dando golpes de Estado. Por lo visto estuvo poco, porque se supone que regresa a Italia y le pasan cosas durante seis años un tanto oscuras. Que si embarca en Génova para ir a América, pero naufraga y termina en España. Que si estuvo preso de los franceses, tras la derrota romana de los garibaldinos, pero logró escapar de la prisión (como su luego colega de andanzas, el famoso Orsini). Que si se dedicó a recaudar y mover fondos por el norte de Italia para la causa nacionalista y estuvo a punto de ser capturado por los austríacos, salvándose a punta pistola en una barca que atravesó el lago Lemán para llevarlo a salvo a Suiza (a los remos iba el desafortunado propietario de la barca).

Pongamos que todo eso es verdad o mentira. Lo que sí es seguro es que en 1855, con veintitrés años, se establece en Inglaterra y se casa con la hija de un pastelero. He leído que tuvo cinco hijos y que trabajó de jardinero. Lo segundo, puede; lo primero parece una hazaña, ya que tres años después vuelve a las andadas y se mete en una conspiración. Aunque hay trampa. Carlo volvió con su esposa tras un nuevo episodio revolucionario, este sí perfectamente documentado.

El 14 de enero de 1858 Felice Orsini y su simpática pandilla atentan contra Napoleón III cuando va camino de la ópera, para asistir a una representación de Guillermo Tell (jeje). Lanzan contra el emperador tres bombas y el tipo sale ileso, aunque mueren ocho personas. Entre los conjurados se encuentra Carlo, que imagino estaba aburrido de hacer hijos y plantar coliflores. Todos fueron detenidos o eso creyeron los franceses. Se salvó de la guillotina, dicen, gracias a la intervención de su esposa, que escribió a su diputado, que escribió a la reina Victoria, que escribió al Napoleón pequeño.

La condena se conmutó por prisión perpetua en la Isla del Diablo. Allí la gente caía como moscas (también los guardias) y Carlo se propuso escapar. A la segunda lo consiguió —aunque es posible que la huida fuese desde el continente y no desde la isla—. Un puñado de condenados asaltó un barco de pesca y pudieron llegar al actual Surinam, de allí a la Guyana inglesa y de allí de vuelta a Inglaterra. Volvió famoso, ya que la tumultuaria huida había sido sonada, y se dedicó a dar conferencias. Los franceses estaban muy cabreados y los ingleses tampoco veían con buenos ojos las actividades del amigo, al que había salvado la reina de la muerte. Así que Charles (ya ha dejado de ser Carlo) decidió emigrar de nuevo, por si las extradiciones, pero esta vez rumbo a Estados Unidos.

Llega en 1864 y, ya lo imaginan, se alista como soldado raso en el ejército de la Unión. Pero como sabía de verdad de las cosas estas de la milicia, lo hicieron oficial y lo pusieron a mandar en un regimiento de soldados negros en Florida. Parece que luchó con valor y tras la guerra pidió su ingreso en el ejército regular. Aunque al principio se le denegó por una supuesta cuestión testicular (no es que no tuviese huevos, es que los médicos decían que uno de sus testículos era más retraído que el propietario) que se interpretó como una conspiración ocasionada por el pasado turbio del personaje, al final logró el nombramiento y terminó en caballería.

Algunos compañeros de profesión lo llamaban, por eso de ser hijo de conde y por su altanería, Count No-Account. Puede que la mala fama le viniera también de perseguir a peña del KKK y proteger a población negra a la que algún terrateniente no dejaba votar, aunque las malas lenguas aseguraban que su motivación era otra y que el terrateniente había sido general de Napoleón III. A saber. Lo que sí es seguro es que ascendió a teniente y lo enviaron a Montana. Al 7º de Caballería.

¿Van comprendiendo lo de la foto, verdad? Efectivamente, el teniente Charles participó en la batalla de Little Bighorn. Si recuerdan la batalla, Custer (muchos dicen que para atribuirse el mérito) dividió sus fuerzas y las que él mandaba directamente (cinco compañías) fueron aniquiladas (por cierto, Charles fue el encargado de contar los cadáveres). Las otras siete compañías, reagrupadas tras numerosas bajas, pudieron aguantar y ser rescatadas. Charles, poco antes, era segundo al mando en la compañía E, pero al cambiar de destino el primero al mando, Custer colocó allí a un amigo y trasladó al conde (que al parecer era el auténtico jefe de la compañía), para que no hiciese sombra a su colega. Así que fue a la compañía A, al puesto que ocupaba el enchufado. Todos los miembros de la compañía E murieron en la batalla (entre ellos el nepote) y esa intriga salvó de nuevo a Charles de palmarla. Eso sí, pasó un par de días complicados, huyendo de los indios, hasta que pudo volver con sus camarada: Esos dos días incluso dieron lugar a acusaciones de supuesta cobardía, que finalmente fueron desestimadas.

Participó poco después en la guerra Nez-Percé, famosa por la persecución al jefe José y sus palabras estilo Diez Osos —I am tired of fighting— que no sabemos si fueron suyas o de uno que terminó siendo abogado y poeta. Ascendió a capitán y lo enviaron a Texas. En una de sus entrevistas contó que había conocido a Gerónimo. No me extrañaría nada. Después de tirar una bomba al paso de Napoleón III y Eugenia de Montijo, presumir falsamente de haber conocido a Gerónimo parece un tanto absurdo.

Se retiró con el grado de mayor y se marchó a California con su esposa inglesa y sus hijos. En esos años dio entrevistas y confirmó a un biógrafo de Orsini que había un quinto hombre en Dallas e incluso lo delató: Francesco Crispi, uno de los más importantes políticos italianos de la segunda mitad del siglo XIX, que había llegado a ser primer ministro de Italia y que aún estaba vivo. A lo mejor era una trola.

A saber si no era todo una trola.

Charles Di Rudio murió en 1910. En la cama. O no, y está como el Conde de Saint Germain dando por saco por ahí. Por si acaso, por si lo ven, les pongo su foto.

Póngase en pie el acusado

Sobre un fondo negro se va perfilando, primero borrosa, la silueta de un hombre que se acerca caminando, hasta que notamos que lleva un niño en brazos. Se escucha el inefable adagio del concierto para piano nº 23, K. 488, de Mozart.

Cuando el actor y director francés, Marcel Bluwal dirigió en 1982 una coproducción europea destinada a contar la vida de Mozart, creó uno de los más felices comienzos que recuerdo, una joya sin más adorno que la música de su protagonista; tan impactante, que la imagen de Mozart se me presenta desde entonces así, dormido, niño, en brazos de su padre, Leopold.

Esta serie, llena de logros, hoy está prácticamente olvidada. No merece ese olvido. Sus primeros capítulos, en particular, eran excelentes. Sobre todo por el inmenso acierto de su director al elegir al actor que interpretaría a Leopold Mozart, el gran Michel Bouquet, y por la fortuna de contar con dos Mozart, niño, enormemente convincentes. Uno de ellos, Karol Beffa, es hoy un conocido compositor.

(Un carruaje llega a una posada. Baja Leopold Mozart. Su hijo, de apenas cinco años, duerme, pero repentinamente se agita y dice «qué horror». El posadero pregunta si el niño está enfermo; Leopold contesta que no, que la trompeta que acaba de sonar a lo lejos desafina. Es fácil pensar que el autor exagera, pero en realidad es tímido.

Cuando Mozart tiene cuatro años, Andreas Schachtner, un músico salzburgués amigo de la familia toca el violín con el pequeño; nada más comenzar Wolfgang le advierte de que su violín está afinado una mitad de un cuarto de tono por debajo del suyo.)

No he vuelto a ver Mozart, la serie de Bluwal. Ha pasado un cuarto de siglo y tengo que fiarme de la memoria, pero no importa, porque no es la serie la materia de este artículo. Tampoco lo es Amadeus, la película de Milos Forman, a la que haré referencia a partir de ahora. Ni lo es, por ser sincero, el propio Mozart.

La que sí vi hace poco fue Amadeus de nuevo. En realidad, lo que vi fue la versión mercantil que llaman Director’s cut, que algunos han elevado a la categoría de filigrana y que sirve, básicamente, para que gastemos dinero y compremos lo que ya tenemos. Esto es especialmente evidente cuando localizamos las escenas añadidas en la versión extendida y que podían haber desaparecido para siempre por un sumidero: las que nos muestran a Amadeus dando clase a la hija de un patán con chuchos, y más tarde, borracho, suplicando porque no tiene ya alumnos, o a Constanze, la mujer de Mozart, ofreciéndose a Salieri a cambio de su ayuda. Tuvo Forman mucho ojo al suprimirlas, porque incidían precisamente en los defectos más sonoros de su película.

Años atrás había asistido a una representación de la obra de teatro en la que se basó la película, del inglés Shaffer. Desde el primer momento pensé que la obra habría tenido más sentido llamándola Salieri. Mostrar el odio y estupefacción de un hombre ante lo que él considera una venganza de Dios: la elección de un hombre vulgar y miserable como vehículo para su gloria y la obsesión de quien es capaz de comprender hasta qué punto las obras de ese hombrecillo repugnante son sublimes, a la vez de que es consciente de ser incapaz de producirlas. El tema de Mozart y Salieri, producto de aquella obrilla de Pushkin en la que el olvidado compositor italiano finge ser amigo de quien más desprecia para lograr envenenarlo, resultaba comprensiblemente irresistible, pero siempre que el Mozart dibujado no fuera el real, sino una caricatura producto de una mente inficionada por la rabia y el odio.

Forman, sin embargo, decidió ir más allá y presentar un Amadeus objetivo, cambiando una trama psicológica por otra, algo tramposa, en la que planteaba realmente el dilema de Salieri como si fuera cierto. Digo tramposa, porque Forman, empequeñeciendo a todos los que rodean a Amadeus, convirtiéndolos en idiotas y egoístas, siquiera a tiempo parcial, nos lanza a los espectadores un mensaje de complicidad: Mozart se ríe como un bobo y pedorrea, pero es el «bueno» y todos podemos ser un poco como él. Así, la admonición final de la obra de Shaffer —«mediocres del mundo yo os absuelvo»— que en la obra de teatro se dirigía al espectador, en la película lo hace a los locos, a otros, a los que son incapaces de ver que el genio puede ser «democrático».

Esa objetivación es lo que me molestó de Amadeus. Podía admitir que el Mozart de Bluwal fuera serio y riguroso (y, por muchas razones, algo gris y funcionarial), mientras que el Amadeus de Forman fuese brillante —con una banda sonora maravillosa— y falso. Al fin y al cabo, Bluwal escoge para titular el apellido, mientras Forman opta por el nombre que nunca usó Wolfgang, bautizado Gottlieb, y autodenominado Amadeo o Amadé, nunca Amadeus. Podría hacerlo si Amadeus fuese una creación de una mente enferma. Por desgracia no es eso lo que nos muestra Forman.

Así, vemos a un sujeto que parece no haber pisado nunca una corte y que es incapaz de comportarse en presencia de un emperador, cuando lo cierto es que Mozart, desde niño, estuvo rodeado de notables. Pensar que el tipo que habla de los dioses que «cagan mármol» es el mismo que compartió mesa con la emperatriz y varios emperadores de Austria, el rey y la reina de Francia, el rey de Inglaterra, el papa romano, todos los jodidos príncipes electores alemanes y la mitad de la nobleza europea es irritante. Como lo es que Constanze y su madre aparezcan como unas ágrafas verduleras amusicales, cuando no sólo no lo eran, sino que eran hermana y madre de Aloysia, una de las mejores sopranos de Viena y objeto de deseo del compositor. La misma irritación causa comprobar que Leopold Mozart es mostrado como un padre tiránico y explotador a la vez que como un gusano servil, cuando la realidad es que fue un hombre de educación amplísima, que empeñó toda su fortuna en dar a conocer el prodigio descubierto por él antes que por nadie, y que fue capaz de «ordaguear» a reyes y señores en defensa de su dignidad y de la de sus hijos. Y no vean lo que me irrita que se nos muestre a un Mozart sin alumnos, cuando tuvo muchos y muy poderosos, hasta el último momento, y que nos presenten a José II, el emperador que lo protegió —y que lo designó como sustituto de Gluck—, como un memo que prácticamente es incapaz de leer una partitura, cuando era un músico excelente; o que nos muestren el falso fracaso de sus óperas, cuando Don Giovanni triunfó en Praga y Così fan tutte fue encargada por el emperador austríaco y estrenada en Viena.

Estos son los actores de mi juicio. Y ahora, tras el sumario, llega el momento de preguntarnos ¿es Mozart culpable?

Hay hombres que nos atraen por sus obras. Podríamos limitarnos a decir que tal novela, tal cuadro o tal sinfonía son geniales, y dejarlo estar. En cierto sentido, también la vida es una obra, y de tal aventurero afirmamos que hizo aquel viaje o arrostró aquel peligro. El romanticismo, esa pulsión dañina y traicionera, nos lo impide. Así, hay una tesis que se repite: las obras geniales de Mozart denotan al genio y tenemos que escudriñar al hombre para ver cómo era, qué pensaba, dónde está el secreto. Eso intenta Bluwal, filmando lo documentado. Frente a esa tesis parece levantarse Amadeus, pero esa oposición es sólo aparente. No es que nos diga Forman «juzguemos a Mozart por sus obras y dejemos de lado al hombre, porque no podemos saber quién fue». No, la verdad es que Forman sí nos quiere enseñar al hombre, a una especie de sujeto cercano, moderno y travieso, un hombre que parece vulgar, pero sólo porque los tipos que lo rodean son unos estirados aristócratas. El tratamiento más amable, en la película, es para el pueblo, el único capaz de apreciar La flauta mágica.

