AAF

Mil veces lo he dicho: lean El péndulo de Foucault, de Eco.

 

Manuzio era una editorial para AAF.

Un AAF, en la jerga de Manuzio, era, pero ¿por qué empleo el imperfecto? Los AAF aún existen, allí todo prosigue como si nada hubiera sucedido. Soy yo quien lo proyecto todo hacia un pasado terriblemente remoto, porque lo que sucedió la otra noche fue como un desgarrón en el tiempo, en la nave de Saint-Martin-des-Champs se trastocó el orden de los 165 siglos… o será porque quizá la otra noche envejecí de repente, o porque el miedo a que Ellos me encuentren me hace hablar como si estuviese narrando la crónica de un imperio en ruinas, tendido en el balneum, las venas ya abiertas, esperando a ahogarme en mi propia sangre…

Un AAF es un Autor Autofinanciado, y Manuzio es una de esas empresas que en los países anglosajones se denominan “vanity press”. Facturación fabulosa, gastos de gestión nulos. Garamond, la señora Grazia, el contable llamado director administrativo en el cuchitril del fondo, y Luciano, el mutilado que se encargaba de enviar los pedidos, en el gran almacén del subsuelo.

—Jamás he podido comprender cómo Luciano logra empaquetar los libros con un solo brazo —me había dicho Belbo—, creo que se ayuda con los dientes. Por lo demás, no es que tenga mucho que empaquetar: sus homólogos de las editoriales normales envían libros a los libreros, mientras que él sólo los envía a los autores. Manuzio no se interesa por los lectores… Lo importante, dice el señor Garamond, es que no nos traicionen los autores, sin lectores se puede sobrevivir.

Belbo admiraba al señor Garamond. Lo veía lleno de un vigor que a él le había sido negado. El sistema Manuzio era muy sencillo. Pocos anuncios en periódicos locales, en revistas profesionales, en publicaciones literarias de provincias, sobre todo en las que duran pocos números. Espacios publicitarios de tamaño mediano, con foto del autor y pocas líneas incisivas: “una de las voces más altas de nuestra poesía”, o “la nueva experiencia narrativa del autor de Su único hermano”.

—Con eso ya está tendida la red —explicaba Belbo—, y los AAF caen a racimos, suponiendo que en una red se caiga a racimos, pero la metáfora incongruente es típica de los autores de Manuzio: se me ha pegado el vicio, perdone.

—¿Y después qué sucede?

—Tome el caso de De Gubernatis. Dentro de un mes, cuando ya nuestro jubilado se consume en la ansiedad, el señor Garamond le telefonea para invitarle a cenar con algunos escritores. La cita es en un restaurante persa, muy exclusivo, sin letrero en la puerta: se toca un timbre y se dice el nombre en una mirilla. Interior lujoso, luz difusa, música exótica. Garamond estrecha la mano del maître, tutea a los camareros y devuelve las botellas porque el año no le convence, o dice perdona pero este no es el Dolmeh Sib que se come en Teherán. De Gubernatis es presentado al comisario Fulano, todos los servicios aeroportuarios están bajo su control, pero sobre todo es el inventor, el apóstol del Cosmoranto, el lenguaje para la paz universal, sobre el que se está discutiendo en la Unesco. Después está el profesor Zutano, un narrador nato, premio Petruzzellis della Gattina 1980, pero también una eminencia de la ciencia médica. ¿Cuántos años ha dedicado a la enseñanza, profesor? Eran otras épocas, entonces sí que los estudios eran algo serio. Y aquí tiene a nuestra exquisita poetisa, la dulce Olinda Mezzofanti Sassabetti, la autora de Castos latidos, que sin duda habrá leído.

Belbo me confesó que durante mucho tiempo se había preguntado por qué todos los AAF de sexo femenino firmaban con dos apellidos: Lauretta Solimeni Calcanti, Dora Ardenzi Fiamma, Carolina Pastorelli Cefalu. 166 ¿Por qué las escritoras importantes tienen un solo apellido, salvo Ivy Compton-Burnett, y algunas ni siquiera lo tienen, como Colette, mientras que una AAF tiene que llamarse Olinda Mezzofanti Sassabetti? Porque un escritor auténtico escribe por amor a su obra, no le importa que le conozcan con un seudónimo, como en el caso de Nerval, mientras que un AAF quiere que le reconozcan los vecinos, la gente del barrio, e incluso la del barrio en que vivía antes. Al hombre le basta con su apellido, a la mujer no, porque algunos la conocen de casada y otros sólo la conocieron de soltera. Por eso usa dos apellidos.

