¿Por qué la ley?

Cuando tenía catorce años un amigo de mi padre me regaló un libro. Me lo regaló porque siempre me veía leyendo, no porque me tuviera manía. Se llamaba -el libro, no el amigo de mi padre- La canción de la cabra, y lo había escrito Frank Yerby, un autor de best seller, medio blanco, medio negro, que terminó viviendo en España. Lo leí de tirón y me gustó mucho. Hablaba de cosas de las que no tenía ni idea y, además, estaba repleto de sexo, guerra, pasiones y lugares exóticos.

Por esa novela, que transcurre durante la Guerra del Peloponeso, supe de la batalla de las Arginusas y del juicio posterior. Perdí el libro pocos años después, pero ese juicio se convirtió en uno de los ladrillos a favor de mi cada vez más marcado individualismo, basado en el miedo a la amenaza de la tribu alzada en asamblea y en el asco por sus obras.

En 406 a.e., tras décadas de guerra y hechos de armas entre (básicamente) Atenas y Esparta,  la primera se encontraba en una situación casi desesperada. El ateniense Alcibíades, rehabilitado los años anteriores gracias a algunas victorias, había sido finalmente destituido por una derrota de la que seguramente no era responsable. Esparta, bien engrasada con oro persa y bajo el liderazgo de Lisandro, había ido desarrollando una fuerza naval comparable e incluso superior a la de la ciudad rival. En ese año, un oscuro navarca espartano, llamado Calicrátidas, intentó tomar Lesbos. Para evitarlo, los atenienses enviaron a Conon, al frente de una escuadra. No tuvo mucha fortuna y fue a refugiarse, con parte de sus naves, a Mitilene, una de las ciudades de la isla. Pudo, antes de ser cercado, enviar un navío a Atenas y pedir ayuda.

Atenas acababa de sufrir una dictadura oligárquica (la de los cuatrocientos), desbaratada por la propia flota ateniense, constituida en asamblea, en Samos. Ese motín restauró la democracia. Aclaro: la democracia ateniense; esa que excluía a esclavos, extranjeros y mujeres.

Al recibir la llamada de auxilio, Atenas se movilizó y, extrayendo recursos de donde casi no quedaban, fue capaz de crear una improvisada flota. A falta de suficientes ciudadanos, se reclutó a esclavos y metecos (es decir, extranjeros) a los que los estrategos (generales) designados para su mando prometieron la ciudadanía una vez regresaran. Todo era inusual en esa operación, incluyendo la división del mando entre ocho y la propia táctica que más tarde se utilizaría, dada la bisoñez de las tripulaciones. Asombrosamente, la flota, en las islas Arginusas, obtuvo una victoria importante. Calicrátidas huyó con los navíos que le quedaban y, en ese momento, se planteó un dilema entre los mandos atenienses. Conón aún seguía cercado por cincuenta trirremes espartanos. Un ataque rápido contra esa flota podía suponer pérdidas aún mayores para los lacedemonios, al impedir que se reuniera con los restos de la derrotada. Sin embargo, una veintena de naves atenienses habían sido hundidas o dañadas y sus tripulaciones corrían el riesgo de perecer. Detenerse en su auxilio implicaba perder la oportunidad. Uno de los estrategos, Erasínides, defendió dejarlas a su suerte y aprovechar la coyuntura. Se impuso, sin embargo, una solución intermedia: dos trierarcas o capitanes de navío, Trasíbulo y Terámenes, rescatarían a los supervivientes usando parte de la flota (unos cincuenta navíos) y el resto atacaría a los espartanos que rodeaban Mitilene. El plan salió mal por culpa de una gran tormenta y la mayoría de los náufragos murió (sin que, además, se pudieran recuperar los cadáveres para sus honras fúnebres).

Los trierarcas encargados de la misión de rescate eran personajes importantes. Terámenes destacaba como una de las figuras del partido oligarca. El de Trasíbulo es un caso más complejo: no está claro hasta qué punto pudo tener relación con el golpe de los «cuatrocientos», pero su papel posterior parecía situarlo entre los demócratas. Era un brillante general, en ese momento en desgracia por haber sido uno de los defensores del regreso de Alcibíades. En cualquier caso, tras los hechos que luego narraré, fue uno de los opositores a los «treinta tiranos», la dictadura surgida tras la derrota final de Atenas en la Guerra del Peloponeso, y se reivindicó posteriormente como hombre de Estado.