Puede que ese camino —el de la búsqueda del yo que dé sentido a la obra— sea inevitable, pero polemicemos. Hoy quiero sacar mis armas legales y defender al acusado Mozart. Cada juicio es una pelea secular por acabar con el derecho penal de autor, en la que casi siempre se pierde. Ya saben ustedes, se trata de decidir si juzgamos a alguien por ser quien es o por lo que ha hecho. Si sigue existiendo una lucha constante no es porque no haya triunfado la tesis, sino porque los seres humanos tendemos a juzgar a las personas contaminando nuestros juicios con nuestros prejuicios. Los jueces afirman que ellos no deciden considerando si el reo es alto, bajo, pobre, rico, hombre, mujer, blanco o negro; que no considerarán si el acusado ha sido denunciado o condenado antes, o si tiene la mirada torva o se expresa con dificultad. Lo afirman, pero no dejan de observar al ser humano. Y uno, que nunca ha sido juez, sospecha que lo hacen para concluir quién es el que tienen delante. Por eso, a la vez que el defensor insiste en repetir que sólo hay que juzgar el acto vende, por si acaso, una historia creíble sobre quién es su cliente; sobre sus motivos, su carácter y su pasado.

Eso quisiera hacer yo, recordarles que el acusado Mozart debe de ser juzgado por sus obras y no por lo que creamos deducir de una palabra malsonante en una carta o de la admiración de un contemporáneo. Mi alegato se basa en que no podemos saber quién es Mozart, aunque habrán visto que el letrado ha dejado caer por aquí y por allá rasgos de carácter para hacerles más digerible su tesis: que el hombre no importa, porque no sabemos quién es el hombre, ni siquiera cuando de nuestros contemporáneos se trata. El fiscal —no se sorprendan— dirá lo mismo, pero, tramposo y capaz, señalará los pedos, las borracheras y las palabrotas. Ese es el juego.

Yo no sé cómo es un genio. Ni siquiera creo que sepamos muy bien qué significa esa palabra. Sin embargo, si Mozart se fía de mí puede que salga bien parado, porque yo hablaré muy poco de él y me centraré en usted, en el jurado, en lo que le pasa cuando escucha sus obras.

El alma de las cosas

Para Juan Francisco de la Torre y Antonio Ruiz Hernando. Sin su ayuda y magisterio habría sido imposible escribir este artículo 

Querido lector, cuando se enfrente a este número de JotDown, comprado, prestado o —espero que no— distraído de algún establecimiento del ramo descubrirá que su leitmotiv es el viaje raro, extravagante, inusual o desconocido, y que podrá hojear estas páginas y más tarde demostrar su espíritu aventurero o, al menos, a contracorriente. Yo no se lo pondré tan fácil. Para lo que yo propongo necesita contar con una llave maestra de la que casi no existen copias y para acceder a ella tendrá que hacer algo más que pagar una entrada o trastear.

Yo estuve en la casa de Bosu en Flandes medio día, y yo prometo a V. Magd. que es un pedaço de edificio el mejor labrado y tratado que yo acaa ni allaa hasta agora he visto.

Esto escribió el maestro de obra Gaspar de Vega a Felipe II el 16 de mayo de 1556. Debía de ser el castillo de Boussu una obra magnífica, ya que la opinión no la da cualquiera. Gaspar había sido enviado por el entonces príncipe heredero a Inglaterra, Flandes y Francia a examinar las construcciones que tanto le habían impresionado años atrás. Vio muchas, pero de la que mejor habla es de esta edificación por desgracia desaparecida. También desaparecieron, víctimas del fuego o de la guerra, el palacio de Binche y el pabellón de caza de Mariemont. Todos son obra de Jacques de Broeucq, el arquitecto favorito de María de Hungría, estadista, hermana de emperadores y esposa de un rey muerto en la guerra contra el turco. Puede que se pregunte usted el porqué de que le hable de castillos y palacios arruinados por el fuego o la demolición. Voy a ello.

Los fantasmas de esos y otros edificios muertos, antaño esplendorosos y a menudo sustituidos por algo gris y trivial, habitan entre nosotros. Hubo un Real Alcázar en Madrid, destruido por el fuego en la nochebuena de 1737, y del que ahora sólo nos quedan planos y dibujos. También hubo un Alcázar en Toledo, que tuvo que ser completamente reedificado tras la Guerra Civil. Y hubo una Casa del Bosque, en Valsaín, pabellón de caza de los Trastámara y luego Palacio, del que sólo quedan restos.

Entre todos estos «hubo» podríamos incluir el que más me interesa, el del restaurado Alcázar de Segovia, si no fuera porque el tiempo verbal no sirve. No hubo, sino que hay un Alcázar de Segovia, y eso se lo debemos a un milagro, considerando lo cerca que estuvo de ser también una nota en los libros de historia.

El 13 de noviembre de 1873, la Dirección General de Propiedades y Derechos del Estado ordena a su delegado en la provincia de Segovia: «dado el abandono en que se encuentra el Alcázar y el contiguo Parque, ambos propiedad del Estado, (se) le autoriza para su enajenación en pública subasta». Si no hubiera sido por la resistencia de una serie de personas, como Ezequiel González, administrador de los Condes de Chinchón (descendientes de los alcaides del Alcázar), de los tres hombres designados para la valoración del terreno, Manuel González del Valle, maestro de obras, Marcelo Laínez, perito agrícola, y el arquitecto municipal, Joaquín Odriozola,  que renunciaron a sus cargos para dinamitar el proceso de enajenación, y de la Comisión de Monumentos del Ayuntamiento segoviano, que tuvo que llegar incluso al propio Alfonso XII, el Alcázar también estaría en la nómina de joyas desaparecidas. Sin embargo, lo que pudo convertirse en un desastre dio lugar a una de las reconstrucciones más afortunadas de las realizadas en España.

El Alcázar ardió el seis de marzo de 1862. Llevaba más de un siglo decayendo —con la propia ciudad— y acogiendo el Real Colegio de Artillería, la aristocracia del ejército español, en el que los cadetes niños, segundones de  familias nobles en su mayoría, recibían una formación científica y militar que los convertía, a los dieciséis años, en jóvenes oficiales. El Alcázar decaía, pero desde muy alto. Situado en un emplazamiento en el que debió existir una fortificación romana, de la que aún quedan algunos sillares, fue originalmente un valladarium Castelli, construido a finales del siglo XI, fecha en la que comenzó la repoblación de la zona, tras la Reconquista. Creció de forma confusa, alrededor de un patio de armas, defendido por puente levadizo y torre delantera, que se completaba tras la última crujía de poniente con otra torre defensiva, preludio de la actual del Homenaje, separada del conjunto y elevada sobre la roca bajo la que confluyen los ríos Eresma y Clamores. El castillo se fue enriqueciendo alrededor de ese núcleo original con obras básicamente de naturaleza militar  —el Alcázar sufrió numerosos asedios a lo largo de su historia— y otras dirigidas a ampliar el lujo y confort de un edificio que sería el preferido de muchos reyes y reinas de Castilla. La inglesa Catalina de Lancaster, esposa de Enrique III, aprovechó la crujía norte, que había surgido por razones estrictamente defensivas, dividiéndola en estancias presididas por la gran Sala de la Galera. Enrique IV, siguiendo instrucciones de su padre, Juan II, levantará la enorme torre que preside el Alcázar, utilizando piedra que se extrajo del foso, que adquirió por ello su gran profundidad actual.

Sin embargo, la actuación que le da su aspecto exterior tan inusual en los castillos españoles se produce en el siglo XVI, por impulso de Felipe II. Podemos volver al principio, a Gaspar de Vega y a sus viajes europeos.

Felipe II era un rey obsesionado; un hombre preocupado por todo. Como amante de la arquitectura también se obsesionó por controlar las obras en las edificaciones reales. Había visto los castillos y palacios del norte de Europa, en particular los construidos en Inglaterra y Flandes, y se empeñó en que las construcciones que ya va proyectando en su cabeza, se enriquezcan con puntiagudos chapiteles de pizarra, estilizados y elegantes, alzados sobre armaduras de madera, un ejemplo magnífico de un trabajo artesano y geométrico, producto de la experiencia de siglos.

Como veo que falta algo de concierto en esta exposición, quizás por el vicio de resultar más enigmático, antes de seguir con las andanzas de Gaspar de Vega, les daré, como yo lo he recibido, algún material de trabajo, para que sepan por dónde se andan.

Hasta que el hierro y el acero lo cambiaron todo, cualquier construcción se dividía en dos sistemas, la fábrica y la armadura. En la fábrica —sillares, mampuestos, ladrillos— lo fundamental es la masa de los materiales que los hombres han obtenido y obtienen del suelo, que, por su escasa cohesión, sólo nos servirán amontonados, primero, y adheridos, después, gracias al descubrimiento de los cementos, de forma que trabajen a compresión. En las armaduras, sin embargo, la naturaleza de la madera permitirá el trabajo a tracción y flexión, pero con una doble limitación: la derivada de la necesidad del arriostramiento o consistencia del entramado, y la que se origina en las escuadrías o longitud máxima de las vigas, producto del tamaño máximo de los troncos de los grandes árboles.

La madera se utiliza en forjados y cubiertas para salvar las luces o distancia que hemos de cubrir, partiendo de las formas más sencillas hasta dar lugar a los entramados más complejos y sofisticados. En los países en que las precipitaciones y, con  ellas, el peso de las aguas y de la nieve, podían hundir los cerramientos, además de provocar goteras, se optó pronto por cubiertas inclinadas sobre pares de vigas de madera. Las cubiertas inclinadas introdujeron un problema mecánico: los empujes horizontales en los muros sobre los que se apoyaban, que tienden a derribar el propio muro. Toda la evolución posterior de la arquitectura de armar va dirigida a solventar esos tres problemas unidos entre sí: el del arriostramiento o consistencia del entramado; el del tamaño del espacio que hay que cubrir o luces; el de la necesidad de evitar los empujes horizontales.

Una forma de dar consistencia al entramado, a la vez que se evitaban esos empujes horizontales, era triangularlo, introduciendo un tirante (otra viga de madera) que uniese los pares y que absorbiese las tracciones internamente. Gracias a evoluciones de este sistema se pudieron salvar luces mucho mayores a las del tamaño de troncos disponibles, como sucede en el caso de los 24 m de la desaparecida Basílica de San Pedro Extramuros. Para lograrlo se va incrementando la complejidad de las armaduras, mediante el uso de nudillos y jabalcones, vigas que sirven para solventar el problema de las flexiones en los pares, que se comban cuando son demasiado grandes. Para esto, sin embargo, hay que esperar muchos siglos, ya que las soluciones atirantadas que se utilizaban en el Imperio romano se olvidarán en toda Europa, salvo en Italia, hasta el Renacimiento. Los maestros de lo que en España se llamará «carpinteros de lo blanco» (por el color de la madera que utilizan para su trabajo) terminarán conociendo de manera puramente artesanal, sin llegar a comprender sus fundamentos matemáticos, el mecanismo que permite, mediante cortes en ángulo y disposición adecuada de las vigas que forman el entramado y los elementos de sujeción, resolver prácticamente cualquier problema constructivo. Una de esas respuestas, sin necesidad de tirantes, derivada de la gran inclinación de las cubiertas centroeuropeas es de origen sajón y normando, y se basa en una forma cercana a la del arco que, utilizando ensamblajes de gran rigidez, permite salvar luces tan grandes como los 20 m de Westminster Hall.

Todas estas prácticas se realizaban dentro de gremios en los que se ascendía desde la categoría de aprendiz a la de oficial lacero y, más tarde, a la de geómetra; la necesidad de mantener el secreto de las técnicas que se aprendían en esos gremios llevó a que no se plasmaran por escrito hasta muy tarde. La obra más antigua que trata la carpintería de armar, el Álbum de Villard de Honnecurt, es notable precisamente por su antigüedad, ya que fue publicado en 1235. A partir del siglo XV, y hasta el XIX, autores italianos, españoles y sobre todo franceses irán publicando libros cada vez más exhaustivos y especializados. Lo asombroso es que hasta los tratados de finales del siglo XVIII esas obras no incluyen fórmulas de cálculo y haya que esperar al siglo XIX para que se sustituyan las relaciones de escuadrías por reglas proporcionales en función del tamaño de las estructuras. Era, en todo, un saber práctico y casi arcano.

Las armaduras de pares llegaron a España en época visigótica. Como el clima no es tan exigente, las pendientes de las cubiertas se hicieron más suaves y para ellas se utilizó el sistema llamado «de par y nudillo», muy sencillo, pero poco eficaz para salvar grandes luces. Las cubiertas normalmente eran de teja, encajadas entre sí, mediante simple apoyo. El espacio interior trapezoidal, llamado almizate, dejado por la sucesiones de nudillos y que permite la decoración mediante lacería, es el tan habitual de muchas edificaciones españolas, sobre todo las de origen mudéjar.

A diferencia de las armaduras españolas, las del norte y centro de Europa no sólo tendrán perfiles más inclinados, sino que utilizarán la pizarra asegurada mediante clavos y ganchos. La introducción de esta forma de hacer, por impulso directo de Felipe II, dará lugar a una síntesis típicamente española que se extenderá durante siglo y medio, a partir del modelo del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial.