—En síntesis, velada rica de experiencias intelectuales. De Gubernatis se sentirá como si hubiera bebido un cóctel de LSD. Escuchará el cotilleo de los comensales, la anécdota picante del gran poeta cuya impotencia está en boca de todos, y que tampoco como poeta vale demasiado, escaparán destellos de sus ojos al contemplar la nueva edición de la Enciclopedia de los Italianos Ilustres que Garamond hará aparecer de repente señalándole una página al comisario (ha visto, estimado amigo, también usted ha entrado en el Panteón, oh, sólo se ha hecho justicia).

Belbo me había mostrado la enciclopedia.

—Hace una hora le solté un sermón: sin embargo, nadie es inocente. La enciclopedia la hacemos exclusivamente Diotallevi y yo. Y le juro que no es para redondear el sueldo. Es una de las cosas más divertidas del mundo, y cada año hay que preparar la nueva edición actualizada. La estructura es más o menos la siguiente: un artículo se refiere a un escritor célebre, otro a un AAF, y el problema consiste en equilibrar bien el orden alfabético y no malgastar espacio con los escritores célebres. Vea, por ejemplo la letra L.

LAMPEDUSA, Giuseppe Tomasi di (1896-1957). Escritor siciliano. Vivió ignorado y sólo alcanzó la celebridad después de muerto por su novela El gatopardo.

LAMPUSTRI, Adeodato (1919-). Escritor, educador, combatiente (medalla de bronce en Africa oriental), pensador, narrador y poeta. Su figura de gigante destaca en la literatura italiana de nuestro siglo. Lampustri se reveló ya en 1959 con el primer volumen de una trilogía de amplio aliento, Cañas y sangre, donde con crudo realismo y alto vuelo poético narra la historia de una familia de pescadores lucanos. A esa obra, ganadora en 1960 del premio Petruzzellis della Gattina, siguieron en los años siguientes Los desahuciados y Un año de soledad, que quizá aún más que la opera prima dan la medida del vigor épico, de la deslumbrante imaginación plástica, del aliento lírico de este artista incomparable. Diligente funcionario ministerial, Lampustri es estimado en los ambientes en que le ha tocado desenvolverse como personalidad integérrima padre y esposo ejemplar, orador exquisito.

—De Gubernatis —explicó Belbo—, tendrá que desear que se le incluya en la enciclopedia. Siempre había dicho él que la de los superfamosos era una fama postiza, una confabulación de críticos complacientes. Pero sobre todo comprenderá que ha entrado a formar parte de una familia de escritores que al mismo tiempo son directores de organismos públicos, funcionarios de banca, aristócratas, magistrados. De repente habrá ampliado el círculo de sus relaciones, de modo que cuando tenga que pedir un favor sabrá a quién dirigirse. El señor Garamond tiene la capacidad de hacer salir a De Gubernatis de su provincia, de proyectarlo hasta la cumbre. Hacia el final de la cena, Garamond le dirá al oído que a la mañana siguiente pase por su despacho.

—Y a la mañana siguiente se presenta.

—Puede poner la mano en el fuego. Pasará la noche sin dormir soñando en la grandeza de Adeodato Lampustri.

—¿Y después?

—A la mañana siguiente Garamond le dirá: anoche no me atreví a decírselo para no humillar a los otros, qué cosa sublime, no le hablaré ya de los informes entusiastas, aún diría más, positivos, pues yo mismo, personalmente, he pasado una noche imantado por estas páginas suyas. Un libro para ganar un premio literario. Grande, realmente grande. Regresará al escritorio, dará una palmada sobre el original, ya ajado, gastado por la mirada amorosa de al menos cuatro lectores, ajar los originales es tarea de la señora Grazia, y se quedará mirando al AAF con aire perplejo. ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?, preguntará De Gubernatis. Y Garamond dirá que sobre el valor de la obra no hay absolutamente nada que discutir, aunque es evidente que se trata de un libro adelantado para la época, y en cuanto a los ejemplares no se sobrepasarán los dos mil, o a lo sumo dos mil quinientos. Para De Gubernatis dos mil ejemplares serían suficientes para atender a todas las personas que conoce, el AAF no piensa en términos planetarios o, mejor dicho, su planeta está formado por rostros conocidos, compañeros de escuela, directores de banco, colegas que han enseñado con él en el mismo instituto, coroneles retirados. Todos ellos son personas que el AAF desea ver entrar en su mundo poético, incluso los que no tendrían en ello el menor interés, como el charcutero o el gobernador civil… Ante el peligro de que Garamond dé marcha atrás, ahora que todos, en su casa, en el pueblo, en la oficina, saben que ha presentado el original a un gran editor de Milán, De Gubernatis hará sus números. Podría cerrar la cartilla, retirar el dinero del fondo de pensiones, solicitar un préstamo, vender esos pocos bonos del tesoro, París bien vale una misa. Ofrece tímidamente participar en los gastos. Garamond se mostrará perturbado, Manuzio no acostumbra, y luego, bueno, de acuerdo, me ha convencido, en el fondo también Proust y Joyce tuvieron que doblegarse y aceptar la cruda realidad, los costes ascienden a tanto, de momento imprimiremos dos mil ejemplares, pero el contrato se hará por un máximo de diez mil. Calcule que doscientos ejemplares serán para usted, de regalo, para que los envíe a quienes juzgue conveniente, doscientos se enviarán a la prensa, porque queremos hacer una campaña con todas las de la ley, como si fuera la Angélica de los Golon, y los mil seiscientos restantes se distribuirán. Sobre estos ejemplares, como comprenderá, usted no percibirá ningún derecho, pero si el libro se vende haremos una reimpresión y entonces sí, usted se quedará con el doce por ciento.