Para saber qué sucedió después, contamos básicamente con dos fuentes históricas: las Helénicas de Jenofonte (vayan al capítulo VII del Libro I) y la Bibliotheca historica de Diodoro Sículo (libro XIII, capítulo 101, secciones 1 a 7). Se suele decir que la versión de Jenofonte es dudosa, por descuidada y por su posición crítica respecto de la democracia ateniense, mientras que la de Diodoro sería más objetiva. Sin embargo, Diodoro escribe tres siglos después de los hechos, de los que Jenofonte es contemporáneo; y la narración de Jenofonte es amplia y detallada. Además, Jenofonte era discípulo de Sócrates y, al igual que Platón, su posición crítica puede entenderse como una respuesta a la deriva de la democracia ateniense que se refleja en los hechos objeto de esta entrada y en la propia condena posterior del maestro de ambos. Tampoco importa mucho, ya que las diferencias, aunque de cierta importancia, no afectan a la parte que más me interesa del juicio. Seguiré la narración de Jenofonte, advirtiendo en qué partes difiere de la de Diodoro.

Antes, sin embargo, es preciso recordar cómo se organizaba políticamente Atenas. La Boulé, o consejo de los quinientos, era el gobierno del día a día. Se escogía por sorteo entre voluntarios: cincuenta  por cada una de las diez tribus establecidas en la constitución ateniense. Su cargo duraba un año y, en cada uno de los diez meses del calendario ateniense, los cincuenta ciudadanos de cada tribu constituían la pritanía, una especie de consejo dentro del consejo; a su vez, entre los prítanos, cada día se escogía a un presidente, el epístata, que también presidía la Asamblea. Una de las funciones esenciales de la Boulé era fijar el orden del día de cada reunión de la Asamblea: para ello, cada ciudadano que quisiera que se discutiese una ley o se adoptase determinada decisión, debía proponerlo a la Boulé, que era la que decidía no solo su inclusión, sino el procedimiento para el debate y la votación, si era precisa. La Asamblea reunía a todos los ciudadanos varones, miles de ellos (el quórum exigía la presencia de seis mil), y tenía competencia sobre los asuntos de mayor importancia, como el de definir la estructura administrativa, establecer los impuestos, fijar la política internacional y nombrar a los magistrados de la ciudad.

Volvamos a las Arginusas. La noticia de la victoria llegó a Atenas antes del regreso de la flota y también lo hizo la de la muerte de tantos náufragos. Estos son los nombres de los ocho estrategos: Aristócrates, Aristógenes, Diomedonte, Erasínides, Lisias, Pericles el Joven, Protómaco, y Trasilo. Diodoro sostiene que los estrategos habían enviado a la Boulé  una carta informando de los hechos y culpando de las muertes a Trasíbulo y Terámenes. Estos, que contaban con el apoyo del partido oligárquico y eran oradores temibles, se habrían anticipado y convencido a la Asamblea de su inocencia. Como resultado de este juicio, la Asamblea habría destituido a los estrategos y les habría llamado para rendir cuentas. Dos de ellos, Aristógenes y Protómaco, habrían desobedecido y marchado al destierro, temerosos de un posible castigo. Hay que recordar que la flota era un factor político, pues, como ya he contado, poco antes se había constituido en asamblea y discutido las decisiones que venían de la Asamblea de la ciudad. Y esta flota concreta estaba formada en gran medida por esclavos y metecos a los que se había prometido la ciudadanía. Es decir, es posible que existiera una pelea de legitimidades: por un lado los ciudadanos atenienses y las facciones oligárquicas; por otro, los partidos y líderes más populistas, algunos de los cuales eran precisamente estrategos de la flota victoriosa.