Carlos I y Felipe II, entonces príncipe, ya habían empezado un ambicioso plan de construcciones y mejoras de las edificaciones existentes en España en la primera mitad del siglo XVI. Los encargados de realizarlas eran fundamentalmente Luis de Vega y Alonso de Covarrubias.  Gaspar de Vega era sobrino del primero, y sabemos que había intervenido como ayudante de su tío en las obras de reforma del Real Alcázar de Madrid y del Palacio del Pardo, entre otras razones porque nos han quedado planos atribuidos a él de ambas edificaciones. En 1552 se le nombra maestro mayor de las obras ya iniciadas en la Casa del Bosque o Palacio de Valsaín, y llama la atención de Felipe II, que lo escoge precisamente para examinar las construcciones que tanto le han gustado en su anterior viaje a Flandes. Gaspar está en Bruselas en 1555 cuando Carlos I abdica de sus títulos sobre los «Estados de Flandes» a favor de su hijo, y allí sigue cuando al año siguiente hace lo mismo respecto de los reinos de España, Sicilia y Cerdeña. Sabemos que aprovecha ese tiempo para empaparse de la arquitectura local, y que también visita París y atraviesa Francia, porque plasma sus impresiones en un memorial dirigido al rey, que escribe ya de vuelta en España, en 1556. En otro memorial le da noticia del estado de las obras que se están desarrollando en Toledo, Madrid, Segovia, El Pardo, Aranjuez, Aceca y Valsaín. La importancia de este memorial, en lo que se refiere a la introducción en España de la carpintería de armar centroeuropea, es muy grande, porque Felipe II contesta desde Bruselas, en 1559:

… hame parecido que será mejor hacer los tejados agros, a la manera de estos estados y cubrirlos de pizarra que, como habéis visto son muy lucidos (…) Y, así, he mandado que se busquen ocho oficiales diestros, dos para sacar la pizarra, y cuatro para cortarla y aderezarla y sentarla, y los otros dos para hacer los maderamientos y armarlos: y todos partirán a tiempo que sean ahí en la primavera.

Y así se hizo. Llegaron a España y tal como pidió el rey («…procuréis que los otros oficiales que trabajan en estas obras se avengan bien con ellos por ser extrageros») se dio a los maestros flamencos oficiales españoles «que salieron hábiles», y su arte y manera de construir se extendió por España. Esos maestros flamencos intervendrán directamente en la construcción de las armaduras del Alcázar segoviano. Por desgracia, sólo las armaduras de dos chapiteles —y no los más importantes— se salvaron del incendio, pero por suerte pudo restaurarse el resto con gran fidelidad. La armadura de los chapiteles del Alcázar es triangular, de tijera, y las escuadrías son muy largas y delgadas, por lo que, aunque están muy inclinadas, en ángulos de alrededor de 50º, su propio peso y el de los faldones, y el empuje del viento y la carga de la nieve, obligaron a colocar dobles nudillos. Además, y para favorecer la ventilación (Segovia es un lugar en el que hace mucho frío y mucho calor) se colocó una sobrestrectura de pares apoyados sobre las correas —maderas transversales— de la estructura principal.

Este es el viaje que no podrá usted realizar. Podrá visitar el Alcázar, como hace más de medio millón de personas al año, convirtiéndolo en el segundo monumento civil más visitado de España, pero no podrá internarse por lo que está oculto, y entrever los bosques de escuadrías, los jabalcones simplemente apoyados y unidos permanentemente por la geometría de fuerzas, que casi pueden visualizarse como discurriendo por cañerías imaginarias, o el gran péndulo rígido de uno de los grandes chapiteles que funciona a modo de peso muerto para equilibrar una estructura rígida y flexible a la vez. No podrá comprobar cómo los agujeros de los ventanucos de ventilación producen cámaras oscuras que proyectan, en días de sol, imágenes perfectamente nítidas de la plaza de la Catedral y de las personas que pasean por ella. No podrá, si la visita en invierno, en un día de viento, escuchar el terrible crujido y movimiento de una estructura de toneladas de peso, hecha para el movimiento y el quejido, y no podrá, si la visita en verano, agobiarse con el sofocante calor que produce la pizarra, tanto que se colocan enormes baldes de agua para evitar los incendios. Y no podrá sentir el vértigo de la inclinación de los tejados negros al mirar desde los agujeros de ventilación que dan a la Vera Cruz.

Ese paseo, para el que es necesario tener una llave que abre todas las puertas, te lleva por lugares en los que se almacenan restos de armaduras de madera, de pizarra original, de maquetas de plazas fortificadas o de mobiliario cubierto de polvo.

Y si existe es gracias al trabajo, sobre todo, de un arquitecto español; a eso y a la fortuna.

El incendio del Alcázar destruyó casi todas las armaduras de madera y cubiertas (como he dicho sólo se salvaron las de dos chapiteles), afectó a tres de las cuatro torrecillas de la mole de la torre de Juan II y a parte de su fábrica, a la techumbre de todos los salones regios y de forma muy importante al herreriano Patio de Armas.

Para su reconstrucción se redactaron ocho proyectos diferentes. Destacan tres de ellos. El primero, realizado por ingenieros del ejército, que pensaban en realidad construir un nuevo edificio de «espíritu» gótico, y el quinto y séptimo, obra ambos del arquitecto provincial Antonio Bermejo y Arteaga. Por suerte se llevó a la práctica el quinto, que dejará el Alcázar tal y como lo conocemos, pero no el séptimo. Merece la pena hablar un poco del proceso de restauración.

Casi al comienzo de este artículo comenté que el Alcázar podía haber sido sustituido por un barrio nuevo de Segovia. Cosas del siglo XIX dirá alguno de ustedes. Por desgracia, la chapuza nacional siguió en el siglo XX. En 1979, Rafael Cantalejo San Frutos, autor de Los proyectos de restauración del Alcázar de Segovia tras el incendio de 1862 pudo examinar los proyectos originales, con sus memorias y planos, de restauración del Alcázar. Esa documentación, de enorme valor histórico y arquitectónico, desapareció tras una exposición. Sí, no es broma, desapareció. Por suerte, Cantalejo había fotografiado la mayor parte de los planos y memorias y hoy se pueden examinar en su obra.

En el siglo XIX, en pleno romanticismo, se exporta desde Inglaterra a toda Europa la idea del gótico como el estilo arquitectónico más puro y refinado. Y surgen tres corrientes acerca de la restauración de construcciones antiguas, fundamentalmente medievales: la defendida por Ruskin, que se oponía a todo tipo de intervención; la del italiano Boito que defendía una restauración completa pero que no afectase a la primitiva fábrica de los edificios; y la más radical, la de Viollet-le-Duc. El francés defendía la necesidad de intervenir en las edificaciones incluso «limpiándolas» de añadidos contrarios a su espíritu original, y preconizaba la reconstrucción y reinvención de elementos conforme al mismo.

Esta posición influyó en Bermejo, que se planteó suprimir añadidos (como la Galería de moros) y compartimentaciones que tenían su origen en el uso que se la había dado al edificio como Academia. Para hacer su trabajo contó con un álbum de dibujos realizado en torno a 1830 por José María Avrial y Flores, que había no solo dibujado cada una de las salas, sino, con gran precisión, los detalles de la decoración, como las piñas o las tallas de los reyes de las salas que llevan ese nombre. También aprovechará los descubrimientos que se producen como consecuencia del incendio, como las puertas ojivales entre las estancias o los ventanales amainelados que hoy se ven en la Sala de los Ajimeces, e incluso utilizará un artesonado mudéjar traído de una iglesia local para rematar la capilla. Otro de los grandes aciertos es precisamente reproducir todas las armaduras de madera, utilizando como modelo las dos existentes y las de la Casa de la Moneda de Segovia, de la misma época que las originales. Del bosque de Valsaín saldrán de nuevo las vigas que servirán para hacer el entramado que permita colocar la pizarra traída del pueblo de Bernardos y aún encontrará carpinteros de lo blanco capaces de cortarlas con las longitudes, secciones y ángulos correctos, y montarlas. Un trabajo similar hoy resulta prácticamente inimaginable.

Es imposible en un artículo ni plantear un análisis medianamente detallado del alcance de estas obras que ascenderán a la suma de poco más de un millón de pesetas y se extenderán durante diez años. Recomiendo a cualquier persona interesada, la lectura de la obra antes citada que contiene, como anexo, planos, memorias y dibujos. Sólo me detendré en el proyecto nº 7 antes citado y que, por fortuna seguramente, no pudo llevarse a la práctica. El Patio de Armas o del Honor construido en tiempo de Felipe II por Francisco de Mora, discípulo de Herrera, se vio muy afectado por el fuego. Bermejo decidió que había que derribarlo por completo y sustituirlo por uno nuevo de carácter neogótico. Los dibujos que se conservan del proyecto nos muestran un patio con grandes arcos ojivales, rematados por rosetones en su planta baja, y con ventanas adinteladas y ojivales en su planta superior, con una cornisa almenada en lo alto. Se trata de un hermoso proyecto, pero para llevarlo a la práctica habría sido preciso derribar el patio auténtico.

Por suerte, esta intervención, la que habría afectado de forma más evidente al edificio conforme a los criterios actuales, no pudo llevarse a cabo: reconstruir el patio costaba 111.501 pesetas; construir uno nuevo, 227.506 pesetas. Parece que en algo si eran más prudentes: en la desviación presupuestaria. Bermejo había reforzado el aspecto medieval del edificio, pero lo hizo finalmente de forma sutil, nada agresiva, con una profesionalidad y un gusto que exigen reconocimiento.

A él y a aquellos que se negaron a la demolición de un edificio tan hermoso y romántico les debemos la permanencia de una obra magna, que supura autenticidad a pesar de la agresión del fuego. Una obra que nos recuerda, además, tantas otras que se perdieron.

Si no lo conoce, visítelo en cuanto pueda, empezando por una vista de la enorme mole desde poniente con la esbelta Torre del Homenaje en la que se conserva en piedra la lista de los oficiales artilleros que renunciaron al ascenso por méritos de guerra y descansa el sable de Daoiz. Luego pasee por su interior o suba los cientos de escalones de la enorme Torre de Juan II para ver Segovia casi desde el cielo. Pero mientras lo hace, recuerde que a su alrededor están los huesos, los tendones y la piel del edificio y que eso que no puede usted ver quizás sea lo que más merece la pena.

Take up the White Man’s burden

Cuando Julio Verne nació, en 1828, la revolución industrial había demostrado ya su poder en Gran Bretaña. Con ella, con sus éxitos indiscutibles, y por la mitificación de una casualidad histórica que fue vista como un designio racial, nacerían —y crecerían durante todo el siglo XIX— la esperanza y el horror. Sus cimientos son contemporáneos del escritor francés y se exaltan en sus obras. De eso trata este artículo, de la cara b del nacimiento de la modernidad.

La época de Verne es, en parte, una época de adanismo. Los hombres blancos, europeos, anglosajones, franceses y alemanes, se deslizaron con enorme derroche de buenas intenciones sobre lo que consideraban obvio: que el poder de las máquinas europeas, primero, y el poder de su ciencia, después, eran la demostración de que la raza blanca era superior y que a ella incumbía guiar a los demás pueblos hacia la paz, la prosperidad y la felicidad, pagando el precio de su sometimiento. El racismo no era nuevo; lo nuevo era su método y su justificación. La inferioridad ya no derivaba de cuestiones no sistematizadas relacionadas con el salvajismo, las costumbres o la religión, sino de algo mucho más peligroso: de la cuantificación. Los europeos decidieron que la misma ciencia que había producido máquinas tan asombrosas podía aplicarse sin más a la explicación de fenómenos mucho más complejos, pero que ellos, con ese optimismo tan evidente en la obra de Verne, consideraban perfectamente abarcables. Ya no nos preguntábamos si un indio tiene o no alma, sino que medíamos y pesábamos su cerebro o su cráneo, y sacábamos conclusiones.

Hablaba antes de buenas intenciones y así creo que fue, pero preñadas de una perezosa e interesada creencia: si la realidad era producto del determinismo biológico, la superioridad material de la tecnología y la ciencia blancas eran a la vez una prueba de la superioridad de ciertas razas; si explicábamos con un método «científico» por qué los negros o los asiáticos eran inferiores, la dominación sería no sólo benéfica para el conjunto de los seres humanos, sino inevitable.

Se trató de un movimiento absolutamente transversal, en el que muchas figuras «progresistas» abrazaron con entusiasmo explicaciones seudocientíficas y programas enajenados, a menudo olvidados pese a encontrarse en el origen de gran parte de los horrores del siglo XX. Esas pretensiones y sistemas beberán de las lecciones e ideas de hombres como Saint-Simon, Comte, Carlyle, Spencer, Disraeli, Dilke, Zola, Lombroso, Pearson o Bernard Shaw.

Es esta la época de Galton y de De Gobineau. El uno, en su Hereditary genius: An Inquiry into Its Laws and consequences, concluyó que los caracteres importantes estaban totalmente determinados por la herencia y que la especie humana podía ser mejorada planificando el nacimiento de los más dotados y prohibiendo la reproducción de aquellos que podían manchar, con su estupidez y su grisura, la herencia de las generaciones futuras. El otro dio un salto desde el individuo y en sus Essai sur l’inégalité des races humaines las comparó, concluyendo que los negros de África se situaban en lo más bajo de la escala y que el mestizaje de los pueblos europeos —como consecuencia de la expansión imperial de griegos, romanos y turcos— con razas orientales y africanas, había producido una degeneración de la raza blanca de la que sólo se salvaba la germánica que habitaba en Gran Bretaña, Alemania, Bélgica y norte de Francia.

