¿Y vosotros dónde estabais camaradas?

 

El 25 de febrero de 1956, Nikita Jrushchov presentó su famoso informe secreto. Se estaba desarrollando el vigésimo congreso del PCUS, sólo tres años después de la muerte de Stalin, y esos hombres poderosos y corruptos estaban a punto de oír algo que sabían, pero que no creían pudiera decirse abiertamente:

«… En este momento nos interesa analizar un asunto de inmensa importancia para el partido, tanto ahora como en el futuro… Nos incumbe considerar cómo el culto a la persona de Stalin creció gradualmente, culto que en momento dado se transformó en la fuente de una serie de perversiones excesivamente serias de los principios del Partido, de la democracia del Partido y de la legalidad revolucionaria.

Debido a que todos no se han dado cuenta cabal de las consecuencias prácticas derivadas del culto al individuo, del gran daño causado por el hecho de que se haya violado el principio de la dirección colegial en el Partido, concentrando un poder limitado en las manos de una persona, el C.C. del Partido absolutamente necesario exponer los detalles de este asunto al XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética.»

A continuación desgranó con detalle los crímenes de Stalin hasta llegar a la frase:

«El comportamiento arbitrario de una persona estimuló la arbitrariedad en otras.»

Desde entonces se usa la expresión «culto a la personalidad» para referirse a esas situaciones tan habituales en las que un líder es reverenciado de forma cuasirreligiosa por su pueblo (o impone esa reverencia por medios totalitarios de control del pensamiento y de la opinión). Todos conocemos los ejemplos extremos, asociados a formas o regímenes políticos autoritarios. No deja de ser sarcástico que acuñase el término un secretario del PCUS.

Sin embargo, esta sociopatía es menos interesante en sus formulaciones extremas, en las que la violencia se encuentra presente en grado tan brutal. Es más interesante observarla en aquellos regímenes o sistemas políticos en los que se predica la existencia de controles democráticos del poder, en los que existen contrapesos, porque siempre aparece, aunque sea de forma indiciaria. Incluso se resalta en los líderes la cualidad del carisma, la «baraka».

Creo que no podemos librarnos de la llamada de la religión y de la magia. Confiamos en la suerte y en el buen hacer del líder porque percibimos crípticas condiciones para el mando. No es de extrañar que tantos monigotes sangrientos se hayan intitulado guías o jefes.

Incluso en las organizaciones que se manifiestan favorables a la crítica racional, al cumplimiento de las normas y al abordaje objetivo de los problemas, termina apareciendo el culto a la personalidad del líder. Porque nos unifica. Se dice que las ideas unen. Yo diría que nos acercan, pero el pegamento termina siendo la referencia y el aliento del líder. Los hombres que mandan exigen lealtad y obediencia, porque asumimos que están dotados de una visión superior, ven amaneceres en la lejanía y su triunfo, una mera falacia retrospectiva casi siempre, se convierte en la prueba de la existencia de Dios. 

Supongo que el problema es insoluble. Cuando el enemigo o el adversario está fuera del círculo y tú estás dentro, lo más importante es el círculo mismo. ¡Ay del que ose discutir que los procedimientos nos apartan del objetivo que nos unió! Así, la apariencia de fortaleza termina prevaleciendo sobre la fortaleza misma y los objetivos prístinos que unieron a los hombres se olvidan, se camuflan, se trastocan. Después, el comportamiento arbitrario de una persona estimulará la arbitrariedad en otras, como nos enseñó —sí, soy irónico— Nikita.

Por eso es tan atrayente la idea de frontera, porque no puedes conquistar nuevas tierras mientras estás estabulado. El aspecto siniestro de esto es que el trek suele ser colectivo. 

Mientras tanto, tendremos que regocijarnos con el grito anónimo que se oyó en medio del discurso de Jrushchov: «¿Y vosotros dónde estabais, camaradas?»