En la narración de Jenofonte no se menciona este juicio previo a los trierarcas. Lo que se cuenta es que efectivamente se destituyó a los estrategos y se les llamó de vuelta, que dos no obedecieron y que, al informar a la Boulé, uno de ellos, Erasínides, el que más había apoyado la idea de abandonar a los náufragos, fue multado y arrestado por haber sustraído dinero público. Sin embargo, cuando los estrategos informaron del devenir de la batalla, uno de los miembros del consejo, llamado Timócrates, exigió que fuera la Asamblea la que deliberara sobre la cuestión de la responsabilidad por la muerte de los náufragos. La consecuencia fue el arresto de todos los estrategos presentes y la convocatoria de la Asamblea, sin decidir previamente el procedimiento para juzgarlos. Esa fue la primera ilegalidad. En la Asamblea, los partidarios de Terámenes y Trasíbulo cargaron las tintas sobre el comportamiento de los generales y pidieron su juicio y condena. Los estrategos tomaron la palabra, pero se rompió, por segunda vez, el procedimiento legal, que establecía que debían tener un tiempo igual al de sus acusadores, ya que solo se les permitió hablar brevemente. Alegaron que habían encomendado el rescate a Terámenes y Trasíbulo y que ni siquiera podían imputar a estos ningún crimen, ya que la tormenta les había impedido realizarlo. Uno de ellos manifestó que también había naufragado y que se había librado por poco de la muerte. Los estrategos contaron con la ayuda de pilotos y marineros que apoyaban su versión y parecía que la suerte se inclinaba de su lado, pero se hizo de noche y, como no se podía ver la votación a mano alzada, la Asamblea se suspendió, remitiendo la decisión al consejo.

El día siguiente se produjo el crimen. Era la fiesta de las Apaturias, en las que se daba entrada a la ciudadanía a los nuevos varones. La ausencia de tantos ciudadanos, manipulada por los enemigos de los estrategos, encendió la tea. Cuenta Jenofonte que hombres vestidos de negro se raparon y, como si fueran parientes de los fallecidos marcharon hasta el lugar en el que se reunía la Boulé. Allí convencieron a Calíxeno, uno de sus miembros, para que indujese al consejo a proponer a la Asamblea un juicio en el que, sin necesidad de acusación o defensa, pues esta ya se había producido en la Asamblea anterior, se juzgase en bloque la inocencia o culpabilidad de los seis estrategos.

El procedimiento era totalmente ilegal. Para empezar porque cada estratego debía ser juzgado por separado, conforme a la ley, y porque debía tener la oportunidad de defenderse, alegar y probar lo que pudiera servirle de descargo. Sin embargo, el pueblo, enfurecido y manipulado, se comportó como una turba. Lo primero era votar si el procedimiento propuesto por la Boulé era el que se iba a utilizar. En ese momento, apareció un supuesto náufrago de la batalla, que decía haberse salvado en un barril de harina y que afirmó que otros náufragos moribundos le habían encomendado la misión de acusar a los estrategos que habían abandonado a los que tanto se habían distinguido en la defensa de la patria. El ambiente que dibuja Jenofonte es de confusión, excitación y manipulación. Pese a ello, unos pocos intentaron que se respetase la ley. Euriptólemo acusó a Calíxeno de violar las leyes y la respuesta fue terrible. Dice Jenofonte:

… la multitud gritaba que era monstruoso por uno no dejar a la asamblea hacer lo que quería.

Este es, simbólicamente, un momento fundacional en la historia política de la Humanidad. Luego desarrollaré esta idea.

Para evitar la alegación de ilegalidad, uno de los presentes, llamado Licisco, propuso que también se juzgase a los que se estaban oponiendo al proceso y estos, por miedo, retiraron sus objeciones. Cuando se iba a votar, algunos prítanos, conscientes de cómo se estaba torciendo el proceso legal, manifestaron sus dudas y, de nuevo, Calíxeno exigió que se juzgase junto a los estrategos a los prítanos que se opusieran. Todos cedieron, salvo uno. Sócrates, el filósofo, era, por turno, epístata en la Asamblea y, con riesgo para su vida, afirmó que el no votaría nada que no fuera legal.