Todas estas teorías se veían reforzadas por una creencia en la inevitabilidad del progreso y del conocimiento científicos, aplicados a todo tipo de saberes y, en particular, a las ciencias sociales. El salto de la hipótesis darwinista en la evolución de las especies al llamado darwinismo social, dado por Spencer, era prácticamente inevitable. La lucha por la vida aparecía como el motor en la evolución de las naciones, y las más fuertes y dotadas para la lucha y la abstracción, para el desarrollo material y para el espiritual, tenían que ser las europeas. Se convirtió además en un movimiento «meritocrático», porque el héroe de la raza podía ser un hombre de clase media, elevado por sus méritos, y porque el establecimiento de sus designios podía organizarse burocrática y ordenadamente.

Ya no sólo se podía crear una máquina para producir mejor y más deprisa. También se podía lograr una sociedad mejor, basada en el desarrollo físico, moral y espiritual, conforme a principios sistematizados. La alucinación colectiva comenzaba y aún se creía que el progreso científico sería la respuesta para todas las preguntas. Es comprensible que un «saintsimoniano» como Jules Hetzel se comprometiera con esa visión ideal y dedicase parte de su labor editorial a la formación de las masas y, en particular, de los niños. Los libros que saldrán de sus imprentas están repletos de información sobre los avances tecnológicos y sobre la diferencia entre el mundo civilizado, con sus fábricas, ferrocarriles, ciudades llenas de bullicio y entusiasmo, y las naciones atrasadas, nostálgicamente atractivas, pero sólo como ese lugar en el que los héroes y aventureros pueden dejar su huella. Son héroes y aventureros europeos, que arrostran peligros y actúan como el faro del nuevo mundo, utilizando todo el arsenal de ingenios mecánicos creados o entrevistos. En esa visión encajaron perfectamente Julio Verne y sus Viajes extraordinarios que comenzaron, como es conocido, con Cinco semanas en globo.

El concepto de ingeniería social se convirtió en un lugar común. Ni los mejores escaparon de sus peligros. Verne, un antiesclavista declarado, se deja influir también cuando convierte la causa de la abolición de la esclavitud en una causa de blancos contra blancos. En Norte contra Sur, la novela en las que plasmó su visión de la Guerra de Secesión americana, los negros liberados por James Burbank renuncian a su libertad por fidelidad a su bondadoso y equitativo amo —ya que amo sigue siendo—; y lo mismo hace Nabucodonosor, el sirviente del ejemplar Cyrus Smith, en La isla misteriosa. Peor parados, incluso, resultan el niño negro Moko, de Dos años de vacaciones, o el temeroso y corto de entendederas Frycollin de Robur el Conquistador.

Podríamos escapar de esa opinión imaginando a un escritor blanco y francés que construye una historia coherente, en la que los negros liberados se apoyan en la bondad de sus antiguos amos para defenderse del odio que los rodea. Pero no, esa solución de compromiso, aunque pudiera ser cierta en parte, no evita la idea que tiene Verne acerca de las cualidades propias y diferentes de las razas, y de la superioridad de unas e inferioridad de otras. En el tardío El pueblo aéreo, Verne se planteó el problema del darwinismo y de la posible existencia de un eslabón perdido entre los simios y el hombre: unos exploradores blancos tratan de comprobar si un pueblo arbóreo, de hombres-mono que viven en los árboles, en el centro del perdido Congo, puede ser o no ese eslabón perdido. El planteamiento le parece al autor «lógico», ya que es conocido que los adultos negros no tienen más inteligencia que la de un niño blanco de seis años.

También es cierto que Verne escribió mucho y que los estereotipos aplicados a las razas se convirtieron en un recurso fácil a la hora de presentar a sus personajes. Esto es evidente en Héctor Servadac, la alucinante novela sobre el viaje de un grupo de supervivientes de una catástrofe estelar, que son lanzados en un pedazo de Tierra, a través del Sistema Solar. Entre los supervivientes hay ingleses, egoístas y nacionalistas que no se mezclarán con el resto; rusos, que recuerdan a Miguel Strogoff, esforzados y nobles; valientes franceses y españoles vagos; y, finalmente, el avaro judío Isaac Hakhabut, y es que en ciertos asuntos tampoco hay sorpresa. La aversión «verniana» por los ingleses y la opinión no muy amable acerca de los españoles alcanza su punto culminante en una obra corta, satírica y disparatada, Gil Braltar, en la que el demente hidalgo español de ese nombre se convierte en el líder de los monos gibraltareños y logra tomar la fortaleza a los ingleses, que terminan recuperándola porque los monos se convencen de que el general inglés no sólo es uno de ellos, sino que ha de ser su líder, de tan feo que resulta.

En cierto sentido, el resumen del mundo progresista de Verne se encuentra en Los quinientos millones de la Begún, en la que dos europeos heredan la inmensa fortuna de una princesa india y la destinan a sus utopías propias. El francés Sarrasin utilizará el dinero para edificar France-Ville, una ciudad abierta, limpia y salubre, con un tiempo organizado para la felicidad de sus habitantes que pueden leer la hora en los relojes eléctricos de las plazas y en la que todo el mundo tiene un trabajo adecuado y ve cómo la prioridad es el bienestar de la comunidad. El alemán Schultze, por el contrario, edificará una fortaleza de acero, Stahlstadt, en la que todo el dinero y la potencia científica se destinan a la producción de armas secretas, cada vez más mortíferas, mientras sus habitantes son esclavizados, convertidos en números para mayor gloria de su líder, un hombre que considera a los alemanes superiores a los miembros de las otras razas. Solo hay otros personajes casi tan desagradables como el Dr. Stahlstadt, los ruines abogados ingleses encargados de dividir la fortuna de la Begún.

Fueron muy pocos los occidentales que escaparon a esos estereotipos sobre las razas y la herencia. Todo conspiraba contra las preguntas incómodas: a finales del siglo XIX, Europa y Estados Unidos controlaban, de una manera u otra, el mundo entero, y no parecía que ninguna nación o raza pudiera hacerles frente. Mientras tanto, las ideas utópicas acerca del alcance de las explicaciones científicas y el avance tecnológico creaban el caldo de cultivo para la eugenesia y el genocidio. No fue Verne un fanático, como tampoco lo fue H.G.Wells, y los ejemplos que aparecen en su obra no son tan constantes y torales como para pensar que abrazase un plan agresivo como el que luego se convertirá en el programa de numerosos partidos europeos. En realidad, y pese a sus limitaciones, pareció, también en esto, ser un visionario, y como en La máquina del tiempo de Wells, en la novela, durante décadas perdida, París en el siglo XX, Verne ya se preguntó por las consecuencias de un mal uso de la ciencia y de la tecnología. Al fin y al cabo, esa contradicción está presente en Nemo, el más grande de los personajes de Verne: el príncipe indio que estudia en Europa, pero termina usando los recursos de su familia y los conocimientos adquiridos en construir una máquina justiciera que pueda vengarse de la tiranía del hombre blanco.

La fuerza histórica, sin embargo, era imparable. En palabras de Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo,

Cuando el populacho europeo descubrió qué «maravillosa virtud» podía ser en África una piel blanca, cuando el conquistador inglés en la India se convirtió en un administrador que ya no creía en la validez universal de la ley, sino que estaba convencido de su propia e innata capacidad para gobernar y dominar, cuando los matadores de dragones se convirtieron bien en «hombres blancos» de «castas superiores», o en burócratas y espías, jugando el Gran juego de motivos ulteriores e inacabables en un inacabable movimiento; cuando los Servicios británicos de Información (especialmente después de la primera guerra mundial) comenzaron a atraer a los mejores hijos de Inglaterra, que preferían servir a fuerzas misteriosas por todo el mundo mejor que al bien común de su país, el escenario pareció estar ya dispuesto para todos los horrores posibles. Bajo la nariz de cualquiera existían ya muchos de los elementos que, reunidos, podían formar un Gobierno totalitario sobre la base del racismo. Los burócratas de la India propusieron las «matanzas administrativas», mientras que los funcionarios de África declaraban que «no se permitiría que consideraciones éticas tales como los derechos del hombre se alzaran en el camino» de la dominación blanca.

Verne muere en 1905. Ese mismo año los japoneses, en Mukden, humillan a los rusos utilizando su ejército tecnológicamente más avanzado. Para los japoneses esa victoria se convierte también en una prueba de superioridad racial y en un signo de que están destinados a gobernar Asia. Un año antes llega a Estados Unidos el pigmeo y esclavo Ota Benga, liberado en el Congo por un clérigo que pagó por él una libra de sal y un rollo de tela. En 1906, el eugenista Madison Grant, director de la Sociedad Zoológica de Nueva York, convenció al director del Zoo del Bronx, William Hornaday, para que Ota Benga fuera expuesto en una jaula, con un orangután, varios chimpancés y un loro, y con un cartel explicativo de las características del «hombre mono». La infamia se mantuvo durante un mes. Diez años más tarde, en 1916, Benga, tras arrancarse las fundas que ocultaban sus dientes afilados, se pegó un tiro en el corazón.

El siglo XIX había terminado y estaba fructificando en el XX.

Elegía del reloj mecánico

El 26 de abril de 1968 el Consejo de Estado suizo anunció la suspensión de los concursos anuales de cronometría que se habían ido celebrando en Neuchâtel, en la categoría de reloj de pulsera. Estos concursos, ideados para certificar la exactitud de los relojes mecánicos, habían ratificado durante décadas la hegemonía apabullante de la industria suiza. Terminaron para evitar una humillación previsible si se enfrentaban con los recién llegados relojes japoneses de cuarzo, diez veces más precisos que el mejor reloj mecánico. Finalizaba una época gloriosa que había comenzado ocho siglos antes con la invención del mecanismo de escape y regulador. Los relojes mecánicos ya no eran la mejor forma de medir el tiempo. Cuando Patek Philippe no pudo presumir de ser el reloj más fiable no le quedó otra que hacerlo de su enorme precio. Un Patek Philippe te dice «quién eres» –anunciaron-, demostrando que apostaban, ya sin careta, por su función como símbolo de estatus. Seguían siendo, siguen siendo, magníficos relojes, pero ya no eran aquellos relojes. El predominio del reloj de cuarzo tampoco durará. Sostengo que se puede decir que el reloj está muriendo. Por eso es un buen momento para hablar de él.

No hay muchos inventos en la historia de la Humanidad tan trascendentales como el reloj mecánico y no creo que haya alguno que le haga sombra. Un amigo, al que pedí opinión sobre algunas cuestiones de las que hablaré en este artículo –y gracias al cual ha mejorado sustancialmente-, me dijo que sólo a la adopción de la numeración posicional indoarábiga se podía atribuir un impacto más decisivo, aunque ¡eso no es una invención! Dejando al margen la cuestión algo banal de las clasificaciones, es  posible que la expansión del uso del reloj mecánico sea una de las razones decisivas de la primacía industrial y económica de Europa. Sé que ésta es una opinión que sorprenderá a muchas personas, pero merece la pena exponer en qué me baso.

Estamos acostumbrados, desde que nacemos, a la red que crea la medición del tiempo, a que nuestras actividades estén sujetas a un horario que es universal y público, pero que puede ser reproducido privadamente. Esto no fue siempre así. El mundo rural, sobre todo, y el urbano hasta el desarrollo del reloj mecánico, se regían por hechos naturales periódicos: el día y la noche, las estaciones. Dentro de esos márgenes cambiantes la vida se desarrollaba. Nos cuesta hoy concebir un mundo así porque una hora dura siempre sesenta minutos. Antes del efecto unificador del reloj, la hora era una fracción del día y de la noche y un doceavo de día no da un tiempo igual si el día es más corto, como sucede en invierno. No había, por tanto, menos horas invernales, como ahora, sino que las horas invernales eran más breves que las estivales. Variando día a día, las horas diurnas y nocturnas sólo se hacían iguales en los equinoccios. Conforme a esa tradición, cuando se inventaron los primeros relojes mecánicos no se pretendió con ellos mantener una medición constante y permanente de horas iguales, sino que funcionaron más como cronómetros que se ajustaban a las variaciones estacionales de las horas de luz y de oscuridad. Sin embargo, el invento tenía una potencialidad tan enorme que fue ahormando nuestra vida a sus divisiones.

Así, los primeros relojes sirvieron para avisar a los monjes del transcurso de las horas canónicas, de forma que pudieran cumplir con su deber principal, cantar al Señor en los oficios, intercalando entre ellas las obligaciones mundanas de la vida monástica. Luego, en las ciudades, los relojes de torre fijaron los momentos comunes: la apertura y cierre de las puertas de la ciudad, el comienzo y fin de los mercados, las asambleas o el toque de queda. Los dueños de los talleres y pequeñas industrias cedieron a la tentación de usar el reloj para controlar a sus empleados. Mientras el artesano pudo entregar el producto terminado –elaborado a menudo en casa- y cobrar por ello, decidiendo cuánto tardar según sus necesidades de dinero, el «patrono» no tuvo forma de incentivarlo. Pagar más no servía, porque el artesano podía decidir ganar lo mismo produciendo menos. El reloj fijó la jornada de trabajo dentro de unos límites, en recintos comunes, y unificó la cantidad de producción por trabajador. No es extraño que durante la Edad Media, en muchas ciudades se repitiese un modelo de queja de los obreros manuales: la manipulación de los relojes por los empresarios. Y tampoco lo es que en las revueltas ciudadanas los primeros candidatos a ser destruidos fueran precisamente esos caros artefactos. Los relojes eran públicos, pero muchos de ellos sólo servían para ciertos gremios: así, en Bruselas, al alba sonaba la joufvrouwenclocke; luego la werckclocke anunciaba el comienzo del trabajo, aunque no para los tejedores que debían esperar a la drabclocke, ni para los zapateros y tapiceros, que lo harían con los sones de la lesteclocke. La mezcla de sistemas de medición provocaba problemas que se solucionaron creando un tiempo igual, una hora de sesenta minutos que no variase con el transcurso de las estaciones y que permitiese fijar horarios generales a los que pudieran ajustarse las tareas de todos los miembros de la comunidad. En particular, ese horario común facilitó el desarrollo del comercio y del transporte. La hora, sin embargo, seguía siendo local, distinta de la de las restantes ciudades, aunque estuviesen a poca distancia. Esto no planteó muchas dificultades mientras los medios de transporte fueron lentos. Los comerciantes viajaban con sus caros relojes de carruaje y con tablas de conversión de lugar a lugar para perder el menor tiempo posible. El ferrocarril impulsó el siguiente paso.

