Bondad automática

 

Esta noticia es espeluznante.

¿Deben ver a sus hijos los padres incursos en juicios de violencia machista?

Expertos y ONG han redactado un borrador de la Ley frente a la Violencia contra la Infancia en el que proponen que se prohíba por ley «el establecimiento de ningún régimen de estancia, relación o comunicación» con hijos menores a los progenitores condenados o acusados de cualquier delito relacionado con la violencia de género.

Para que entiendan la medida, si se extiende tal y como se propone por esos «expertos y ONG» (según el medio), la consecuencia es que un padre investigado por maltrato puede que esté incluso años sin relacionarse con sus hijos.

Eso sí:

«Lo principal es que no se ponga en riesgo la vida de los niños. Si luego resulta que la persona no es condenada se vuelven a retomar las vistas, pero lo mas importante es evitar el mal mayor, que es perder la vida».

Claro, años más tarde, cuando la relación del padre con su hijo o hijos está completamente rota, la idea es que se puedan «retomar las visitas». Como si no se pagase un precio.

¿Por qué la prohibición, es decir, el automatismo? Porque los jueces valoran los casos concretos y, pese a estar obligados a investigar si hay indicios, a menudo aprecian que no hay riesgo respecto de los hijos. Y no condenan a los hijos cautelarmente a no ver a sus padres.

¿Por qué pasa esto? No porque los jueces hagan su trabajo —cometiendo errores, por supuesto, porque no son infalibles—, sino porque no cuentan con «perspectiva de género», se nos dice.

Esta medida es un ejemplo de esa perspectiva. Perspectiva de género equivale a establecer presunciones legales incompatibles con la civilización y, por cierto, con el conocimiento de las cosas. Equivale a provocar cambios fácticos gravísimos en la situación de decenas de miles de personas mediante un automatismo legal: la denuncia equivale a una condena anticipada. Hoy, los jueces, al igual que pueden decretar una prisión preventiva pueden establecer cualquier medida de protección respecto de mujeres denunciantes y respecto de los hijos menores (incluso sin denuncia). Pero a la iglesia de la perspectiva de género no le basta: no confía en que los jueces juzguen y prefieren el privilegio. La ley privada para las mujeres, como lo fue el derecho de pernada para los aristócratas. Las mujeres, seres superiores, decidirán, simplemente denunciando, cuál será el futuro inmediato de los denunciados, esos plebeyos, respecto de sus hijos.

Así estamos.

Llevo dos días trabajando en una demanda de modificación de medidas. Les voy a contar algunas cosas sobre ella, con permiso de mi cliente.

Un hombre —mi cliente—  y una mujer tienen una hija, menor de edad. Surgen problemas entre ellos, que no voy a contar, porque no viene al caso y por no crear prejuicios al que lea esto. El caso es que terminan yendo a abogados que presentan demandas. Ella además presenta una denuncia: amenazas, agresiones e incluso agresión sexual. Lo detiene la policía y pasa dos días en un calabozo. Él es muy cuidadoso. Lo anota todo. Lo guarda todo. Lo graba todo. Por suerte, las enormes inconsistencias de ella —y las mentiras— dan lugar a un sobreseimiento inmediato, pese a la gravedad de las acusaciones. Recurre en apelación. La audiencia confirma el archivo. Viven en la misma casa, en habitaciones separadas; pero ella se mete en la cama de él, lo empuja, lo provoca. Él conserva la calma, mientras lo graba todo. Poco tiempo después, unos amigos de ella, a la que creen una víctima, pegan a mi cliente. Mi cliente denuncia y obtiene una sentencia condenatoria contra los agresores. Sigue: la mujer termina marchándose de la vivienda familiar, pero llevándose a la niña con ella e impide al padre que la vea. Presentamos una denuncia por secuestro, a sabiendas de que no prosperará, ya que el conflicto está judicializado. Se archiva la denuncia, pero el padre durante dos meses no ve a su hija. Las pocas veces que logra hablar con ella, la niña carga al padre de reproches: que ya no la quiere, que la ha abandonado. El padre es incapaz de explicar a su hija que tiene que esperar a un juicio que tarda en celebrarse diez meses. Mientras tanto, ella le comunica al padre que puede recoger a la niña: es una trampa. Pretende aprovechar ese momento y provocar un nuevo conflicto. Él lo graba todo y va acompañado de testigos. Ella denuncia, pero el procedimiento se abre y se cierra cuando la fiscal comprueba, por las declaraciones de los testigos y las grabaciones, que la denuncia es una burda mentira, tras «aconsejar» a la madre que retire la denuncia antes de que el asunto pueda perjudicarla. Él se niega a denunciarla por denuncia falsa, a pesar de que en las resoluciones constan los elementos de su falsedad, porque no quiere estropear la mínima posibilidad de establecimiento de un régimen civilizado. Dos denuncias, ambas objetivamente falsas, de esas que no aparecen en las estadísticas de denuncias falsas. Se celebra el juicio por la custodia. Mi cliente ha pedido la custodia para él y, en su defecto, la custodia compartida. Juez y fiscal, ambas mujeres, «abroncan» a la madre, que miente manifiestamente en el juicio, reconociendo los esfuerzos del padre por mantener el contacto con su hija y ocuparse de ella, pese a las maniobras de la madre. A pesar de dos denuncias previas por maltrato, se acuerda un régimen de custodia compartida.

Hoy, más de un año después, y tras aguantar —por mi consejo— incumplimientos constantes del régimen por la madre, además de tras una serie de episodios que no voy a contar, mi cliente va a pedir la custodia para él. Él es un padre responsable y cariñoso. Su hija tiene un hogar estable cuando está con él. Ella es irresponsable y está perjudicando gravemente a su hija, que quiere vivir solo con su padre.

En todo caso, y esta es la moraleja, si esa reforma propuesta estuviese en vigor, si mi cliente no hubiera sido tan cuidadoso y si la madre hubiese sido más habilidosa,  lo normal habría sido que esas denuncias no se hubiesen archivado de plano, sino que se hubiesen abierto procedimientos que quizás más tarde habrían dado lugar a absoluciones (o no, vayan ustedes a saber, que la declaración de la «víctima» puede ser prueba de cargo). En todo caso, mi cliente, en vez de estar separado dos meses de su hija, con la que hoy tiene una relación estupenda, lo habría estado por imposición legal durante todo el tiempo que hubieran tardado en juzgar al padre y dictar una sentencia firme (es decir, incluyendo los recursos). No puedo prever las consecuencias; solo sé que es terrible que se pretenda hacer pasar a decenas de miles de personas por esto, por el hecho de que unos pocos padres maten a sus hijos. Queremos destruir la libertad, supuestamente para asegurar el bien, cuando no hay mayor bien que la libertad. De hecho, la gente arriesga su vida para ser libre. Si, como dice el «experto», lo principal es asegurar la vida de los niños y para ello tenemos que obrar de una manera tan desmesuradamente injusta, casi es mejor prohibir a los hombres, a todos ellos, relacionarse con sus hijos. Así solo morirían asesinados unos pocos niños a manos de sus madres, aunque, ya lo sabemos, siempre como consecuencia de algún trastorno mental, nunca por un acto perverso.

La voracidad de la iglesia de la perspectiva de género es insaciable. Más vale que nos conjuremos para detener esta deriva liberticida.