No importó. La ola de indignación era imparable y la Asamblea aprobó el procedimiento propuesto. Pese a tratarse de un juicio sumario, Euriptólemo intentó de nuevo evitar la votación, realizando un discurso en el que mezclaba el halago a la furia que le rodeaba y la lógica de la ley. Recordó normas sobre delitos graves con sus penas correspondientes que exigían el juicio separado, en los que este se efectuaba dividiendo el día en tres partes: una primera para decidir cuál de esos procesos había que utilizar, una segunda para acusar y una tercera para la defensa. Preguntó qué mal había en hacerlo así; por qué una tal urgencia que les hacía parecer aliados de los lacedemonios que buscaran castigar a los que les habían derrotado. Recordó que seguir el procedimiento no impediría castigar a los culpables, pero que al juzgar a los estrategos colectivamente se corría el riesgo de condenar a un inocente. Afirmó:

Haríais cosas horribles, si a Aristarco [uno de los cuatrocientos] que derrocó primero el régimen democrático y luego entregó Énoe a los tebanos, que eran nuestros enemigos, disteis un día para defenderse como quisiera y le concedisteis otros derechos según ley, pero a los estrategos que hicieron todo según vuestro plan y que vencieron a los enemigos, los vais a privar de estos mismos derechos. No intentéis, atenienses, hacer nada fuera de las leyes, mas sed dueños de vosotros mismos y guardad estas por las que principalmente sois muy poderosos.

Su discurso, continuado con referencias a los hechos mismos, pareció convencer a los presentes y Euriptólemo planteó que la Asamblea votase si juzgar a cada estratego  por separado, conforme a uno de esos procedimientos citados, o si, según la propuesta de la Boulé, se les habría de juzgar allí, colectivamente. Se votó a mano alzada y se aprobó la propuesta de Euriptólemo, pero uno de los presentes juró que la votación era ilegal y se repitió. En la segunda votación se aprobó la propuesta del consejo.

Ese fue el fin. A continuación se trajeron urnas y la Asamblea, por tribus, votó a favor de la condena. Los seis estrategos fueron ejecutados.

Pronto los atenienses se arrepintieron y los instigadores tuvieron que huir, por temor a ser juzgados de la misma forma. Años más tarde, tras la derrota de los «treinta tiranos», Calíxeno regresó a Atenas. Jenofonte nos cuenta que murió de hambre, odiado por todos.

Hay algo terrible y simbólico en esta historia. El paradigma de Estado democrático de la antigüedad enfrentado a la furia antinormativa de la masa enardecida que manifiesta tener un derecho a decidir por encima de la ley.

No es la democracia ateniense (ni  la de ninguna ciudad-estado) un modelo de lo que llamamos democracia. No hay separación entre lo público y lo privado. El Estado no se organiza para defender la libertad individual. Esta, de existir, es reflejo de las leyes de una sociedad que premian la virtud del ciudadano que participa en la cosa pública. Los fines privados del individuo están supeditados a los fines públicos y al ejercicio de una virtud cívica activa. La libertad no existe en Atenas, tal y como la entendemos hoy. Esta concepción moderna, la que luego inspirará cierto republicanismo y cierto modelo liberal precisará dos mil años para manifestarse, en Maquiavelo y en Hobbes.

Sin embargo, el sometimiento del ciudadano a la ley se fundamenta en algo original. La ley restringe la libertad, pero también la tiranía, porque es producto del acuerdo entre iguales, consecuencia de un poder nuevo que enamoró a los griegos: el de la palabra. Esta visión se trasluce del discurso de Pericles en la famosa oración fúnebre que podemos leer en las páginas inmortales de Tucídides.

Ese sometimiento, del que los griegos están tan orgullosos, se ve afectado por una debilidad: la palabra y el acuerdo democrático se producen en un ámbito concreto que, en el caso ateniense, comprende todo el demos. Es un lugar en el que se pueden alumbrar engendros:

… la multitud gritaba que era monstruoso por uno no dejar a la asamblea hacer lo que quería.

Decía antes que estas palabras simbolizan, en mi opinión, un momento fundacional de la historia política: la tensión entre democracia y ley, o mejor dicho, entre falsa democracia y auténtica democracia (esto, naturalmente, es de mi cosecha).

Muchos pensadores griegos importantes renegaron del sistema democrático. Para ellos, el ejemplo de lo que era una democracia era precisamente la democracia ateniense. Sus críticas son tan afiladas que se han mantenido presentes, desde hace más de veinte siglos, en todas las discusiones sobre la cuestión. Las cautelas y las advertencias sobre la corrupción y la tiranía que genera la democracia sin contrapesos llevó a muchos a defender formas irracionales de control político que no eran sino una manera de perpetuar a castas oligárquicas; pero, en otras ocasiones, sirven para modelar procesos propiamente democráticos.