Gracias a la invención del telégrafo, la compañía de ferrocarriles que unía Londres con el Noroeste de Inglaterra pudo, en 1837, crear una hora «oficial» para los trenes que circulaban por esa vía, diferente de cada hora local. Esa práctica se extendió añadiendo horas «oficiales» de vías férreas, hasta que se unificaron a partir de 1847, cuando la British Railway Clearing House aconsejó usar sólo la hora de Greenwich. Que la hora de los ferrocarriles se convirtiese en la única era inevitable. Gran Bretaña fue el primer país que estableció una hora nacional, pero pronto fue imitada. Algunos países, como Estados Unidos, Canadá o Rusia, se encontraron con la dificultad, a la hora de aplicar esta medida, de su enorme tamaño y el problema de un desajuste excesivo de la hora oficial respecto de la solar. Para solucionarlo se crearon los husos horarios, la fijación artificial de la hora en zonas más o menos superpuestas a las que resultaban de una división en veinticuatro meridianos. La racionalidad de este sistema lo convirtió en objeto de acuerdo internacional en la Conferencia del Meridiano celebrada en 1884, en la que casi todo el mundo asumió la lógica de que la medición se iniciase en Greenwich. Los franceses fueron los que se opusieron con más vigor, aunque tuvieron que ceder en 1911, eso sí, a su manera: para ellos la hora legal sería la hora media de París con un retraso de 9 minutos y 21 segundos.

La hora se hacía universal y las diferencias locales eran resultado de un sistema común de referencia: toda hora pasaba a serlo en relación a otra. Este proceso fue de la mano con la universalización del reloj mecánico: ya no sólo existían los relojes públicos que daban la hora y marcaban sus hitos con campanas o carillones, sino que el hombre moderno se encontraba con la necesidad –para ajustarse cada vez más a la compartimentación de la actividad, del tiempo como duración de una tarea- de tener su propio reloj. La producción decimonónica de relojes baratos, ciertamente poco precisos, pero con errores de pocos minutos al día, sirvió para ese fin. Cada vez existían menos islas de tiempo dentro de la jornada. Incluso las actividades de ocio se reglamentaban conforme a una disciplina horaria. De esa evolución deriva la idea de ahorrar tiempo, de que el tiempo es oro. Tanto es así que consideramos una liberación, casi un regreso a un pasado desaparecido, a un paraíso perdido, encontrarnos en un lugar en el que no sepamos la hora exacta y nada pase por no saberlo. La tiranía de la medición del tiempo permitió el desarrollo de la industria moderna, la regulación de las actividades humanas a un nivel nunca alcanzado antes, el ajuste a una malla común, previsible, que nos permite saber cuándo empieza nuestro trabajo, nuestra clase o cuándo llega nuestro tren. Es nuestro porque es también el de otros, que acompasan sus actividades a esa red intangible.

La división del día en períodos iguales y comunes es el origen de la sociedad moderna con todos sus beneficios. Es también el momento en que perdimos una vida más «natural», más ajustada a fenómenos que variaban conforme a pulsaciones periódicas, pero desiguales, el alba, el atardecer, el mediodía, con los signos externos que nos avisan de su llegada, como el ruido de los animales que despiertan o las primeras luminarias que aparecen en el cielo. Es una vida más sencilla, imbricada con nuestra base biológica, menos apresurada. La división igual del tiempo, junto con la aparición de la luz eléctrica que alarga la actividad económica durante las horas de oscuridad, son creaciones culturales avanzadas, nacidas en la ciudad. Esto no es producto del reloj, porque relojes hubo siempre; es producto del reloj mecánico. Para saber en qué consiste la diferencia entre aquéllos y éste, hay que decir algo acerca del tiempo y de su medida.

A falta de una definición mejor, decimos que el tiempo es lo que pasa cuando algo que observamos cambia, y decimos medirlo usando aquello que cambia de forma regular. La medición se basa en una premisa indemostrable: lo que mide el tiempo es regular porque sus cambios nos muestran períodos iguales de tiempo, pero hemos definido el tiempo en función de esos mismos cambios. Esto en sí no es más problemático que otras suposiciones similares. Cuando medimos usamos patrones y divisiones de patrones: si usted quiere medir la distancia entre Madrid y Barcelona, imaginando que no hubiese irregularidades en el terreno, y utiliza para ello un objeto material -por ejemplo, una pieza metálica-, el resultado será más preciso cuanto más pequeño sea el objeto, ya que tratamos de encajar, dentro de la distancia que vamos a medir, un número de veces, el objeto utilizado. Algo parecido se hace al medir el tiempo, sólo que se utilizan fenómenos físicos regulares, de ida  y vuelta, como oscilaciones de un péndulo o astros que orbitan. Si queremos medir el tiempo que pasa entre que el Sol está en su punto más alto y la siguiente vez que eso ocurre -¡esto ya es una medida del tiempo que llamamos día!-, dividiéndolo en partes, y utilizamos algo que parece cambiar de manera regular, cuanto más pequeño –más rápido- sea ese cambio, menor será el sobrante cuando nos acerquemos al punto final de medición. Las divisiones del tiempo en horas iguales, en minutos iguales, en segundos iguales, pretendían eso, dividir el día en partes iguales. Así, nos dijimos que un segundo era la ochenta y seis mil cuatrocientosava parte de un día solar medio, por ejemplo. Sin embargo, llegados al segundo ¿por qué parar? No había ninguna razón y ciertas exigencias científicas e incluso vitales –saber quién sale en la pole position de una carrera de fórmula uno, por ejemplo- nos llevaron a seguir adelante, y para mejorar la medición, decidimos utilizar resonadores tan rápidos y regulares como los cristales de cuarzo. Hoy el segundo se define como la duración de 9.192.631.770 oscilaciones producidas por la radiación que emite un determinado átomo de cesio. Como vemos, ese ladrillo fundamental, el elemento discreto con el que realizamos la medición se ha hecho infinitesimalmente rápido y pudimos incluso medir los fenómenos astronómicos que nos habían servido como primeros relojes, descubriendo que no eran tan regulares como creíamos, que había pequeñas discrepancias que podían acumularse y provocar errores a largo plazo. Naturalmente, partimos de un hecho hipotético, que la radiación de ese átomo de cesio es perfectamente periódica, pero esto es común a todos los patrones antes utilizados –como la famosa barra de platino e iridio, patrón del metro. Lo que hace especial a la medición del tiempo es la imposibilidad de asegurar que el patrón no cambia. Si todas las longitudes cambiasen en un factor «a», las superficies lo harían en una proporción a2, pero los volúmenes lo harían en una proporción a3. Esa diferencia haría detectable el cambio de las longitudes. Esto mismo es aplicable a un hipotético cambio de todas las masas del universo. Sin embargo, si todos los tiempos cambiasen por un factor «a» no tendríamos forma alguna de detectarlo. No hay forma de comparar un reloj de hoy con uno de ayer, ni de saber si el segundo que va a transcurrir ahora, cuando lea usted la palabra segundo es igual al segundo transcurrido justo después al leer la expresión «es igual».

Los primeros relojes, los horologia del mundo antiguo estaban diseñados para medir el tiempo utilizando fenómenos «continuos». Así sucede con el reloj de arena, con el de sol o con la clepsidra o reloj de agua. Por desgracia, esos fenómenos continuos son demasiado sensibles a agentes externos, requieren una supervisión constante y no podemos fiarnos, a la larga, de sus resultados. El reloj de sol no puede usarse en las horas nocturnas o cuando está nublado y varía con la latitud; el resultado del reloj de arena es tosco y sólo puede emplearse para períodos cortos de tiempo. La clepsidra es más fiable, pero se ve afectada por los cambios de temperatura. Además, es muy difícil lograr que mueva una maquinaria pesada, como la de un reloj de torre, por ejemplo. Difícil, aunque no imposible: en 1094, Su Song, alto funcionario del emperador chino Shenzong, de los Song del norte, publicó una monografía con el diseño de un mecanismo astronómico capaz de reproducir el movimiento del Sol, la Luna, y algunas estrellas, mediante una esfera armilar. La esfera se movía gracias a un mecanismo que, como añadido, mostraba la división del día en horas y cuartos de hora. Esa obra de ingeniería –la última y más imponente de una serie de tres construidas en poco más de un siglo-, soportada por una torre de doce metros de alto, funcionaba gracias a una enorme rueda hidráulica. Concebida para andar y pararse de forma regular, esa rueda hidráulica utilizaba un sistema de cangilones que, al ser llenados, por su peso, activaban un mecanismo de palancas que permitían que la rueda girase hasta el siguiente tope, que sólo se liberaba al llenarse un nuevo cangilón. Este mecanismo prodigioso, en el que algunos ven erróneamente el  precedente del sistema de escape y regulador del reloj mecánico -su finalidad y el principio en que se basa son completamente diferentes-, exigía unos cuidados y atención tales que la máquina cayó rápidamente en desuso, al desaparecer de escena las personas que lo habían ideado. Su exactitud, mayor a la de cualquier otro reloj de la época y a la de otros relojes mecánicos de los siglos posteriores –seguramente hasta el reloj de péndulo de Huygens, del siglo XVII-, oculta que se trataba de un callejón sin salida tecnológico, que se agotó en sí mismo. Por esta razón, cuando llegaron los primero europeos, en el siglo XVI, a China, descubrieron que sus habitantes apenas sabían de relojes. Mateo Ricci, jesuita y astrónomo, impresionó al Emperador no sólo con sus conocimientos superiores, que le permitían confeccionar mejores calendarios que los expertos chinos, sino con sus relojes de sonería. Los chinos, sin embargo, quizás por el orgullo milenario que hacía llamar, a su Imperio, Imperio del Centro, y que les llevaba a considerar bárbaros a los demás seres humanos, nunca comprendieron la utilidad de los relojes, pese a importarlos a miles –y a miles fueron expoliados por las fuerzas occidentales que saquearon Pekín y el Palacio Imperial en 1860 y tras la revuelta Boxer-, considerando que eran simples juguetes inútiles.

La diferencia de esos otros relojes que acabamos de ver con el reloj mecánico se encuentra en el mecanismo de escape y regulador. Aquéllos hacen avanzar un indicador del paso del tiempo mediante un impulso continuado –como el agua que va llenando un recipiente-, mientras que el sistema de escape retiene una fuerza. Es importante comprender esto: si enrollamos un peso (o recogemos un muelle) y dejamos que éste accione un tren de engranajes, ese peso o ese muelle, al desenrollarse, darán lugar a un movimiento acelerado. Para evitarlo, se inventó un sistema de bloqueo y desbloqueo, llamado escape, que detenía el mecanismo obligando a la rueda a girar en períodos prefijados. Este mecanismo, a la vez que detenía y reiniciaba el movimiento del tren de ruedas, generando con su roce el tic-tac del reloj, evitando el aceleramiento y conservando la fuerza del peso o del muelle durante más tiempo, convertía el movimiento del tren de ruedas en un movimiento oscilatorio, de unidades discretas, que podía trasladarse a unas manecillas. Ese movimiento oscilatorio, ese compás, es el que mide el tiempo.

En los primeros relojes, el compás duraba segundos y los relojes se desviaban diariamente en varios minutos. Siglos después, los cronómetros marinos más precisos, tenían dos pulsaciones por segundo. A finales del siglo XIX, ya existían cronómetros que, con sus 18.000 oscilaciones por hora, marcaban quintos de segundo. La importancia del escape se hace patente, si consideramos que todos ellos se basaban en un mecanismo fundamentalmente igual.

No sabemos quién o quiénes son los genios que inventaron el sistema de escape y regulador. Atribuido tradicionalmente a Gebert, luego papa con el nombre de Silvestre II entre 999 y 1003, los primeros relojes mecánicos de los que tenemos certeza son del siglo XIV: el de la catedral de Norwich, de Roger Stoke, y el reloj de Giovanni de’ Dondi  de 1364. Sin embargo, las referencias son tan habituales en los siglos anteriores, que es indudable que estas obras son el resultado de una evolución previa, relacionada con la vida monástica –sobre todo en forma de relojes despertadores- y con los grandes relojes de torre de las ciudades, armados con sus escapes de vara y foliote regulador, tan caros que exigían inversiones comunitarias.

Pronto comenzó la miniaturización, plasmada en relojes de mesa, sólo al alcance de personas muy ricas, para lo que fue necesario sustituir el sistema de pesos y contar con mejores materiales –fundamentalmente acero- que hicieran a los pequeños engranajes más regulares y duraderos. El primer problema se resolvió, en el siglo XV, con una idea magnífica: utilizar un muelle. Esta mejora planteaba, sin embargo, una dificultad añadida: el muelle, al desenrollarse, va desarrollando una fuerza cada vez menor, lo que impide que el giro de la rueda de escape se mantenga regular. Para resolverlo, se enlazó el muelle a una cadena, a su vez enrollada en una rueda cónica, y colocada de forma que comenzase a desenrollarse en la parte menos ancha, equilibrando la mayor fuerza del muelle con el menor efecto mecánico de la cadena. Comento esta solución simplemente como una más de las innumerables muestras de ingenio desplegadas por los relojeros a lo largo de la historia.

