Un hombre feliz


Hoy he visto a un hombre que con todos sus gestos nos dice: tengo el mejor trabajo del mundo. Durante hora y media, sin embarazo de ningún tipo, se lo ha pasado bomba delante de dos mil personas. Eso está muy bien; le reconcilia a uno con el destino.

Yo también me lo he pasado muy bien viéndole. Supongo que la banda sonora ha ayudado: la obertura de Los Maestros Cantores de Wagner, la Sinfonía de Cámara de Schoenberg y la segunda de Brahms. Buena música, ¿verdad?

Y al final, todo el mundo ha aplaudido a rabiar. No crean que nos hemos visto obligados por la cantidad de pasta gastada, por el hecho de que se tratase de la Filarmónica de Berlín, y porque el hombre feliz fuera Simon Rattle.

¡Qué va! Yo diría que las causas principales han sido el sonido, espeso y precioso, que se hunde en los huesos, capa a capa, el empaste, la precisión, la brillantez colectiva. Y más cosas: esos contrabajos, telúricos, y esa trompa, líquida. También ha ayudado la voz de los violonchelos, no crean.

En fin, que ha estado muy bien. Wagner ha sido Wagner, Schoenberg ha sido Wagner, y Brahms, ah, Brahms volaba en el lento y bailaba en el allegretto, en este con un tempo simplemente perfecto.

No les digo más. La crónica social se la dejo a mis hijas, que han observado que había señores que parecían guardaespaldas (porque lo eran) y que no había casi niños. La pequeña ha buscado a Gallardón, sin éxito (habíamos deducido que quizás estuviera porque aparecía en el programa contando no sé qué): pretendía leerle la cartilla por la obra de nuestra calle; como no le ha encontrado, al final ha dicho algo inconveniente en voz alta. No lo repetiré aquí. Y no nos hemos reído con los gestos de Rattle. Es imposible reírte cuando ves a alguien que te dice, con todo su cuerpo, que tiene el mejor trabajo del mundo.