Cuando Marsilio de Padua y Maquiavelo reintroducen la discusión sobre el gobierno democrático, fijan el campo de juego. Una visión ingenua del mundo considera que el ciudadano solo lo es en la medida en que participa de un ser colectivo con fines propios y superiores. Una visión más pesimista considera el proceso político como un instrumento para el acuerdo, el lugar en el que pueden defenderse de forma pacífica los intereses particulares. La primera visión enfatiza la democracia directa. El pueblo no solo es la fuente de toda legitimidad sino que, por ser soberano, es omnipotente. El mal no es posible, porque la democracia siempre persigue el bien común. La segunda visión avisa del problema de la tiranía mayoritaria y recalca el valor del acuerdo transitorio, del mal menor. La primera visión es infantil; la segunda es madura.

Naturalmente, esos primeros esbozos fueron superados progresivamente por visiones y sistemas mucho más elaborados, pero en los que seguían latiendo esas señas de identidad. En cierto sentido, la visión «optimista» se fue tiñendo de pesimismo crítico, al explicar agudamente que los contrapesos y balances pueden ser la forma aviesa de aherrojar a los desfavorecidos, que tienen menos capacidad para organizarse. A su vez, la visión más cínica y pesimista del proceso político fue, a la luz de los éxitos del Estado liberal, creando un relato de la democracia representativa que minimizaba las contradicciones internas y los usos espurios del proceso político. Todo esto enriqueció la discusión, pero ahí, en el fondo, en el lugar recóndito de las simplificaciones y las primeras causas, se encontraba el punto de partida: el ideal del bien común frente al individuo autosuficiente que teme al leviatán.

Curiosamente, esta discusión, al centrarse en lo que acabo de enunciar de forma muy simplificada, ha dejado en segundo plano algo que es esencial en mi opinión y que, aunque parezca mentira, teniendo en cuenta el número de palabras que ya han leído, es el meollo de lo que quiero explicar. Ese meollo es ¿por qué la ley?

Este es un blog termodinámico. En una entrada que parece remontarse a la noche de los tiempos, no evitaré una metáfora basada en las estructuras disipativas como forma de crear orden. El ideal democrático sin reglas, o con reglas creadas ad hoc, es caótico porque no crea estructuras estables. Una sociedad sin estructuras estables es una sociedad en permanente riesgo de disolución. Los afines a la asamblea todopoderosa creen que con su existencia es suficiente. Es un error notable. No se puede expresar satisfactoriamente el resultado algebraico de las opiniones ciudadanas, si no existe una forma ordenada de debate y decisión públicos, y de cambio de las decisiones adoptadas, que han de permanecer incólumes mientras tanto. Esa forma ordenada es la ley. La ley, en particular la ley escrita, es la que crea una estructura disipativa capaz de permanecer, mutar e innovar. En resumen: no hay voluntad democrática expresada si no hay unas reglas previas y estables de expresión de esa voluntad. Lo que se llama democracia directa es simple fuerza bruta, vía de hecho.

La ley es algo más: es un freno. Con sus plazos abstractos y sus procedimientos temporales ordenados, desacompasa el proceso político, siempre sujeto a la volubilidad, a las ensoñaciones, a las respuestas inmediatas. Que la discusión se ahorme impone, en primer lugar, la necesidad de poner las ideas por escrito y, lentamente, impone la necesidad de contar con el experto. En segundo lugar, exige que las discusiones se ajusten a plazos. En tercer lugar, es conservadora al mantener el edificio mientras no se cambie legalmente. Es cierto que puede estar llena de «cuevas de Alí Babá», pero al estar sometidas a escrutinio por el enfrentamiento entre facciones, es susceptible de cambio sin el sobresalto del que quiere volver al momento inicial, prístino, en el que no había nada y todo debía ser inventado. En cuarto lugar, debilita a las mayorías y refuerza a las minorías, al permitir cambios y evolución según se mueve la marea de las pasiones y de la opinión pública. Esta es la parte más contraintuitiva: la ley se convierte en un límite autoimpuesto a la voluntad colectiva, un entramado pensado para lo que popularmente llamamos «contar hasta diez». Es el equivalente al contrapeso oligárquico, pero aquí esa oligarquía es formal y aristocrática, es una aristocracia de las ideas, una suma de lo que sabemos y aprendemos, de lo que se va acumulando generación tras generación y error tras error.