La miniaturización del mecanismo desembocará, a comienzos del siglo XVI, en el reloj de bolsillo y, más adelante, en una loca «carrera de armamentos» entre los relojeros por fabricar el reloj más pequeño. Tan pequeño como el de Isabel de Inglaterra, que cabía, con su mecanismo despertador, dentro de un anillo. Como era de esperar, la miniaturización afectaba seriamente a la fiabilidad.

Si no hubiera sido por las necesidades de una ciencia que exigía mediciones cada vez más exactas y por los imperativos de la navegación marítima, la búsqueda de relojes más precisos podría haberse demorado. Detengámonos un momento en la relación entre el reloj y la navegación.

Si la latitud y la longitud fueran hermanos, diríamos que no parecen del mismo padre y madre: uno es accesible y extrovertido, el otro, huraño y misterioso. Y es lógico, ya que dependen de los meridianos y los paralelos, y resulta que los primeros son todos iguales y ninguno tiene una preeminencia natural, mientras que los paralelos son todos diferentes y el paralelo origen –el ecuador- está predeterminado. Carl Sagan, en un famoso capítulo de Cosmos que les recomiendo,nos explica de forma magistralmente didáctica cómo Eratóstenes midió la circunferencia de la Tierra. Para lograrlo comparó la longitud de la sombra de dos varas iguales el mismo día del año en dos lugares, uno situado a 800 km al norte del otro. Pudo hacerlo porque hay un año natural que conocemos por la repetición regular de efemérides astronómicas asociadas a la órbita terrestre. Eratóstenes usó la cercana y entrañable latitud, viajando hacia el Norte o el Sur, y comparando efectos en los mismos días del año y pudo hacerlo porque el año existe. Sin embargo, no había una posibilidad de lograr un resultado similar viajando hacia el Este o el Oeste: si se hacía a la velocidad normal de un medio de transporte de la época no percibías que el Sol saliera antes en un lugar que en otro. Para conseguir eso hace falta viajar en avión –y notar el jet lag– o tener un reloj con la hora del punto de partida que te permita darte cuenta de que la hora del punto de llegada es diferente. La asociación de la longitud al transporte de la hora, al hecho de llevar un reloj contigo, es una idea moderna que fue teórica antes que práctica. Una vez quedó claro que la Tierra era redonda, la consecuencia geométrica terminaba resultando evidente: el Sol aparecería antes en unos lugares que en otros y la hora se relacionaba con el problema de medir la longitud. Hasta ese momento, nadie se había preguntado si la hora en Estambul era diferente de la hora en Madrid, porque no había manera de comunicar con la rapidez suficiente las diferencias horarias. La importancia de la exploración y del comercio marítimos da lugar, a partir del siglo XVI, a una auténtica y justificada obsesión por medir correctamente la longitud en el mar, y así evitar que los barcos se perdiesen en las rutas oceánicas. Tanto lo fue, que las más importantes naciones europeas llegaron a prometer grandes premios a los que diesen con un método práctico para determinarla. La latitud no sólo era accesible, sino también fácil de medir desde siempre, pero la medición de la longitud era terriblemente complicada y a ella se dedicaron las mejores mentes de Europa, confiando en soluciones astronómicas. Sin embargo, había una respuesta puramente mecánica que se deduce de lo que acaban de leer: lograr un reloj muy exacto que no se desviase en alta mar. El procedimiento, de contar con ese preciso instrumento, sería simple: el reloj se pone en hora en el puerto de salida. Una vez en el mar basta con medir la hora a mediodía y compararla con la del reloj para conocer la longitud. Si nuestro reloj da la una de la tarde a mediodía, nos encontraremos una hora más hacia el oeste, es decir a quince grados longitud oeste. Para lograr eso, se hacía imprescindible un reloj que, en un viaje de varios meses, prácticamente no atrasase o adelantase. Pero, antes de seguir con esa carrera para resolver el problema de la longitud, hay que dar marcha atrás y volver al mecanismo de escape.

Durante siglos, la mejora en la exactitud de los relojes fue resultado de un uso de materiales más adecuados y de una mayor precisión en la talla de los engranajes. Sin embargo, había un límite a esa mejora, porque el escape de vara y foliote (el foliote es una lámina cargada con dos pesos en sus extremos, encargada del movimiento oscilatorio en esos primeros relojes) plantea un problema esencial de diseño: el foliote oscila, pero no por tener una frecuencia propia, sino por la fuerza que le comunica la vara a la que está unida -que la recibe a su vez del tren de ruedas. Por desgracia, esa unión transmite al foliote las propias irregularidades del tren de rodaje, que, aunque se compensan entre sí hasta cierto punto, limitan la posibilidad de aumentar la fiabilidad del reloj. La única manera de aumentarla era introducir un oscilador que tuviera oscilación propia y que recibiera, del escape, únicamente la cantidad de fuerza imprescindible para mantenerla estable. El gran Christian Huygens encontraría ese oscilador natural: un péndulo. La sustitución del escape de vara y foliote por el de vara y péndulo produjo un resultado espectacular: de un error medio de quince minutos al día se pasó a uno de entre diez o quince segundos. El avance se explica por la oscilación libre del péndulo, salvo en los instantes en los que recibe el impulso del mecanismo de escape. La mejora definitiva (que evitaba ciertos problemas derivados de la manía de los arcos de oscilación de negarse a permanecer en un mismo plano, lo que provoca graves errores en el caso de arcos muy amplios, como los producidos por el escape de vara) se alcanzó al introducir el llamado escape de áncora, que actúa sobre dientes muy cercanos entre sí, aminorando la amplitud de las oscilaciones. Estos relojes, sin embargo, no resolvieron el problema de la longitud, porque los movimientos irregulares del barco en alta mar se trasladaban al propio péndulo, además de que aquéllos se veían afectados por las condiciones climáticas (por ejemplo por la dilatación de los materiales). El mismo problema afectaba a los relojes de bolsillo. Se hacía imprescindible ingeniar un nuevo regulador y se halló sustituyendo el péndulo, más apropiado para relojes de pared o mesa situados en tierra, por una espiral reguladora, otro muelle, éste mucho más delgado y elástico, que oscilaba al comprimirse y abrirse de forma regular. La paternidad de este hallazgo fue reclamada por muchos –Huygens, Hooke, Thuret-, pero eso es lo de menos. Lo importante es que la espiral reguladora dejó obsoletos inmediatamente todos los relojes de bolsillo con vara y foliote. El avance fue tan notable que los relojes de bolsillo empezaron a tener una aguja para señalar los minutos, que ya se marcaban en los grandes relojes de péndulo y, a partir de 1690, otra con la función de segundero. La evolución posterior fue más lenta, basada en diseños de escapes, engranajes y dientes cada vez más sofisticados, a lo que se unió una mayor precisión en el corte y una elección más adecuada de materiales como, por ejemplo, rubíes en los puntos de fricción, capaces de evitar el doble problema del desgaste y de la necesidad de utilizar aceites que, al ensuciarse, estropeaban el mecanismo. Es ésta la época de grandes nombres de la historia de la relojería, como los ingleses Graham o Mudge, el suizo Berthoud o el francés Le Roy.

Habíamos dejado a medias el problema de la longitud y es hora de retomarlo para hablar de un genio: John Harrison. Aunque era carpintero, adquirió conocimientos en relojería -al parecer- gracias al hecho de que su pueblo fuera tan pequeño que no hubiera un maestro relojero que pudiera reparar los relojes. Cuando supo que el Parlamento inglés había prometido un premio de 20.000 libras a quien resolviera el problema de la longitud superando unas pruebas muy rigurosas en un viaje marítimo, decidió presentarse y diseñó cuatro relojes únicos, con engranajes a menudo de madera y con un escape de nuevo diseño, en el que mezclaba metales con diferentes coeficientes de dilatación para evitar que los cambios de frío o calor afectasen a la fiabilidad. De sus manos nacieron cuatro relojes conocidos como H1, H2, H3 y H4, y que se conservan en Greenwich. Para que se fabricase un reloj más preciso hizo falta esperar un siglo. Tras más de dos décadas de estudio obsesivo, Harrison, que se había inclinado al principio por relojes de gran tamaño, presentó H4, un pequeño reloj de trece centímetros de diámetro. Tenía setenta años. En 1764, ese reloj tuvo, tras un viaje desde Portsmouth a Barbados, un resultado extraordinario, con un error de solamente 39 segundos (es decir, 9,75 minutos de longitud). Harrison obtuvo finalmente, tras muchos sinsabores, el premio que venía persiguiendo desde hacía cuarenta años.

Ganó el premio, pero su solución no fue la adoptada. Los relojes de Graham, Arnold y Earnshaw, menos precisos, pero más simples y baratos de fabricar, permitieron a Gran Bretaña aventajar a las restantes naciones en la construcción de los caros cronómetros de marina. Sin embargo, los habitantes de un pequeño país estaban a punto de hacerse con el monopolio efectivo de una industria cada vez más importante. Es hora también de hablar de la industria relojera suiza.

Es difícil explicar un éxito como el suizo. No había ninguna razón a priori que permitiese preverlo. Los primeros núcleos importantes de constructores de relojes se encontraban en los países en los que uno pensaría: en las ciudades alemanas, especializadas en objetos en miniatura, relojes caprichosos de sonería que se vendían al turco o en oriente; en Francia, el lugar de nacimiento de grandes maestros relojeros, pero sobre todo el lugar en el que el reloj como joya alcanzó un grado más sofisticado; o en Inglaterra, el país en el que, como hemos visto, se desarrollaron la mayor parte de las mejoras que hicieron del reloj un mecanismo más exacto y duradero, convirtiendo al reloj inglés en paradigma de calidad y fiabilidad.

Todas esas industrias fueron decayendo. Sólo la inglesa resistió hasta el siglo XIX y lo hizo en los productos de alta gama. La crisis no se produjo porque la relojera no fuera una industria con futuro, sino porque los relojeros suizos fabricaban más y más barato. Sobre todo más barato. Su origen se encuentra en Ginebra, en el siglo XVI. La ciudad, en esa época, recibió una avalancha de refugiados franceses que huía de las persecuciones religiosas. Esas oleadas dieron lugar a tensiones con los gremios locales que querían mantener sus privilegios frente a los extranjeros. La solución fue dividir la labor en especialidades, de forma que el maestro relojero sólo tuviera que hacer el remate final –a veces ni siquiera eso, cuando compraba mecanismos en «blanco»-, dando al producto su firma. Los trabajos previos se podían encargar no sólo a obreros poco especializados, sino a mujeres y niños. La consecuencia de ese sistema no fue la prevista: no se puede controlar a la gente que aprende a hacer relojes. Los établisseurs, esos fabricantes de mecanismos, se hicieron comerciantes y empezaron a vender por todos los países, corriendo a menudo riesgos increíbles, con sus baúles atados con cadenas a los carruajes. Los nombres de esos aventureros sonarán a cualquier amante de los buenos relojes: Abraham Vacheron o Czapek y Patek, los creadores de la casa más tarde llamada Patek Philippe. Es la época gloriosa de la relojería ginebrina, a finales del siglo XVIII, cuando se convirtió en la segunda productora del mundo. La revolución estaba, sin embargo, por venir, y sería también suiza, pero situada algo más al Norte: en el valle del Jura.

La industria relojera es especial, no requiere de mucha materia prima y el transporte no es un problema: en una maleta se puede llevar una fortuna. Así, pese a ser un oficio para especialistas que debería haberse desarrollado en los alrededores de alguna gran urbe, una tierra montañosa y pobre, poblada por campesinos y ganaderos, se hizo con el gran premio. Y es que eran industriosos. Incapacitados para realizar labores agrícolas durante los meses de invierno, la posibilidad de hacer esos trabajos previos que demandaban los relojeros ginebrinos resultó insuperablemente atractiva. En cada casa, hombres, mujeres y niños se dedicaron a él con fervor, hasta el punto de llegar a alquilar sus tierras a extranjeros para poder dedicar todos los días del año a la elaboración de ruedas, esferas y cajas. El aumento de riqueza fue inmediato y la reserva de mano obra especializada devino en motor económico. Al final controlaron todo el proceso de producción y, aunque tuvieron fama, inicialmente, de poca calidad, en el siglo XIX pudieron ofrecer relojes tan buenos como el mejor relojero inglés, pero muchísimo más baratos. E imitaban. Imitaban a mansalva, poniendo nombres iguales o semejantes a sus mecanismos y relojes, sin el mínimo respeto por la «propiedad industrial», por la marca. Los suizos coparon el mercado por sus precios, pero los ingleses seguían presumiendo de que los suyos eran los relojes más precisos, hasta que a comienzos del siglo XX los relojeros suizos ocuparon el último reducto, ganando sin interrupción los premios en la categoría de relojes de bolsillo. La única duda, año tras año, era el nombre del vencedor: Ditisheim, Zenith, Movado, Longines, Vacheron, Omega o Patek Philippe. El control de esa nación era casi monopolístico y se explicaba por una particularidad de la industria relojera: el valor del componente humano. La industria relojera siempre fue a la cabeza de las restantes industrias en cuanto a complejidad, pero esto en realidad frenó la maquinización. No había manera de producir los minúsculos engranajes y piezas de forma masiva e intercambiable; siempre se requería el repaso final y el ajuste experto del maestro relojero. El capital humano acumulado era la clave del éxito.

