Papel para envolver pescado

 

Desde hace unos días me he hecho cargo de un asunto penal que está pendiente de juicio. No voy a dar muchos detalles y seguro que ustedes lo comprenden. Sí puedo, sin embargo, hablar de algo más general.

En asuntos de esta naturaleza siempre troceamos el negativo de la vida de unas cuantas personas, construimos un relato y, al hacerlo, empaquetamos aquellos pedazos. Si eres profesional, actúas con cuidado. Hace mucho que no aspiro a buscar la verdad. Hablaba hace poco con un familiar del acusado, hoy preso preventivo, y, ante sus protestas sobre la inocencia y rectitud de este, le explicaba que me daba igual: trabajo con los datos y, con ellos, con la parte que más me conviene, construyo versiones. Intento que resulten coherentes, rocosas, pero a menudo fracaso. Esto es lógico: mis versiones (cuando soy defensor) buscan exculpar y, a veces, son poco compatibles con la sombra de la realidad que llamamos pruebas. En todo caso, incluso en esos momentos en los que esa compatibilidad es muy alta, evito dar el paso de convencerme de que estoy contando la verdad. No todas las personas reaccionan igual cuando les explico esto. Estoy seguro de que muchas se preocupan. Pero es mi forma de ser sincero.

En todo caso, es un trabajo que me gusta. Busco fallos y los encuentro. Busco discordancias y las encuentro. Busco al entusiasta y al literato, y siempre lo encuentro. Estamos infectados por el énfasis y por la literatura. No es extraño que las personas que tienen alguna participación en un hecho criminal —como autores, como testigos, como investigadores— se dediquen a la creación. A veces a la microcreación. Cada vez que lo hacen nos facilitan el trabajo a los abogados, aunque lo ignoren.

También busco mi propio argumento. El argumento que lo será pronto de mi cliente, si me hace caso. Hay también un material de base inventado, un fondo que no utilizas completamente, precisamente para que parezca real. Un elemento esencial es el azar. Incluso el azar debe encajar. También el error. Una buena versión debe incluir pequeños errores inocuos (los demás también buscan mis pequeños fallos, así que es mejor que los cree yo para que, una vez los encuentren, desistan de buscar otros involuntarios).

Llevo pocos días con el asunto que comentaba al principio, pero he disfrutado. He creado una línea de defensa que quizás funcione cuando parecía un caso perdido. Además, tengo un plan B y un plan C. En todos ellos minimizo el daño y son muy potentes.

Los que se preocuparon cuando se encontraron con alguien que identificaron con un cínico, han empezado a olvidarse de si lo soy o no. Empiezan a convertirse voluntariamente en personajes del relato. Se ha abierto el telón y las tablas se han convertido en un plaza de Verona. La obra empieza con una introducción que es una biografía. Para ganarme al público, es preciso que el torpe, y a la vez avieso, criminal se transmute en un pobre hombre trastornado, víctima de décadas de abuso, un fracasado al que condenan las apariencias, hasta que excavas en su pasado y ves que pueden explicarse de otra forma. Si lo consigues es más fácil que compren tu argumentario, esas interpretaciones a veces rebuscadas de artículos o de principios generales.

Les cuento esto por dos razones: en primer lugar, les quería transmitir un esbozo de una de las partes más divertidas de mi trabajo. En Philadelphia, el abogado enfermo de SIDA, Andy Beckett, responde en el juicio que lo mejor de ser abogado es que, muy de vez en cuando, participas en un acto en el que se imparte justicia. Concuerdo: lo mejor de ser abogado es escribir un guión en el que un personaje dice esto y los demás se emocionan. A veces, ese guión parece escribirse solo; pero, aun así, si lo haces bien, termina pareciéndose al toque final del maestro relojero. En esas pocas ocasiones, muy de vez en cuando, eres poderoso.

Hay una segunda razón. Esta misma historia fue contada en un periódico. Casi el mismo día en que sucedieron los hechos. La noticia, tal y como se cuenta —basada en fuentes policiales—, no solo es la peor versión, la más perjudicial para mi cliente (algo quizás lógico), sino que incluye también una gran cantidad de literatura. La periodista no se limita a contar. También inventa. Solo que su invención es grosera. Hace más: especula abiertamente sobre el perfil criminal de alguien de quien no sabe nada, utilizando como argumento precisamente la ignorancia. Esa inmoralidad tan habitual: cuando no sabemos, rellenamos los vacíos, imaginando lo peor. Lo hace, por cierto, dando el nombre y los apellidos del acusado. Estoy absolutamente convencido de que la periodista ni se planteó, al hacerlo, que pudiera estar jodiendo —jodiendo mucho— a alguien con su literatura. Las personas suelen tener familias, amigos, vecinos, conocidos.

Un día quizás pueda mostrar una sentencia y pueda enlazar ese artículo de prensa, para que puedan juzgar. Si llega ese día, y quien tiene que autorizarme me autoriza, cuando enseñe ambos también sabrán ustedes los nombres y los apellidos. Pero no solo del hombre al que aun no han juzgado en un tribunal, aunque en la prensa aparezca como un depravado.

Como verán, no puedo ser más sincero. Ese día, si llega, leerán dos relatos. En uno de ellos habrán trabajado durante meses policías, abogados, fiscales, jueces y médicos. En el otro, habrá trabajado una periodista un par de horas, como mucho. Los dos serán falsos. Pero es seguro que uno de ellos lo será mucho más.