Naturalmente, hablo de la ley democrática. Las normas del autócrata son un golem, aparentan ser leyes, pero están huecas por dentro.

Cuando los atenienses reclaman en la Asamblea el derecho a hacer lo que quiera el pueblo, sin límite alguno, los atenienses dejan de ser una asamblea democrática y se convierten en una tiranía transitoria, sujeta a la imposición del argumento sin reposar y a la fuerza tribal. El ciudadano se disuelve cuando la asamblea vota sin cortapisas, porque el ciudadano lo es porque puede participar en un proceso político reglado, con derechos y con obligaciones.

La apelación al pueblo como fuente de toda legitimidad es cierta, siempre que sepamos que pueblo político es también una definición legal.

En días en los que, de nuevo, en esa especie de eterno retorno de la infancia idéntica, se apela a «la gente» o a la «nación» como fuente de legitimidad, hay que recordar por qué cargamos con eso que a tanta gente le parece un peso muerto; qué función cumple. Si creemos que tenemos derecho a la vida, a la libertad y la búsqueda de la felicidad, hemos de admitir que también tenemos que tener derecho a buscar la infelicidad. Eso quiere decir «buscar»; ser arquitectos de nuestra parcela del mundo. La democracia sin desbastar apela a algo simple e inmediato, a la decisión de la mayoría, pero hemos aprendido que la mayoría es capaz de avalar y promover actos inmorales según los definen mayorías posteriores. ¿Por qué limitar las decisiones de una mayoría puntual con reglas de procedimiento y leyes? Precisamente para evitar que destrocen edificios que se han construido muy despacio, con errores, repletos de trampas, debilidades y zonas muertas, pero productivos y benéficos.

Como dice Euriptólemo, ¿a qué tanta prisa?

Las leyes las hacen los hombres. Las leyes democráticas los ciudadanos. Esparcidas y acumuladas, con sus carencias y mediocridades, forman una telaraña asfixiante para el visionario. Para cambiarlas puede hacer dos cosas: trabajar desde dentro o derribar el edificio. Si trabaja desde dentro y logra el cambio frente a la enorme inercia de lo que ya existe, su obra se añadirá y perdurará, aumentando el acervo. Si salta al vacío y derriba el edificio, tendrá que empezar desde cero y convencer a esa mayoría constituyente de que el suyo sí es un edificio intocable; pero construye sobre arena.

Por desgracia, hay otros que también quieren derribar el edificio que forman las instituciones legales. Profetas y demagogos que se aprovechan de un sentimiento demasiado humano: el entusiasmo por las soluciones simples y los destinos manifiestos. Como plagas de langosta, aparecen de cuando en cuando y prometen el paraíso inmediato. Su mercancía es el tajo del nudo gordiano y su caldo de cultivo la grisura prolija de las soluciones conocidas. Frente a la ristra de artículos, garantías, recursos y plazos, el «hombre que hace falta» pasea por la plaza y dice: «exprópiese».

Solo hay una voz de Dios en las instituciones humanas. Es la ley. Sin ella, el pueblo está mudo y solo habla la turba.

 

17 comentarios en “¿Por qué la ley?

  1. Enhorabuena por el texto. Al hilo del porqué de la ley, voy a intentar aprovecharme de su clarividencia preguntándole por una ley en concreto. No hace falta decir (aunque lo diga) que entendería que no estuviera usted por la labor de contestar, sobre todo cuando ni siquiera se trata de una ley española.

    Me interesa conocer su opinión sobre los aspectos legales en la recolección de datos procedentes de las telecomunicaciones por parte de la NSA mediante los programas PRISM y Upstream. Los defensores de estas medidas se amparan en la Sección 702 del Foreign Intelligence Surveillance Act (FISA), vigente hasta el 31 de diciembre de 2017. El Congreso de los EEUU ha empezado recientemente a revisar estos documentos con el fin de determinar si conviene renovar, modificar o derogar la Sección 702.

    Aquí (https://www.justsecurity.org/32916/correcting-record-section-702-prerequisite-meaningful-surveillance-reform/) y aquí (https://www.justsecurity.org/33044/unprecedented-unlawful-nsas-upstream-surveillance/) puede leer dos artículos (de una serie de tres, que finaliza la semana que viene) que tratan este tema.

Los comentarios están cerrados.