Sólo un enfoque diferente podía poner en peligro el monopolio suizo y vino de Estados Unidos. Los norteamericanos utilizaron la probabilidad y las máquinas. Comenzaron a fabricar mecanismos masivamente, dividiéndolos por peso y fuerza, escogiéndolos luego al azar dentro de cada grupo, para desechar los relojes que no daban buenos resultados. Al principio, hasta que fueron afinando los procedimientos, hubo que desechar muchos, y los que quedaban no podían competir con los de una casa relojera que trabajase a la manera tradicional; pero su precio era insuperable. Ese precio era resultado de la ratio entre obrero y producción: un empleado suizo, en 1900, fabricaba unos cuarenta relojes anuales, mientras que el norteamericano alcanzaba los doscientos cincuenta. La apuesta fue tan importante que los suizos se tragaron su orgullo y enviaron un «espía» a Estados Unidos. A su vuelta, informó a sus compatriotas de la viabilidad del nuevo procedimiento y de los peligros para la industria nacional. Pudieron reaccionar a tiempo, sin renunciar a las claves de su éxito, introduciendo una mayor maquinización y reservando los ajustes finales a las manos de expertos, de forma que pudieran abaratar costes manteniendo una alta calidad final. Nunca llegarían a recuperar el mercado estadounidense totalmente, a pesar de poner a algunos de sus relojes nombre «americano» para engañar a sus compradores, a la vez que mantenían sus marcas más prestigiosas. En cualquier caso, su control sobre la producción y comercio mundiales en la primera mitad del siglo XX es brutal, casi incomparable, cercano en determinados momentos al ochenta por ciento. Se habían adaptado y habían vuelto a triunfar.

Hasta que llegó el cuarzo. Los nuevos relojes de cuarzo no sólo eran más precisos, sino que además permitían otras funciones electrónicas. Los suizos entraron en una pendiente de pérdida de mercado a partir de la década de 1970, salvo por el fenómeno swatch. Sólo en el reducido mundo del carísimo reloj exclusivo, a menudo mecánico, conservan la primacía. Sin embargo, su precio es tan elevado que en la factura final aún están cercanos a un cincuenta por ciento mundial.

Tampoco importa. La llamada revolución del cuarzo ha sido breve. Vivimos los últimos días del reloj. Seguimos necesitando saber la hora, pero ya no es preciso llevar un aparato, llamado reloj, que cumpla esa función. Hoy, otros artilugios que sirven para otras cosas nos dan la hora y se ajustan exactamente mediante internet. Tenemos la hora en el coche, en el teléfono móvil, en el tablet, en el ordenador, en el eBook. Cuando empecé a escribir este artículo le pedí a mis hijas que hicieran una pequeña investigación: comprobar cuántos compañeros de su clase llevan un reloj. El resultado es significativo: apenas un veinte por ciento de los niños. Es lógico. Si todavía se compran y regalan relojes es por pura inercia. El reloj terminará siendo superfluo, porque ya no necesitamos un objeto que sirva para dar la hora.

Paradójicamente, el reloj mecánico, el aparato de sus características más eficiente ideado por el hombre, terminará como los relojes de los emperadores manchúes, rebajado a objeto de lujo, simple capricho innecesario, signo de poder o de estatus, ajeno a la importantísima función cumplida durante siglos.

La medición del tiempo nos rodea de forma absoluta y su tiranía rige nuestros actos, pero el reloj, ese artefacto único, muere, dejando un recuerdo de ingenio y superación, de expertos artesanos y ajustes exactos, de mecanismos minúsculos, prácticamente perfectos, una prueba del poder del hombre sobre el entorno.

Descanse en paz.

La primera acción conjunta de la Humanidad

 

Parece que nuestros amigos chinos, desde finales del siglo XVI, empezaron a utilizar ampliamente un procedimiento del que se pueden encontrar trazas siglos atrás: inocular la viruela humana de enfermos a sanos para defenderse de la enfermedad. Esta práctica se extendió a la India y el imperio otomano, y en este último fue dónde lady Mary Wortley Montagu, la autora de libros de viajes, lo presenció y lo introdujo en Inglaterra, desde donde se extendió a Francia y Alemania. La práctica era, sin embargo, peligrosa, fundamentalmente porque no se aislaba a los infecciosos y terminó provocando más de una epidemia.

Esto cambió cuando el médico Edward Jenner popularizó el uso de la viruela vacuna, menos agresiva, que podía producir el mismo efecto de inmunización. La publicación de sus trabajos, en 1796, es un hito de la quizás primera empresa auténticamente mundial.

Como se comprobó rápidamente que solo con una inmunización obligatoria se acabaría con la enfermedad, la acción del Estado se convirtió en esencial, lo que explica que los primeros esfuerzos masivos tuvieran lugar en países con gobiernos más autoritarios o en territorios coloniales. Solo dos años más tarde, Napoleón ordenó la primera campaña masiva y en 1811 casi dos millones de franceses ya habían sido vacunados. Algo parecido sucedió en el Egipto de Mehmet Alí, en el que médicos franceses enseñaron a los barberos locales la técnica de vacunación. De hecho, la vacunación obligatoria se instauró en Egipto antes que en Reino Unido y aquí fue suprimida en 1909, aunque en la práctica ya no se venía cumpliendo. No es extraño que fuesen Reino Unido y Estados Unidos las patrias de los movimientos antivacunas ya en el propio siglo XIX, a menudo con argumentos de corte libertario (esta «pandemia» de estulticia —en particular en pleno siglo XXI— se mantiene por desgracia).

En esta empresa mundial contra la viruela, por cierto, fue esencial la actuación de España. En 1803, desde La Coruña, zarpó la luego conocida como expedición Balmis, en homenaje al médico personal del rey Carlos IV, que convenció al monarca —que había perdido una hija por culpa de la enfermedad— para enviar un barco con niños huérfanos y sanos, que actuaban como repositorio del «fluido vacuno». Les recomiendo que lean sobre la expedición porque se trata de una historia extraordinaria. De hecho, se cree que fue la expedición española la que introdujo la vacunación en el sur de China (procedente de Filipinas), aunque he leído que también es posible que las primeras vacunas llegasen desde Bombay. Fue Cantón el primer lugar de China en el que médicos de la Compañía de las Indias Orientales comenzaron campañas de vacunación, ya en 1805. Las primeras vagas noticias del procedimiento de Jenner se recibieron en Japón en el temprano 1803, aunque tuvieron que esperar a 1812 para, a través de un manual ruso requisado a un prisionero de guerra, empezar a comprenderlo en profundidad. El aislamiento, sin embargo, retrasó hasta 1849 la llegada de las vacunas, desde Batavia. Los japoneses, sin embargo, pronto se convirtieron en un vector más de esa campaña mundial.

Lo curioso es precisamente la constatación de que el avance dependía de factores muy concretos no siempre relacionados con la calidad de vida o la capacidad económica. Es lo que explica que Jamaica y las otras islas del Caribe que pertenecían a la corona inglesa quedasen libres de la viruela antes que Francia. O que una gran campaña en 1821 acabase con la viruela en Ceilán. Sin embargo, en la India, con su enorme población, por las dificultades de control en el tránsito de personas y por la negligencia de las autoridades coloniales, la viruela continuó siendo una plaga hasta bien avanzado el siglo XX. Y lo mismo sucedió en Indochina. O en Corea y Taiwán, en las que hubo que esperar a principios del siglo XX y a las intensas campañas de vacunación de los invasores japoneses.

En gran medida, las dificultades y asimetrías eran resultado de cierta negligencia, sobre todo en lo relativo a la necesidad de renovar la vacunación y efectuarla masivamente. Un ejemplo muy gráfico se produjo durante la guerra francoprusiana: los soldados alemanes habían recibido una doble vacunación, a diferencia de los franceses. Una epidemia de viruela especialmente grave en Francia, entre 1869 y 1871, afectó especialmente al ejército del país invadido (casi ocho veces más enfermos franceses que alemanes) y esto, junto con factores puramente militares, se convirtió en uno de los elementos que explica la derrota de Napoleón III. Eso sí, el karma se cebó con la población civil alemana, menos protegida: los soldados que regresaron llevaron consigo la viruela y una epidemia que duró tres años mató a casi doscientos mil alemanes.

La lucha contra la viruela se suele vender como un éxito del siglo XX (la OMS no la declaró erradicada hasta 1980); sin embargo, el impulso inicial es decimonónico. La última epidemia en occidente tuvo lugar en Estados Unidos, entre 1901 y 1903. En cuanto al resto del mundo, antes de la Segunda Guerra Mundial la enfermedad ya había declinado en comparación con las enormes cifras del pasado, pero aún morían por su causa dos millones de personas al año cuando la OMS, a propuesta del virólogo y viceministro de salud soviético Viktor Zhdanov, aprobó la resolución WHA11.54, uno de esos momentos estelares de la Humanidad.

El virus fue sitiado y dos décadas más tarde se rindió. Los dos últimos casos de transmisión natural tuvieron lugar en Somalia y Bangladesh, en 1977 y 1975.  En su momento era la primera causa de muerte en el mundo. De hecho, mataba a uno de cada siete niños.

Los nacidos en España en la década de los sesenta estamos separados de la mayoría de la población actual por la marca de la vacuna. Yo llevo la mía en la parte superior del brazo izquierdo. Nací en un mundo peor.

 

Dramatis personae

 

A todos nos gustan las buenas historias. Una subespecie de las buenas historias son las historias con héroes «anónimos». Hace poco me encontré con una. Para explicarme, sin embargo, esta vez voy a contar cómo fui descubriéndola (con todas sus ramificaciones). Así lo hago, porque la historia no necesita épica, pero algunos han cedido a la tentación de inventársela.

Todo comienza en un libro que leo sobre la invasión de Italia en la Segunda Guerra Mundial. En él se dedica un buen espacio al «pequeño Pearl Harbor», el ataque aéreo alemán sobre Bari. La ciudad había sido conquistada tres meses antes por el ejército británico y su puerto se encontraba repleto de buques, sobre todo cargueros. Mal defendida, en una de esas coñas del destino, el mariscal Sir Arthur Coningham había afirmado cuatro días antes del ataque que consideraría una ofensa personal que la Luftwaffe intentase llevar a cabo una acción significativa en la zona.

El bombardeo fue de tal calibre que casi treinta mercantes terminaron hundidos y murió un millar de soldados. En cuanto a las bajas civiles, es imposible saber el número.

El ataque, además, es famoso porque uno de los buques hundidos fue el SS John Harvey, un mercante artillado de la clase Liberty.

Prácticamente nadie en Bari sabía cuál era la carga real de ese buque. Tan secreto era su contenido que llevaba cuatro días en el muelle, esperando a ser descargado; se había dado preferencia a otros buques que llevaban pertrechos médicos o munición. Lo terrible era que el buque sí llevaba munición: concretamente dos mil bombas M47A1 cargadas con gas mostaza. La explicación de la carga se encuentra en la información cada vez más alarmante recibida por Eisenhower y Churchill acerca del posible uso por los nazis de armas químicas, algunas supuestamente de nueva creación y más terroríficas. Las armas químicas no llegaron a utilizarse en la Segunda Guerra Mundial, pero todos los dirigentes de la época recordaban los estragos que habían causado en la primera (más de un millón de soldados heridos). Esa fue la razón de que los estadounidenses establecieran depósitos en el norte de África y de que hubiesen decidido trasladar las primeras bombas a Italia.

Como casi nadie conocía el contenido del barco, cuando explotó (matando a su capitán y a sus setenta y siete tripulantes) y expulsó su carga tóxica (al aire, en forma de gas, y al agua, en forma líquida), nadie tomó la más mínima precaución. Personas con heridas leves ingresaron en los hospitales improvisados y los médicos empezaron a comprobar cómo aparecían síntomas inexplicables: ojos llorosos, ceguera, baja presión sanguínea, ampollas en la piel, etc. Pronto empezaron a morir y los médicos sospecharon que eso que llamaban dermatitis no diagnosticada tenía que obedecer a alguna causa, y se empezó a extender el rumor de que quizás habían sido atacados con armas químicas o que ese «olor a ajo» que desprendían los barcos hundidos en el puerto quizás explicase lo que sucedía. Los altos mandos que conocían la verdad (apenas una decena) decidieron ocultarla y no informaron a los médicos. La razón, al parecer, era el miedo a la represalia nazi sobre Reino Unido si Hitler llegaba a saber que se estaban descargando esas armas, aunque, a los pocos días, Axis Sally ya estaba riéndose de los soldados aliados con frases como, «eh, chicos, por lo visto os han quemado con vuestra propia mostaza».

Aquí aparece el Dr. Alexander. El 6 de diciembre de 1991 murió Stewart Francis Alexander, como consecuencia de un cáncer en la piel. Era cardiólogo e internista, pero también había sido teniente coronel y experto en guerra química. Fue enviado a Bari urgentemente para investigar lo sucedido. Pásmense: nadie le informó de que en el barco hundido había bombas con gas mostaza e incluso se le negó que fuera así. Dio igual: su conclusión fue la única que se correspondía con los hechos. La causa de la extraña enfermedad era la exposición a la «mostaza sulfurada» y llegó a localizar el foco de la contaminación: el barco hundido. Allí se encontró con fragmentos de las bombas. Rápidamente se aplicaron medidas sencillas que podían haber evitado la mayoría de las muertes de haberse adoptado antes. Quitarse la ropa empapada con la sustancia, lavarse, etc. Murieron 83 de los 623 militares hospitalizados. El médico escribió un memorándum, aprobado por Eisenhower y rápidamente clasificado. Churchill ordenó que se suprimiera toda referencia al gas. Hasta décadas después no se supo la verdad. Hubo que esperar a los ochenta del siglo pasado para que el gobierno británico reconociera los hechos y concediese a los veteranos las pensiones que les correspondían.