Más tarde tendría ocasión de ver el contrato modelo que De Gubernatis, en pleno trip poético, debía de haber firmado sin siquiera leer, mientras el administrador se lamentaría de que el señor Garamond hubiese calculado unos costes tan bajos. Diez páginas de cláusulas en cuerpo ocho, traducciones a otros idiomas, derechos subsidiarios, adaptaciones para el teatro, reducciones radiofónicas y cinematográficas, ediciones en Braille para los ciegos, cesión del resumen a la revista Selecciones, garantías en caso de proceso por difamación, derecho del autor a aprobar los cambios introducidos por la editorial, competencia de los tribunales de Milán en caso de litigio… El AAF debería llegar exhausto, la vista deslumbrada por el futuro de gloria que se abría ante sus ojos, a las cláusulas deletéreas en las que se decía que la tirada máxima sería de diez mil ejemplares pero no se hablaba de tirada mínima, que la suma que debía pagar no dependía de la tirada, sobre la que sólo se trató de palabra, y en particular que al cabo de un año el editor tendría derecho a destruir los ejemplares no vendidos, salvo que el autor los adquiriese por el cincuenta por ciento del precio de cubierta. Firma.

El lanzamiento sería fastuoso. Comunicado de prensa de diez páginas, con biografía y ensayo crítico. Ningún pudor, porque de todas formas en la redacción de los periódicos acabaría en la papelera. Tirada real: mil ejemplares, de los cuales sólo se encuadernarán trescientos cincuenta. Doscientos para el autor, una cincuentena para distribuir en librerías asociadas, otros cincuenta para enviar a las revistas de provincias, unos treinta para enviar a los periódicos, por si les sobraba alguna línea en la columna de libros recibidos. Ese ejemplar lo donarían a los hospitales o a las cárceles, con lo que se explica por qué los primeros no curan y las segundas no redimen.

En el verano llegaría el premio Petruzzellis della Gattina, criatura de Garamond. Coste total: comida y alojamiento para el jurado, dos días, y Nike de Samotracia en cinabrio. Telegramas de felicitación de los autores Manuzio.

Por último llegaría el momento de la verdad, un año y medio más tarde. Garamond le escribiría: Estimado amigo, ya lo decía yo, usted está adelantado cincuenta años. Reseñas, ya lo ha visto, a montones, premios y consenso de la crítica, ça va sans dire. Pero ejemplares vendidos, muy pocos, el público no está preparado. Nos vemos obligados a despejar el almacén, como está previsto en el contrato (que adjunto). O se destruyen los ejemplares, o usted los compra al cincuenta por ciento del precio de cubierta, como es su derecho.

De Gubernatis enloquece de dolor, los parientes le consuelan, la gente no te entiende, claro que si fueras uno de ésos, si hubieras untado la mano a alguno, a estas alturas ya habrías tenido una reseña hasta en el Corriere della Sera, es una mafia, no hay que entregarse. Sólo quedan cinco ejemplares de regalo y aún tienes tantas personas importantes con que cumplir, no puedes permitir que tu obra se destruya para fabricar papel higiénico, veamos cuánto dinero podemos reunir, es dinero bien empleado, se vive una sola vez, digamos que podemos comprar quinientos ejemplares y en cuanto al resto sic transit gloria mundi.

En Manuzio han quedado seiscientos cincuenta ejemplares sin encuadernar, el señor Garamond hace encuadernar quinientos y los envía contra reembolso. Balance: el autor ha pagado con creces los costes de producción de dos mil ejemplares, Manuzio ha impreso mil y ha encuadernado ochocientos cincuenta, de los cuales quinientos han sido pagados por segunda vez. Una cincuentena de autores al año, y Manuzio siempre cierra con un amplio margen de beneficios.

Y sin remordimientos: reparte felicidad.

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