El Dr. Alexander me intrigaba porque, en numerosas páginas (y en el propio libro citado al principio), se hacía referencia al hecho de que las biopsias y análisis realizados como consecuencia de la exposición al gas mostaza le habían llevado a la conclusión de que el gas tenía un efecto citotóxico en los glóbulos blancos y que ese trabajo era el origen de la quimioterapia como tratamiento contra el cáncer (concretamente del uso de la mecloretamina en varios tipos de tumores como en el linfoma de Hodgkin).

Es decir, que el SS John Harvey había salvado a millones de personas, como titula enfáticamente este blog.

Al investigar al Dr. Alexander me encontré con otra historia curiosa: la de Nick Sparck. Este escritor y director de documentales había logrado, en 1988, con solo 18 años, un premio nacional otorgado por la National History Day gracias a un trabajo de investigación precisamente sobre el bombardeo de Bari y el papel del Dr. Alexander. Como consecuencia de dicho trabajo, el Dr. Alexander fue homenajeado, cuarenta años tarde, por el ejército norteamericano.

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Léanlo. Es estupendo.

Sin embargo, seguía pendiente la cuestión del papel del bombardeo de Bari y la contaminación por gas mostaza en el origen de la quimioterapia.

Y —ya se lo imaginan— aparecen dos nuevos personajes en la historia. Uno es Alfred Gilman sr (junior, su hijo, es más famoso que su padre, ya que ganó el premio Nobel) y el otro es Louis S. Goodman. Ambos eran farmacólogos, de Yale, y autores, al parecer, de un manual sobre farmacología que recibió en su momento el apodo de «biblia» de la disciplina. Imagino que habrá quitado el sueño a más de un estudiante.

Efectivamente, ambos realizaron investigaciones secretas por encargo del gobierno norteamericano, pero al leer sobre sus trabajos, la hermosa historia sobre el no hay mal que por bien no venga empezó a hacer aguas. Pero, ah, la historia auténtica es también muy interesante.

Digo que hace aguas porque el encargo a los dos prestigiosos médicos es de 1942 (el ataque a Bari se produjo a finales de 1943), y los estudios, primero en animales, y luego en un paciente humano son de ese mismo año. Como se trataba de una investigación secreta, los autores (que no publicaron un estudio hasta 1946) usaban el término «X» para hablar de los componentes del gas mostaza que estaban estudiando.

Y la inspiración de los farmacólogos no se encontraba en un ataque que no se había producido aún, ni en un memorándum todavía no escrito, sino en el trabajo de un matrimonio —¡más personajes!—, el doctor Edward Krumbhaar y su esposa, Helen, realizado en 1919, precisamente ¡sobre el efecto del gas mostaza en veteranos de la Primera Guerra Mundial! Cito dos párrafos de esta estupenda entrada de un médico colombiano:

Pero el hallazgo que ofrece mayores paradojas tiene que ver con la quimioterapia contra el cáncer. La noche del 12 de julio de 1917 cientos de obuses marcados con cruces de color amarillo cayeron sobre el ejército británico que se encontraba ubicado en la ciudad belga de Ypres. Se trataba del conocido gas mostaza. A causa del gas esa noche murieron o resultaron heridos cerca de 2.000 soldados de una manera terrible. Pero solo hasta 1919 Edward y Helen Krumbhaar, estudiaron a los sobrevivientes y encontraron que sus glóbulos blancos estaban muy bajos, las células normales se habían secado, estaban anémicos y necesitaban transfusiones una vez al mes. El gas había barrido solo algunas poblaciones específicas de células de la médula ósea.

Si no hubiera muerto cuatro años antes, el macabro hallazgo de los Krumbhaar habría emocionado profundamente a Ehrlich quien llevaba años buscando una nueva “bala mágica”, diferente al salvarsán, que atacara específicamente algunas células malignas de la sangre, respetando a las benignas. No obstante, tuvo que ocurrir un “incidente” en Bari, durante la Segunda Guerra Mundial, para que se iniciara una mayor investigación acerca de los efectos del gas mostaza. Goodman y Gilman se preguntaron años después sobre el efecto Krumbhaar, o la especificidad del gas para diezmar específicamente a los glóbulos blancos: ¿Podría ese efecto o algún primo etiolado explotarse en un entorno controlado, un hospital, con dosis minúsculas y monitorizadas para hacer diana contra los glóbulos blancos malignos?

Aún nos queda un personaje más. Como habrán visto, si han seguido los enlaces, el primer paciente tratado con quimioterapia, en 1942, era un tal JD.

Se ignoraba todo acerca del misterioso paciente. No se conocía su nombre, su fecha de nacimiento, el número de su historia clínica o las fechas en las que había sido tratado. Sin embargo, en 2010, dos médicos de Yale dieron con su historial, que se había traspapelado. JD había padecido un linfosarcoma. Tratado primero con radioterapia, aceptó cometerse a un tratamiento experimental que, al principio, fue exitoso, pero que no impidió su muerte, un año y un día antes del ataque a Bari.

Los autores de la investigación la presentaron en 2011 con ocasión del bicentenario de Yale.

 

 

Cien años de decadencia

Muzio Attendolo nació en 1369. Su madre, Elisa dei Petraccini, no era precisamente un modelo de buen gobierno doméstico. Feroz, casi selvática, da de comer a sus veintiún hijos cuando no queda más remedio. Duermen en jergones, en el suelo, y son pendencieros y bebedores.

Uno de los hermanos, Bartolo, corteja a una joven. También la corteja Martino Pasolini y con éxito. Los Pasolini son como los Attendoli, y por eso esperan violencia. Extrañamente, los Attendoli no reaccionan. ¿Cómo es posible que no hagan nada, cuando uno de ellos es humillado? Los Pasolini sólo encuentran una explicación. Quizás la muchacha no sea lo suficientemente virtuosa como para merecer la venganza. Eso los enfurece; asesinan a dos Attendoli y hieren a Muzio. Esta vez, Giovanni Attendolo, padre de los diecinueve, reacciona. Matan y saquean. Los Pasolini son agricultores y tienen que realizar los trabajos del campo con sus armaduras, porque los ataques son constantes. Los Pasolini huyen.

Muzio, aunque joven, es un prodigio de fuerza física. Se contará más tarde que dobla las herraduras y es capaz de subir a su montura con la armadura puesta. Un día está cortando leña cuando pasan unos soldados. Reclutan gente para un conde local. Cuando ven al muchacho advierten en seguida en él las maneras del hombre de armas, pero observan sus dudas y se burlan. Muzio los reta: si lanza su hacha contra un árbol y se queda clavada lo enrolarán. Naturalmente, lo consigue, y sin despedirse se marcha a seguir la carrera del mercenario, robando un caballo al padre. Tarda dos años en regresar, cuando ya ha empezado a hacerse famoso porque es uno de los de la Compañía de San Giorgio de Alberico de Barbiano. Su padre lo recibe con un regalo: cuatro caballos. No sabe leer ni escribir, pero le encanta que le lean la Guerra de las Galias de Julio César.

Alberico lo aprecia. Un día lo ve discutir con dos hermanos, «Escorpión» y «Tarántula», por el reparto de un botín. Antes de que corra la sangre quiere mediar y el joven Muzio no baja la voz, ni siquiera en presencia de su jefe, el famoso capitán de mercenarios. Alberico se ríe y le espeta «así pues, también tú intentas forzar a tu general». Esa es una de las historias que intentan justificar su apodo, «sforza». Comenzaba la carrera del condotiero. Sus descendientes fueron duques en Milán.

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Galeazzo Maria Sforza —decían— había matado a su madre. No extraña: la costumbre favorita del duque de Milán era el secuestro y violación de las mujeres que se cruzaban en su camino. Eso sí, era generoso y una vez forzadas las compartía con sus cortesanos. Poco dado al humor, no tenía problema en castigar a un súbdito poco complaciente clavándolo vivo a un ataúd o en obligar a un cazador furtivo a tragarse una liebre entera, todavía sin despellejar.

Galeazzo hablaba latín y su educación era todo lo refinada que podía esperarse en un príncipe italiano de la Italia humanista.

Un hombre, Giovanni Andrea Lampugnani, de la alta nobleza, cojo y violento, vio cómo Galeazzo se inhibía en un pleito sobre tierras. Juró venganza. Carlo Visconti era alto funcionario y tenía una hermana. El duque la había mancillado y juró venganza. Gerolamo Olgiati era joven e idealista. Además, había caído en las redes de un humanista, Cola Montano, que le hablaba con pasión de Catilina y la conjura republicana. Para Gerolamo el tiranicidio se convirtió en una obsesión.

El día 26 de diciembre de 1476, el duque fue a la iglesia de Santo Stefano. Las crónicas cuentan que el día era frío y mencionan las dudas del duque antes de salir, aquejado por un extraño presentimiento. No sabemos si así ocurrió o si esos signos son signos añadidos por necesarios cuando caen los tiranos, de tanto que aparecen en relatos similares. Lo que sí sabemos es que lo esperaron en la iglesia, que Giovanni Andrea se arrodilló, aparentando pedir algo, para inmediatamente levantarse y clavar un cuchillo en la ingle y después en el pecho del Sforza. Luego Olgiati y Visconti y un criado, llamado Franzone, lo remataron. Todo el mundo huyó mientras el tirano expiraba.

Yo no soy uno de ellos

 

Antes de la Segunda Guerra Mundial los judíos franceses estaban muy orgullosos de serlo. Contaban con un órgano representativo, el Consistoire central, ya centenario, nacido del Gran Sanedrín napoleónico, en 1808. Ya en el siglo XX, la religión pasó a segundo plano, pero la institución conservó el nombre. En vísperas de la derrota francesa ante los nazis, su jefatura la ostentaba un Rothschild que tuvo la influencia y la rapidez suficientes para conseguir un salvoconducto que lo llevó a España en junio de 1940 y luego a Estados Unidos. Así que el cargo paso a ocuparlo el vicepresidente, Jacques Helbronner, amigo personal de Pétain.

Helbronner preparó, en noviembre de 1940, un memorándum dirigido a Pétain en el que intentaba limitar las consecuencias de las primeras leyes antijudías aprobadas por Vichy. En él dejaba bien claras las diferencias entre los franceses de origen judío y los inmigrantes judíos, diferencias basadas en que la comunidad judía estaba, según afirmaba, compuesta por muchas razas. Los primeros eran plenamente franceses y, por tanto, había que liberarlos de las medidas aprobadas por el gobierno. Los segundos eran la causa del creciente antisemitismo y la culpa de su llegada (él la llama invasión de «nuestro suelo») había que atribuírsela a los gobiernos de izquierdas. Terminaba solicitando que se excluyera de su solicitud a los judíos extranjeros y a los recientemente naturalizados (personas que habían obtenido su nacionalidad francesa en los años posteriores a la 1ª Guerra Mundial). Peticiones del mismo tipo continuaron durante meses. Otro miembro ilustre del Consistoire, que luego sería ministro e, incluso, presidente del Consejo de Ministros, René Mayer, pidió a Xavier Vallat, el jefe de la Oficina Central para Asuntos Judíos, que animase a emigrar a los judíos extranjeros, y el mismo Marc Bloch llegó a distinguir entre la causa de los judíos franceses y la de los foráneos.

Esto no le debió chocar a los propios judíos alemanes que se encontraban en Francia. Al fin y al cabo, en 1939 y comienzos de 1940, los líderes judíos alemanes intentaron prohibir la emigración de los judíos polacos que estaban en el Reich (ampliado con las anexiones de parte del territorio polaco) a Palestina. Trataban de reservar esos puestos para ellos.

Por esa razón, y pese a los intentos de Theodor Dannecker (un enviado de Eichmann a París) los judíos franceses se resistían a entrar a formar parte de una de esas comisiones judías que fueron creando los nazis por toda Europa, una en la que se los mezclase con los judíos no franceses. La provocación, quizás, fue la razón también del ensayo general que tuvo lugar el 14 de mayo de 1941, cuando la misma policía francesa arrestó a casi 4.000 inmigrantes judíos. Terminaron donde ya se imaginan. Fue, supongo que lo saben, el ensayo de la «redada» del Velódromo de Invierno.

Al final, esas distinciones no ayudaron a Helbronner (asesinado en las cámaras de gas de Auschwitz junto con su mujer), ni a Bloch, que murió torturado por la Gestapo. Sin embargo, es bueno no olvidarlas. Fueron víctimas, pero por un tiempo creyeron que su causa no era la de los demás judíos. Porque eran alemanes o franceses.

Esta es una de mis obsesiones. Ciertos demonios atacan por igual a todos los hombres. Y la mayoría nos arrastraremos por el fango, llegado el caso. Solo algunos pocos son capaces de evitarlo. Pero no debemos dejarnos engañar por esos ejemplos. Nos llaman la atención precisamente por su escasez.

También por esta razón debemos impedirnos ciertas transacciones, por leves que sean, con nuestras mejores instituciones. Es mejor no situarnos en la terrible situación de tener que decir «yo no soy uno de ellos, yo soy un hombre», demostrando que sí, que lo somos. Hombres.